Querido:
He leído tu libro, y yo que, impuro, no superaría ante el tribunal Osiris, al menos no en su totalidad, la confesión negativa del Libro de los Muertos, tengo la certeza de que tú sí que has contribuido con tu obra a la justicia verdadera de la razón poética del mundo. Otra es ya para mí, y para siempre, la concepción del alma y del corazón y del cuerpo de los símbolos, la poética como razón científica del ser animado por la palabra.
Has escrito un libro que es, para el ser intemporal de la existencia, un espejo sin reflejo de la zona invisible del conocimiento y la cultura contemporánea, huellas persuasivas que por la senda que dejaron al alejarse de nosotros los antiguos dioses conducen a la paradójica epifanía del futuro, la toma de conciencia de una nueva realidad en la que están contenidas todas las corporeidades del pasado, desde la desnudez del génesis a la complejidad semiótica de los algoritmos, última máscara del indecible sujeto contemporáneo.
Es admirable tu capacidad para dar cuenta de la zona oculta tras la pluralidad semiótica del discurso social, amoroso, político, que conceptualiza la física del cuerpo estructurante de los símbolos. No es fácil, antes de tu hallazgo, vincular a los telómeros con los cromosomas de Dorian Gray y hacer que el reloj genético invierta su curso hacia la juventud pasa de la sabiduría como tú lo haces, el tiempo y la epigenética indefectiblemente son ahora las mismas manos con las que Homero saluda, y estrecha, las de Unamuno y Borges.
Todo es inmensamente circular en la rotunda y cavilosa belleza de tu ensayo, un reflexionar expansivo como la piel brechtiana, esto es, comunicativa, vivísima en su acercamiento a la alteridad como propia condición del otro, el semejante, el mismo. Ahí están, también, las cicatrices, el tatuaje, el lenguaje impreso en las heridas por la microfísica de los poderes y el dominio, el lunar analógico de en el rostro de las musas de Durero o de Chirico, cara a cara bajo el mismo sol de entonces y del fugaz ahora.
Es esa búsqueda, pienso yo, de identidades translaticias la que otorga una sorpresiva monumentalidad al más preciso y mínimo detalle, los secretos vínculos, las mágicas anatomías que comparten la armonía de los astros y la fisicidad de la condición humana, las proporciones entre la cabeza platónica y aquella otra que el afilador de guillotinas hizo rodar hasta los pies de Robespierre. No sé desde que grado y condición de aprendiz de la locura te leo, pero sé que alguna temperatura de lo tuyo deshiela la frialdad en el cerebro de lo aún desconocido. Pienso entonces que tus palabras, ese ordenamiento del ruido en la periferia del ángel, parafraseando a Tristán Tzara, se constituye en el rastreo de la única posibilidad de entendimiento que hoy por hoy tenemos como averiguación de nuestro lugar en el no lugar de la futurible conciencia del universo, y eso, querido y lúcido amigo, es hoy el mayor desafío de todas las poéticas del pensamiento filosófico y artístico.
Sonrío al mantener la hipótesis de que Freud nació en Mesopotamia y la belleza no cumple ningún otro deber que la desobedecer su encargo, esto no lo dices tú, pero fluye en mí como un mistérico recado entre tus páginas, deseo, transferencia y erotismo de lo que cifrado está en el pensamiento combinatorio de los números y el racionalismo excorporis del texto, donaciones (y su posibilidad de rechazo) que de otro orbe significativo vienen. Oh, Captain, my Captain, no estoy leyendo tu libro, camino por tu libro, con los pies comprensivos del lenguaje, sí, pero también con el de las delicadas ratitas de la ópera que le roen los pies a Degas.
En fin, no volveré sobre lo que te llevo escrito para no borrarlo todo e intentar de nuevo darte acuse, aunque sea tan torpe, de tus inabarcables páginas, una Vía Láctea de la corporalidad humana. Mucho me identifico con tu brillante análisis sobre la erodiversidad y las que, a pesar de su aparente modernidad, son resacralizaciones de los remotos mitos de Afrodita. Bien, querido Jochy, si a estas alturas de la carta no me has metido ya entre las conjugaciones del sujeto delirante, concluiré estas líneas, solo dictadas desde la cómplice amistad y el cariño, reiterando el gozo, y goce, que es leerte, una prolongación sin límite del verdadero placer del alma que desafía a la muerte. Un abrazo cuántico para ti.
Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957) es poeta, ensayista y grabadista. Premio de la Crítica y Premio Nacional de Poesía de España. Carne y alma. Imágenes de la corporalidad (Huerga & Fierro, Madrid 2025) es la más reciente obra de Jochy Herrera, Premio Nacional de Ensayo 2024.
Noticias relacionadas
Compartir esta nota