El asesinato del presidente estadounidense James A. Garfield en 1881 no fue solo una tragedia personal, sino el punto de quiebre de un sistema político basado en el reparto de cargos. Más de un siglo después, su historia ofrece una lección urgente para la República Dominicana: el clientelismo sigue siendo el arma invisible que hiere a la democracia desde dentro.

El 2 de julio de 1881, en la estación de tren de Washington D. C., el presidente James A. Garfield fue alcanzado por dos balas. Su asesino, Charles J. Guiteau, no fue un fanático religioso ni un enemigo político. Fue, más bien, un “buscador de cargos” frustrado, un hombre que se consideraba merecedor de un puesto diplomático por haber hecho campaña para el presidente.

Cuando la recompensa no llegó, Guiteau decidió cobrársela con sangre. En una carta previa al crimen escribió: “Soy un hombre hecho en el patrocinio, y he llegado a la conclusión de que el presidente Garfield debe ser eliminado.”

Su confesión retrata una enfermedad política que no murió con él: el clientelismo, la creencia de que los cargos públicos son botines personales y no responsabilidades colectivas. El disparo de Guiteau no solo mató a un presidente; exhibió la podredumbre moral de un sistema basado en el favor y no en el mérito.

El asesinato de Garfield provocó una conmoción nacional sin precedentes. Por primera vez, los estadounidenses entendieron que el sistema de patronazgo no era una simple práctica inmoral, sino un riesgo para la estabilidad de la nación.

Del “spoils system” al clientelismo caribeño

En el siglo XIX, el llamado “spoils system” —sistema de botín— dominaba la política estadounidense. Cada nuevo gobierno reemplazaba a miles de empleados públicos con los suyos. Ganar una elección significaba, literalmente, apropiarse del Estado.

La República Dominicana ha replicado, con acento tropical, ese mismo patrón bajo otro nombre: clientelismo político. Los empleos, contratos, subsidios y programas sociales se distribuyen muchas veces no en función del mérito, sino de la lealtad partidista. Lo que cambia con cada elección no es el modelo de Estado, sino el patrón y su red de beneficiarios.

El resultado es el mismo que en el Washington del siglo XIX: una burocracia leal al poder de turno y no al bien común. En lugar de servidores públicos, proliferan “buscadores de cargos” modernos, que conciben el Estado como la extensión económica de su líder o su partido.

El asesinato de Garfield provocó una conmoción nacional sin precedentes. Por primera vez, los estadounidenses entendieron que el sistema de patronazgo no era una simple práctica inmoral, sino un riesgo para la estabilidad de la nación.

La indignación colectiva derivó en una reforma histórica: dos años después, el Congreso aprobó la Ley Pendleton de Reforma del Servicio Civil (1883), que estableció el principio de que los cargos públicos debían otorgarse por mérito y competencia, no por favoritismo político.

Así nació la carrera administrativa profesional, basada en exámenes y evaluaciones, que convirtió la función pública en un servicio estable, independiente de los vaivenes partidarios.

Estados Unidos aprendió —a un costo altísimo— que un Estado gobernado por favores personales está condenado al caos.

En República Dominicana, el clientelismo continúa siendo la norma disfrazada de costumbre. Cada cambio de gobierno implica una sustitución masiva de funcionarios, contratos y nóminas. Se dice con naturalidad: “hay que colocar a la gente”.

Pero esa práctica tiene consecuencias devastadoras. La rotación permanente destruye la memoria institucional, convierte la política pública en improvisación y el servicio civil en una caricatura.

Los efectos son tres y están a la vista:

  1. Ineficiencia, porque los puestos se llenan por lealtad, no por capacidad.
  2. Corrupción, porque el favor sustituye al mérito.
  3. Desconfianza ciudadana, porque la gente percibe que el éxito depende más de la palanca que del talento.

Romper ese círculo vicioso no requiere discursos morales, sino reformas estructurales reales, inspiradas en el espíritu de la Ley Pendleton.

  • Una Ley de Función Pública que se cumpla, no que se archive.
  • Instituciones autónomas y técnicas, capaces de auditar y sancionar sin temer represalias.
  • Transparencia total en nóminas y contrataciones, para que ningún cargo se esconda bajo el manto del favor político.

Un Estado moderno no puede funcionar sobre la base de la gratitud partidista. La democracia dominicana no necesita más leales: necesita competentes.

El precio de la complacencia

Garfield murió en el siglo XIX, pero su legado moral sigue vivo. Su asesinato nos recuerda que el clientelismo, cuando se normaliza, mata silenciosamente. No siempre con balas, pero sí con el desgaste lento de la confianza pública.

Cada contrato otorgado por compromiso político, cada salario sin función real, cada ministerio convertido en refugio de amigos, es un disparo invisible contra la institucionalidad.

Estados Unidos reaccionó ante la tragedia. República Dominicana aún puede hacerlo sin necesidad de una. La pregunta es si esperaremos a que la crisis nos obligue, o si seremos capaces de reformar por convicción, no por catástrofe.

La responsabilidad compartida

El clientelismo no es solo culpa de quienes lo ejercen desde el poder; también de quienes lo toleran o lo justifican. Cada vez que se celebra un nombramiento “porque se lo merece por ayudar en la campaña”, se refuerza una cultura política que confunde el Estado con un botín.

Romper con ese hábito requiere una ciudadanía vigilante, una prensa libre y una sociedad civil que exija rendición de cuentas. Los funcionarios deben entender que el servicio público no es un premio, sino una responsabilidad. Y los ciudadanos, que reclamar meritocracia no es ingratitud, sino un acto de patriotismo.

Como escribió Henry Adams, testigo de aquella época: “Las repúblicas caen no por las balas de los enemigos, sino por la corrupción de los amigos.”

Aprender antes de repetir

El asesinato de Garfield cambió el rumbo de Estados Unidos. Transformó una tragedia en una reforma. República Dominicana no necesita mártires para aprender la misma lección: que el clientelismo no es gobernar, sino degradar.

La historia enseña que los pueblos que no reforman sus instituciones a tiempo terminan siendo reformados por la crisis. En ese espejo, la figura del “buscador de cargos” sigue observándonos: ambicioso, oportunista, convencido de que el Estado le debe algo.

Mientras esa figura siga viva, la democracia dominicana seguirá en peligro. La verdadera reforma no comienza en el Congreso, sino en la conciencia colectiva: cuando entendamos que el servicio público no se conquista por amistad, sino se merece por mérito.

Ariosto Sosa D´Meza

Resido en Praga, República Checa. Soy egresado de la Universidad Karolina de Praga. Estudie Massmedia y periodismo. También soy egresado de la Academia Cinematografica Checa Miroslav Ondricek. Me dedico como colaborador externo (freelance) para varios medios de comunicación checos. Entre ellos Radio Praga, la revista política semanal Reflex y colaboro en producción en el área de documentales con varios canales de televisión checos.

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