Resulta desconcertante que individuos rodeados de privilegios y bienestar crucen la frontera de la legalidad con la misma ligereza con que otros cambian de atuendo. No son personas urgidas por la precariedad ni empujadas por la desesperación, sino sujetos instalados en entornos de comodidad, con reconocimiento social y acceso a oportunidades vedadas para la mayoría. Desempeñan funciones públicas desde posiciones estratégicas y presentan declaraciones juradas con patrimonios que ascienden a cientos de millones de pesos en el momento mismo de asumir cargos de alto nivel. Para muchos, el ejercicio del poder deja de ser un servicio y se convierte en la prolongación natural de una riqueza previamente acumulada, una continuidad sin límites ni frenos éticos.
A pesar de ello arriesgan su prestigio, su libertad y su biografía moral mediante acciones que desde afuera parecen tan innecesarias como imprudentes. Esta paradoja evidencia que el uso indebido de la posición de poder no responde únicamente a un cálculo material, sino a una grieta existencial, psicológica, ideológica y cultural que se abre en el corazón humano cuando el límite deja de percibirse como frontera y empieza a verse como barrera.
En la psicología de quienes se acostumbran a ejercer poder de manera prolongada se produce un fenómeno inquietante. La repetición del privilegio anestesia la conciencia moral hasta convertir el exceso en hábito. No se actúa para obtener un bien, sino para confirmar la sensación de omnipotencia.
La transgresión se convierte en una demostración de dominio que alimenta el ego y erosiona la noción de responsabilidad. El individuo termina persuadido de que la norma existe para regular la conducta de los demás, nunca la propia. La mente construye justificaciones refinadas, relatos que transforman lo indebido en acto legítimo e incluso en recompensa merecida. No se reconoce el daño ni la vulneración del orden social, solo la afirmación de un supuesto derecho adquirido. Es una especie de cobro retroactivo, un ajuste personal de cuentas con el poder y con la historia, donde todo se interpreta como compensación por méritos imaginados y sacrificios aún no compensados.
La dimensión existencial es todavía más perturbadora. Cuando la vida se reduce a la acumulación, ningún bien alcanza para sostener una identidad que se desmorona si deja de expandirse. Quien carece de sentido interior intenta llenarse con lo que no puede otorgarle plenitud. La obtención irregular se vuelve una forma de huida ante el miedo a descubrir que detrás de la máscara del éxito solo hay vacío.
Se vive como si el tiempo fuera infinito y la muerte una anécdota lejana o imaginaria. Para evitar confrontar la fragilidad humana se construyen fortalezas simbólicas hechas de dinero, conexiones y favores ilícitos. El problema no es la ambición, sino el vértigo existencial de quien no sabe quién es sin aquello que posee, de quien para reafirmarse necesita poseer cosas sin límites.
Por su parte, la ideología del éxito contemporáneo refuerza este comportamiento. El valor humano ya no se mide por la virtud, sino por la cantidad de bienes conquistados. La persona que asciende socialmente empieza a creerse excepción a la regla y termina pensando que sus ventajas no proceden de privilegios heredados, sino de un talento natural superior al de los demás. “Yo soy un caballo” es una mentira interiorizada como una verdad que afirma la existencia.
El desvío ya no se percibe como desorden, sino como conquista. Se instala un culto a la astucia que aplaude la capacidad de obtener sin límites y convierte la transgresión en símbolo de inteligencia, en esa enorme capacidad de “saber buscársela”. El resultado es una mentalidad que mezcla darwinismo social y fantasía heroica. Se entiende el poder no como responsabilidad, sino como licencia. Es un escenario donde la frontera de la “ética de la responsabilidad” se pelea con la “ética de la convicción” (Max Weber).
Esta lógica encuentra terreno fértil en prácticas culturales de larga data, de raíces antropológicas en las que se define gran parte de lo humano. En diversas sociedades no se condena al que se aprovecha de una oportunidad, sino a quien no sabe hacerlo. A quien es un “pariguayo”. La censura no recae sobre la falta, sino sobre la ingenuidad. El respeto a las reglas se interpreta como debilidad y la audacia se convierte en virtud superior.
De esta forma, el daño institucional deja de verse como problema colectivo, se transforma en prueba de ingenio y funciona como pasaporte a la élite. El grupo se sitúa por encima de la ley y defender sus intereses se vuelve una ética alternativa que reemplaza la obligación moral de servir a la comunidad.
La erosión ética completa el derrumbe interno, completa el ciclo de lo que pareciera una “locura”. Cuando la vergüenza pública desaparece, nada detiene la expansión del privilegio ilegítimo. La responsabilidad se percibe como traba para la realización personal y la integridad deja de tener valor social.
La sociedad comienza a evaluar a las personas por lo que consiguen y no por los medios que utilizan. El éxito se convierte en la única medida de dignidad y, al hacerlo, la dignidad termina puesta en venta. La moral se transforma en una negociación permanente en la que cada uno adapta sus principios según la conveniencia del momento.
Las prácticas indebidas realizadas por quienes ya lo poseen todo no manifiestan exuberancia, sino vacío. No emergen de la escasez, sino de la incapacidad de habitar la frontera que sostiene la vida en equilibrio. Lo que parece ambición no es deseo, sino vértigo. Lo que parece triunfo es huida. Lo que se interpreta como fuerza es, en el fondo, un miedo radical a descubrir que el yo sin poder es apenas una sombra.
El daño que se produce no destruye únicamente estructuras sociales. Deteriora la conciencia colectiva, socava la confianza pública, distorsiona la noción de justicia y convierte la convivencia en un intercambio sin alma donde cada uno compra lo que puede y vende lo que tiene. Allí donde estas prácticas se normalizan, la ciudadanía pierde el punto de apoyo ético que le permite sostenerse y la nación misma se convierte en campo de saqueo. Pero sobre todo se pierden muchos recursos para la inversión social.
La verdadera pregunta no es cómo detener a quienes cruzan la línea, sino cuándo dejamos de respetar los límites y empezamos a admirar a quienes los pisotean. En la sociedad dominicana, la transgresión no es una excepción, ha sido el sello distintivo del poder, el éxito y la astucia. Este deterioro no es nuevo. Desde Pedro Santana, la República ha convivido con una erosión moral que no se resolvió con manos duras. Las dictaduras de Lilís y Trujillo demostraron que el autoritarismo no sanea la vida pública, solo perfecciona los mecanismos de impunidad.
Lilís mostró que la nómina pública podía llevarse en las alforjas de un burro sin que nadie lo cuestionara, como si el Estado fuera una extensión de su hacienda personal. Ese gesto sintetiza una cultura política donde el límite no existe y el poder se ejerce sin contrapesos, inaugurando una tradición de informalidad e impunidad que todavía nos persigue.
Un país no se debilita cuando carece de normas, sino cuando decide prescindir de ellas como si fueran un adorno. En ese instante el daño deja de ser la elección aislada de unos pocos y se transforma en la biografía secreta de una comunidad que ha olvidado que la verdadera riqueza no reside en lo que se acumula, sino en lo que se respeta.
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