«Quisiera decir que tengo
alegría en lo que doy,
Pero con mi canto voy
más triste de lo que vengo».
Alfredo Zitarrosa
Los tiempos en que el obturador de la cámara se abría para enfocar al otro han quedado atrás. También el otro, que desde esta nueva mirada apenas estorba. Ya fue. El exilio, que alguna vez fue el peor de los castigos, hoy es la norma: el interno. Las nuevas fronteras empiezan y terminan en el escarpado territorio del yo, erigido ahora en soberano.
La cultura que impera es la de la primera persona del singular. La cultura del selfie. Mis vacaciones, mi familia, lo que yo hice, la injusticia que cometieron conmigo, mis intereses, lo que yo quiero, mi filosofía de vida: yo, yo y, por supuesto, solo yo y nadie más. Todo adquiere proporciones hiperbólicas alrededor de quien no puede ver más allá de sí. La cooperación y la solidaridad que nos han permitido llegar hasta aquí pasan a ser virtudes menores, propias de aburridos altruistas moralmente elevados, no de gente sencilla y noble que empatiza con los demás. La corriente ética dominante es el relativismo. Nada es verdad ni mentira en este mundo traidor, como repiten los esnobs al evocar a Campoamor.
Este nuevo Zeitgeist ha llegado para quedarse, arrastrando consigo las consecuencias indeseadas de todo antivalor: el alto concepto de sí mismo y la indiferencia hacia los demás. Conviene, por ello, desconfiar de quienes, además de ser exclusivamente autorreferenciales, supuran dolor mientras mascullan lo que sienten, amparados en la creencia de haber sufrido más que nadie. Quienes así piensan cargan con el pesado lastre de un ego desmesurado; de otro modo, no les cabría tanto sufrimiento.
La cultura del selfie. Mis vacaciones, mi familia, lo que yo hice, la injusticia que cometieron conmigo, mis intereses, lo que yo quiero, mi filosofía de vida: yo, yo y, por supuesto, solo yo y nadie más.
Suele creerse que el ególatra es apenas un pedante orgulloso que pretende imponer su opinión a toda costa, y lo es. Pero también puede ser quien se asume como víctima permanente y cree que todos están contra él. La paranoia y la sensación de persecución que orientan la conducta del que se victimiza de manera constante son rasgos inequívocos de su egolatría. Por eso, para él no se sufre: él sufre. Incluso su dolor debe ser superior al de todos los demás.
Nadie está exento del yoísmo que atraviesa nuestra época. Conviene, entonces, mantenernos atentos, como funambulistas frente al precipicio, aferrados a aquellos valores que, a través de los siglos, han sido virtudes cardinales y nos han servido de guía cuando los meandros del confuso laberinto de la vida se bifurcan, dejándonos desorientados y aturdidos, pero aún con el deseo de hallar el único camino que garantiza la salida: la bocanada de aire fresco que representa la paz que cada quien busca, incesantemente, a su manera.
Cuanto antes comprendamos que somos uno más entre los miles de millones que han dejado su aliento sobre esta faz de la tierra, y hagamos propia la idea de que no partiremos la historia en un antes y un después; cuando asumamos que somos tan ordinarios como los miles de millones de seres humanos que comparten nuestro tiempo, viviremos conscientes de la elipsis que somos entre la nada y el horizonte. Tendremos como única esperanza —si es que hace falta— la ilusión de que nuestra insignificante impronta, a lo sumo, perdurará en la memoria de unos pocos seres queridos. Y si ni siquiera eso ocurre, ¿qué más da? La vida habrá sido vivida, y eso basta.
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