1. Exordio: el malestar de nuestro mundo 

Permítaseme iniciar esta reflexión de manera solemne, evocando a Carlos Marx en el Manifiesto Comunista. El paralelismo, aunque distante, podría servir de advertencia: en ambos extremos del Atlántico y del Pacífico asistimos hoy al avance de ideologías extremas que, alimentadas por prejuicios y fanatismos, oscurecen la vida pública.

Si me fuera concedida esa licencia, el inicio diría así:

Un nuevo fantasma recorre el mundo: el fantasma del prejuicio fanatizado. No solo lo invocan líderes iluminados o ideólogos de ocasión, sino también potencias hegemónicas y centros de poder. Y este fantasma, más peligroso que la onda de David, la flecha de Paris o la bala perdida en medio de una celebración, posee la capacidad de penetrar conciencias con la misma fuerza que un misil intercontinental o un dron de última generación.

En un planeta interconectado, donde las diferencias culturales, religiosas, étnicas y lingüísticas deberían ser fuente de enriquecimiento, persiste la peligrosa tendencia a usar el prejuicio como herramienta de división. Ya no basta con mentir para que ‘algo quede’; ahora se miente y se repite la mentira hasta volverla verdad útil, anulando la objetividad y sometiendo voluntades, ya sea en la derecha, el centro o la izquierda.

El peligro de este fenómeno no reside en la verdad, la bondad o la belleza, sino en la ceguera voluntaria que propicia en quienes no quieren ver ni oír. En lugar de promover convivencia, ciertos sectores del poder recurren al estigma y a la deshumanización del “otro” para exagerar diferencias, justificar privilegios y consolidar hegemonías. Lo increíble termina pareciendo natural, y lo falso más convincente que lo real.

El prejuicio —ese juicio anticipado, sin base racional ni experiencia directa— ha sido un arma eficaz para fragmentar sociedades. Desde Aristóteles hasta Hannah Arendt, pasando por Frantz Fanon, Edward Said o Martha Nussbaum, numerosos pensadores han advertido sobre los riesgos de estas construcciones ideológicas cuando son utilizadas por el poder.

En efecto, todo prejuicio cimenta su aparente verdad en afirmaciones inverificables que ocultan la realidad bajo exageraciones grotescas. Su fuerza no proviene de los hechos, sino de la capacidad de encender emociones y ahogar la razón. Exagerando lo increíble, el prejuicio recubre cualquier dato objetivo y lo sustituye por una ficción convincente, capaz de someter conciencias y dividir comunidades enteras.

  1. El fenómeno y sus manifestaciones
  1. Definición de términos. El término “prejuicio” proviene del latín praeiudicium, que significa “juicio anticipado”. Se refiere a una valoración que se hace antes de contar con experiencia o conocimiento real sobre una persona, grupo o situación.

Por su parte, “fanatismo” viene del francés fanatisme y designa una actitud de adhesión y defensa incondicional hacia una persona, doctrina, religión o causa, sea esta política o no.

De esta conjunción surge lo que aquí llamaremos prejuicio fanatizado: un patrón cultural de intransigencia e irracionalidad, marcado por la sumisión ciega y la defensa incuestionable de una idea o líder. Esta forma extrema puede conducir fácilmente a la intolerancia, a comportamientos violentos, al igual que a regímenes políticos autoritarios, dictatoriales o tiránicos. 

  1. Manifestaciones. Aunque Aristóteles no definió el prejuicio en sentido estricto, sí dio claves conceptuales para entenderlo: como un juicio irracional guiado por pasiones, como una disposición moral viciosa o como un artificio político capaz de legitimar jerarquías falsas. Según el Estagirita, solo la educación y la formación del carácter pueden combatir esta deriva.

Siglos más tarde, Immanuel Kant sostuvo en la Crítica del juicio que el prejuicio constituye un obstáculo para el uso autónomo de la razón. Hans-Georg Gadamer, en cambio, matizó que no todo prejuicio es negativo: algunos son inevitables, pero deben examinarse críticamente para no deformar la comprensión del otro. 

  1. El prejuicio como arma política. Cuando se usa políticamente, el prejuicio se convierte en una peligrosa herramienta de manipulación colectiva. Como señala Martha Nussbaum en El ocultamiento del ser humano (2010): “Los prejuicios sociales tienden a despojar a las personas de su humanidad, convirtiéndolas en símbolos de lo que una comunidad teme o desprecia”. 
  1. Tecnología de poder. Michel Foucault advirtió que el prejuicio no es solo un error individual, sino una estrategia de poder inscrita en discursos hegemónicos que construyen “verdades” funcionales al dominio. Así, la representación de ciertos grupos como inferiores o peligrosos sirve para justificar exclusiones, represiones e incluso eliminaciones.

El ejemplo más extremo es el de la Alemania nazi, donde los prejuicios antisemitas se convirtieron en política de Estado. Como explica Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto (1989), aquel genocidio no fue simple barbarie irracional, sino la aplicación calculada de una racionalidad instrumental apoyada en prejuicios étnicos. 

  1. Contexto colonial. Frantz Fanon, en Piel negra, máscaras blancas (1952), denunció cómo el prejuicio racial sostenía la jerarquía colonial: el colonizador necesitaba ver al colonizado como inferior o infantil para justificar su dominio. Esta imagen se perpetuaba no solo en el discurso oficial, sino en la educación, los medios y la cultura. 
  1. Racismo contemporáneo. En la política reciente, el prejuicio resurge con fuerza en clave étnica y racial. Discursos populistas y nacionalistas lo usan para explotar el miedo al otro. La migración, los conflictos geopolíticos y las crisis económicas alimentan narrativas que convierten al extranjero en amenaza.

En Estados Unidos, por ejemplo, Donald Trump utilizó prejuicios raciales y culturales contra latinos, musulmanes y asiáticos para movilizar sectores conservadores. Sus declaraciones, como cuando calificó a inmigrantes mexicanos de “violadores” o a países africanos y a Haití de “hoyos de mierda”, no fueron meras opiniones personales: construyeron una identidad nacional excluyente.

En Europa, partidos de ultraderecha como el Frente Nacional en Francia o Alternativa por Alemania han instrumentalizado el miedo al musulmán y al refugiado para consolidar bases electorales. Incluso teorías como el “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington han sido reinterpretadas y usadas para justificar cierres de fronteras y políticas discriminatorias.

  1. El necropoder. Como advierte Achille Mbembe, en el siglo XXI el poder se ejerce no solo sobre territorios, sino sobre la vida misma, decidiendo quién merece vivir y quién puede ser descartado. El prejuicio, en este marco, es un arma simbólica de exclusión. 
  1. Prejuicio religioso. La religión ha sido otro campo fértil para el prejuicio político. Desde las Cruzadas hasta la islamofobia contemporánea, el “otro religioso” ha sido representado como enemigo o bárbaro. Tras el 11 de septiembre de 2001, muchos discursos redujeron al islam a una religión violenta, lo cual legitimó guerras y discriminación estructural. Como recuerda Edward Said en Orientalismo (1978), estas imágenes no son neutrales: son construcciones ideológicas que refuerzan la superioridad de Occidente. 
  1. Fanatismo y terrorismo. El fanatismo, cuando se funde con prejuicios, se convierte en una ideología peligrosa. Alimenta discursos de odio, radicalismos violentos y terrorismo. El fanático prejuiciado cierra toda posibilidad de diálogo, y tanto el seguidor ciego como el perseguidor se vuelven prisioneros de la irracionalidad.

Un ejemplo ilustrativo es la frase de un líder político contemporáneo que aseguró que podría estar en la Quinta Avenida de Nueva York, dispararle a alguien y que no perdería un solo voto en las venideras elecciones.

La afirmación precedente, más allá de lo anecdótico, revela un profundo desprecio por la universalidad de la ley. Como diría Hegel, es la negación de la “racionalidad objetiva” del Estado moderno, mediante la tergiversación del poder estatal y la aceptación colectiva de la ceguera popular sometida a la violencia de una sociedad civil burguesa.

  • Desintegración e intolerancia social

El uso del prejuicio, incluso en su forma más fanatizada, como estrategia política, no solo afecta a determinados grupos, sino que fragmenta el tejido social en su conjunto. Es por esa vía que debilita la posibilidad de construir una ciudadanía inclusiva, erosiona la confianza entre comunidades diversas y mina las bases mismas de la democracia.

La filósofa Judith Butler, en Marcos de guerra (2009), advierte que los medios y los líderes políticos determinan qué vidas son consideradas “llorables” y cuáles no lo son. Esa clasificación, lejos de ser moral, es política: legitima la violencia y la arbitrariedad contra los demás, léase bien: contra los “otros” mientras protege a los “nuestros”.

El prejuicio fanatizado, así entendido, no funciona solo como un mecanismo de exclusión, sino también de jerarquización simbólica y de ruptura con los demás. Relega a ciertos individuos a la condición de ciudadanos de segunda categoría, –o de tercera–, limitándoles derechos, acceso a recursos y representación política.

Hoy, esa segmentación de las sociedades postmodernas se expresa especialmente en ideologías de corte extremista y, en particular, en aquellas asociadas al denominado terrorismo de extrema derecha. Según definiciones ampliamente aceptadas, esas corrientes promueven la discriminación y la violencia contra minorías, y se manifiestan en tres formas recurrentes:

  • Nacionalismo cultural: sostiene que la civilización occidental está en peligro debido a los flujos migratorios procedentes de culturas consideradas “atrasadas” o “bárbaras”, que amenazarían con diluir o borrar la identidad nacional;
  • Nacionalismo étnico-blanco: afirma que la migración masiva de personas no blancas pone en riesgo la composición étnica original de las sociedades receptoras;
  • Supremacía blanca: proclama que la raza aria o blanca es biológica, cultural y espiritualmente superior a las demás, y que, por lo tanto, la democracia parlamentaria de índle occidental debería ser sustituida por regímenes neofascistas o sistemas de tribalismo étnico.

Estas expresiones ideológicas, lejos de ser marginales, proliferan hoy con sorprendente vigor, diríase como “verdolaga”, por toda la geografía terrestre. Pero atención, ellas no están solas: se suman a otras corrientes que, aunque enmarcadas en tiempos y contextos distintos, también instrumentalizan la sinrazón, la fuerza y el espejismo engañoso de la ilusión. En nuestra América, por ejemplo, perduran los viejos esquemas autoritarios vinculados al castrismo, al sandinismo y a nuevos “ismos” de corte populista que, si fuera por sus frutos, distan del utópico “reino de la libertad” (“Königreich der Freiheit”) de naturaleza socialista y no solo marxista.

En resumen, todas esas manifestaciones y las anteriores —ya sean de derecha, de izquierda o de dudoso signo centrista o híbrido— configuran un fenómeno global. Constituyen, en palabras metafóricas, el verdadero fantasma de nuestro tiempo, pues amenaza la convivencia democrática y la posibilidad de propiciar y construir sociedades más justas e inclusivas. 

  1. Resistencias y alternativas

Cabe destacar que, para Aristóteles y toda su descendencia intelectual, la gran arma contra la irracionalidad e intransigencia del prejuicio y, de este fanatizado, es la educación. Ni más, ni menos. La educación del carácter moral y racional de todo sujeto humano es la clave para combatir los juicios infundados y la intransigencia a priori y fanatizada. Por tanto, en su obra Política, se lee como si fuera en un frontispicio: “La educación del ciudadano debe adaptarse a la constitución del Estado.”

Según la expresión popular, ‘no hay de otra’. Podemos y debemos extrapolar que una buena educación promueve la eliminación de prejuicios al enseñar a razonar con justicia, templanza y prudencia.

La educación crítica, el diálogo intercultural y la representación diversa en los medios son algunas de las herramientas para desmontar los prejuicios instalados. Tal y como afirmaba Nelson Mandela, “nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente debe aprender a odiar, y si pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar”.

Por su parte, la obra de Amartya Sen ha subrayado la importancia de una identidad múltiple y no esencialista. En Identidad y violencia (2006), Sen propone que las personas no sean reducidas a una sola pertenencia (religiosa, étnica, nacional), sino comprendidas en su diversidad de roles, elecciones y valores.

En conclusión, el prejuicio y su extemismo, el fanatismo, no solo son una distorsión del juicio individual, sino una tecnología política que, en manos del poder, se convierte en un instrumento publicitario de división, exclusión y violencia. En el mundo contemporáneo, esta práctica gana en auge, mientras adopta formas renovadas y sofisticadas.

En cualquiera de sus variantes conserva su esencia: simplificar y denigrar la compleja y equilibrada caracterización del otro para controlarlo o eliminarlo simbólicamente.

Superar en estos tiempos esa lógica simplona, sea por asuntos migratorios, como acontece en nuestra singularidad isleña, u otros por interés económico o poder político y hegemónico, requiere un esfuerzo colectivo por construir una ética del reconocimiento mutuo, de la pluralidad y del respeto.

Así, pues, combatir la terquedad y las intransigencias productos de las minusvalía del fantasma de nuestros días es la forma por exccelencia de defender la libertad, la dignidad humana y la esperanza de todos –no solo de los buenos, de los malos o de los feos– en un mundo progresivamente menos inhumano e injusto.

Llegado a ese punto, por fin, me atengo a Baruch Spinoza, pues los ojos son dados para ver y los oídos para oír. El fanatismo que todo lo obnubila, no es sino superstición organizada” y “el prejuicio es la causa de que la mayor parte de los hombres luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación.”

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

Ver más