La historia nos atraviesa movilizando los sentidos de la corporalidad, los deseos y lo geográfico. La vida social se construye para ponernos de acuerdos  y que se  abran los puentes para el entendimiento. A veces miramos esas rutas navegables, pero en otra ocasión enfrentamos el dolor y el horror por actos punitivos contra las personas por un sistema indeseable y por los prejuicios que se elaboran desde diversos ámbitos del poder, en especial esos que son manejados por los Estados autoritarios.

Este relato será una crónica sobre el dolor y el aparcamiento de los afrodescendientes, apátridas y migrantes. Todos ellos o ellas de una manera u otra están abrazados por un sistema político que elabora cadenas, usa la mano de obra y luego la declara bajo un régimen jurídico de  ilegalidad. Esos seres humanos calculan cada centavo para extraer buenos dividendos para sus bolsillos. No le importa la dignidad humana, ni mucho menos lo que les pasa a sus trabajadores. Son de la opinión de que otros trabajadores llegarán, por eso viven al acecho de aprovechar la oportunidad de dicha fuerza de trabajo, a la vez que los rastrean para anular sus espacios sociales. Éste  poder lo imponen, una y otra vez, según sus necesidades de mercado de mano de obra. Con estos individuos yo tengo algo personal desde lo humano. En la mayoría de los casos son apoyados por un Estado autoritario. El cual puede utilizar a estos trabajadores o ponerlos como conejillos de indias para tapar otros problemas de índole económico o político.

Lo que está claro para cualquier científico social  es que los migrantes sin papeles o los llamados “inmigrantes ilegales” puedan moverse con autonomía e independencia, según lo necesite el poder. Cuando ya le resultan problemáticos dichos trabajadores, por otras variables sociales o económicas, suelen deportarlos o someterlos a violencias y aparcamientos que horrorizan, a cualquier mortal. Es en ese momento que se abren los relatos de amenazas y persecuciones que llenan de miedo a los trabajadores y trabajadoras migrantes.

La vida de los migrantes afrodescendientes y apátridas que residen en el país es de hacinamiento y de bajo acceso a recursos, por eso presentan condiciones de suma vulnerabilidad. Ni siquiera quiero llamarlo extranjeros, son afrodescendientes que están siendo  expulsados y violentados, tan solo por su etnia, pobreza y color. Por donde quiera se construyen relatos basados en mentiras, intimidación y chantaje. Se busca el pedigree desde lejanos confines y se recurre a la expulsión usando métodos violentos, por no tener la protección que le dan los papeles de la supuesta legalidad. La vulnerabilidad es múltiple  para los migrantes haitianos en la República Dominicana. Me duele ese trato que reciben de las autoridades y de personas que parecen ser de otro planeta, como si el concepto de lo humano, no cuela  por su biología.

Yo siempre pienso que el objetivo  del Estado es crear seguridad para los ciudadanos y ciudadanas.  ¿En qué lugar de ese viejo proyecto decimonónico de Estado/nación se garantiza la vida comunitaria, la seguridad de  los seres humanos que la habitan e inclusive los migrantes, sin importar el estatus de clase?  A dónde podrán ir aquellos que se trasladan a territorios diferentes del que nacieron buscando seguridad, en esos lugares donde piensan que estarán más seguros, lo que encuentran es la violación de sus derechos humanos fundamentales  e incluso  la muerte.

Es posible que recurramos a una nueva cosmología que nos permita descifrar un mundo tecnológico de avances científicos, pero con poco amor y piedad por los que sufren o no tienen un techo, trabajo o puedan recibir ayuda hospitalarias según las normas de la civilidad. Los trabajadores y trabajadoras migrantes necesitan reproducir su fuerza de trabajo. En un plan básico tienen que estar integrados a una cultura de paz, acceso a los servicios y los medios para lograr vivir con decencia, para suplir las necesidades  básicas para su propia  existencia. Ellos necesitan ocio, esparcimiento y un salario digno. Lo que escucho y veo en las calles dominicanas sobre los migrantes haitianos es pura violencia, frases de odio y expresiones que no reflejan el amor al prójimo.

La epidemia de xenofobia, racismo y odio es la pandemia que pulula en la isla. Esto obedece a un  modelo social antiguo que no garantiza la proximidad. Ya que tiene una lógica de fractura y de dolor por compartir tres siglos de esclavización y un colorido que muestra la diferencia de color con los europeos. Las ideas rancias coloniales se imponen entre los blancos de leche, porque se crea bajo estándares de jerarquías rígidas y adefesios jurídicos colonialistas. Esos hombres de color que se creen blancos  no soportan el espejo con que se miran frente a los haitianos, pues rechazan su propia afrodescendencia.  Las élites racistas se acompañan de plagas que podrían llamarse perfectamente gérmenes sociales insalubres que producen enfermedades psicosociales.  Estos agentes del odio  solo sirven para crear una cultura violenta. ¿Qué grupos humanos legitiman tanta maldad y tienen tan poca vergüenza social?

Este es un sistema inoperante, incluso hasta para aquellos que supuestamente tienen por derecho garantía de ciudadanía. Es ese mismo poder el que decreta la muerte para las mujeres parturientas en labores de parto.  Hace días una mujer haitiana con mucho miedo y deseo de  vivir se murió pariendo sola en su pequeña sala en El Seibo, para evitar la deportación. Un horror inconmensurable.

No acepto ese protocolo migratorio que se aplica en los hospitales públicos del país. Nadie protegió o ayudó  a esta mujer que tuvo que parir en condiciones insalubres y sin ayuda médica. Solo tuvo la mirada del odio. No pudo concebir como pudo esa mujer pujar una criatura y  desangrarse frente a los ojos de sus vecinos. Siento la soledad y el desamparo de esta mujer digna de Dios en mi propio cuerpo.  Fue también mi propio útero que se desgarró. Eso da vergüenza social y una pena que no puede aguantarse en el pecho.

Empero esa es la experiencia vivida en esta isla. Así historizo ese horror de la sociedad dominicana actual que se ciega con el odio contra los inmigrantes haitianos.   Cuando era una niña me enseñaron que los dominicanos y dominicanas éramos personas amigables y hospitalarias.  No quiero perder esa enseñanza que pude contactar en mi vida de adulta.

Veo a tantas personas decirme que las mujeres parturientas deben irse a parir a su país y que está mal invertir  el dinero de los hospitales en inmigrantes ilegales. Esos Dominicanos  sostienen que no deben ser atendidas las mujeres haitianas parturientas en los hospitales públicos. De acuerdo con mis conocimientos sobre la ley de salud, es un mandato velar por el bienestar y la salud, ya que es  un derecho de todos, todas, incluidos los inmigrantes. A dónde vamos a llegar con medidas tan arbitrarias que dañan la dignidad humana y violan nuestra propia Ley General de Salud No. 42- 01  y hasta la misma Constitución dominicana.

Yo siempre me hago la pregunta, qué tan grande es el poder coercitivo de las élites contra  las  fuerzas de los ciudadanos conscientes de sus propios derechos, y de la huella histórica que han garantizado, la transformación y la capacidad de imponer un orden político democrático.  Los migrantes son seres humanos, no importa que no estén bajo reglas jurídicas de legalización. La República Dominicana debe garantizar sus derechos. Las medidas que adopta el Estado no pueden romper la dignidad, ni la asistencia de salud.

Entiendo todo lo que está relacionado con el estado de derecho republicano, pero no puedo asumir el poder de la violencia contra otro ser humano. Crear un plan de legalización es un derecho del Estado dominicano. Yo no niego ese derecho, pero quítales el derecho de asistencia médica venga de donde venga es una acto de horrenda violencia y odio contra otro ser humano. Soy cristiana y creo en un Dios de amor, no de odio, venganza o daño a un tercero. Estoy indignada, me duele esa mujer y  todas las personas que hoy están siendo violentados sus derechos. Qué vergüenza señor Presidente.

Fátima Portorreal

Antropóloga

Antropóloga. Activista por los derechos civiles. Defensora de las mujeres y los hombres que trabajan la tierra. Instagram: fatimaportlir

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