Bertrand Russell. In memoriam

En aquel pueblo, afeitarse no era cuestión de estética, sino de obediencia. El decreto lo decía con precisión quirúrgica:

“El barbero afeita a todos los hombres que no se afeitan a sí mismos, y solo a esos”.

No era una regla, era un mandamiento. El barbero no cortaba pelos: recortaba la lógica hasta dejarla al ras.

El problema surgió el día en que alguien preguntó:

—¿Y quién afeita al barbero?

Esa frase, tan pequeña, cayó como navaja en agua quieta. El Estado reaccionó con la rapidez de una cuchilla embotada: censuró la pregunta, confiscó las barberías y anunció que dudar era un acto de insalubridad nacional.

“Porque en esta tierra el absurdo no es un juego de filósofos, sino dictamen oficial”.

El barbero, mientras tanto, se miraba al espejo cada mañana. La barba crecía como selva en huelga, como protesta muda en su propio rostro. Si se afeitaba, traicionaba la norma; si no lo hacía, también. Había quedado atrapado entre dos filos, como cuello en guillotina.

Los noticieros —peines de la propaganda y de la desinformación— anunciaban cada día:

“Nuestro barbero luce impecable, símbolo de pureza y disciplina”.

Y el pueblo, viendo aquel rostro enmarañado, asentía con convicción:

—¡Qué afeitado tan perfecto!

Porque en ese lugar la mentira no era error: era política de Estado.

El barbero comprendió, entonces, que su oficio no era cortar barbas, sino cortar la duda. Que su verdadera función era servir como paradoja viviente: un enigma con tijeras que mantenía ocupada la mente del pueblo mientras otros, en oficinas con cortinas pesadas, afeitaban libertades al ras.

Los vecinos repetían el eslogan con fe de coro:

El barbero afeita a todos los que no se afeitan a sí mismos.

Hasta los niños lo aprendían de memoria, como si fuera tabla de multiplicar o plegaria dominical.

Quien se atrevía a disentir “pero su barba llega al suelo” era acusado de cismático, enemigo de la lógica oficial, traidor a la patria del bigote alineado.

La paradoja se convirtió en costumbre. Y la costumbre, en ley. Y la ley, en dogma.

El barbero, ahogado entre pelos y silencios, rio con ironía:

Yo no afeito a los hombres; los gobiernos los afeitan a ellos. Yo solo soy la espuma con la que disimulan el corte.

Y así murió, barbudo como un bosque prohibido.

Pero en su epitafio, redactado por mandato oficial, se podía leer:

“Aquí yace el barbero del Estado: eternamente afeitado, eternamente silenciado”.

Ariosto Sosa D´Meza

Resido en Praga, República Checa. Soy egresado de la Universidad Karolina de Praga. Estudie Massmedia y periodismo. También soy egresado de la Academia Cinematografica Checa Miroslav Ondricek. Me dedico como colaborador externo (freelance) para varios medios de comunicación checos. Entre ellos Radio Praga, la revista política semanal Reflex y colaboro en producción en el área de documentales con varios canales de televisión checos.

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