Cuenta la leyenda que Alfred Grévin fue el creador de los primeros personajes de cera que se exhibieron en Francia. Esto ocurría en algún momento del siglo XIX y si bien la «idea de negocios» con todo y capital fue del señor Meyer, el recinto lleva el nombre del artista: Musée Grévin.
No le guardo rencor a don Alfred, aunque debería, pues por su culpa estuve un domingo, frío y feo, esperando en plena calle, para entrar a dicho sitio. La cola, como es típico en París, era larga y lenta y, si me permiten el símil gastado, parecía una serpiente aburrida. Yo no deseaba otra cosa salvo largarme de allí, no me importaba que los boletos ya estuvieran pagados.
Antes de entrar, nos obligaron a pasar nuestras mochilas por un flamante detector de metales. Seguridad perfecta, que hace unos días no funcionó, ya que los muchachos de Greenpeace decidieron empezar el mes de junio de manera ruidosa y creativa. En dos patadas entraron disfrazados de turistas extenuados y se llevaron la estatua de Emmanuel Macron, el ínclito presidente de Francia, (¿agregó comillas a esa palabreja?).
Dijeron que trabajaban en el taller de reparaciones del museo y que ya le tocaba la revisión de los 20 mil kilómetros. Nadie dudó de su palabra. Acto seguido, tomaron la salida de emergencia, no sin antes dejar una atenta nota en la que agradecían el préstamo y aseguraban que, en un par de días, la devolverían intacta.
Aquella misma mañana del dos de junio, don Emmanuel apareció frente a la Embajada de Rusia. Así protestaron contra la doble cara del gobierno francés, puesto que, con una mano condenó la invasión a Ucrania y, con la otra, no ha dejado de celebrar negocios con monsieur Putin: «Business is business», decían las beligerantes pancartas que el presidente contemplaba con su sonrisa, que de tan radiante, parecía de verdad. Según la ONG, en lo que va del año, Francia compró y compró litros y más litros de gas ruso, tanto como ningún otro país europeo. Estas compras –¿de pánico? ¿Acaso había promociones: compre uno y llévese dos?–, generaron unos tres mil millones de euros de ganancia, los cuales sirvieron para financiar la guerra y, por supuesto, para calentar un poco más el planeta.
El director del museo, Yves Delhommeau quedó como tonto en un principio (ni las alarmas sonaron, ni nadie de su personal se dio cuenta de lo sucedido) y solo deseó que los activistas no maltrataran la figura, que bastante dinero había costado. Luego, cuando la regresaron, pensó si no sería mejor esconder a los personajes políticos. ¿Se refería a los de cera o a los de carne, huesos y pescuezo? Después, recordó otros incidentes similares: En 2014, a alguien le dio por apuñalar la estatua de Vladimir Putin, razón por la cual ya no la podemos apreciar y años antes, la de George Marchais (el otrora líder del partido comunista, a quien no tenía el gusto de conocer) fue arrojada a la jaula de los osos, en el Jardin des plantes.
Eso sí, nadie le preguntó ni al director ni al presidente de la república por el barquito Warrior Rainbow, que hace casi cuarenta años los servicios secretos franceses hundieron sin una pizca de empatía ecologista y con un fotógrafo adentro, allá por los rumbos de Nueva Zelanda.
En efecto, la agrupación Paz Verde, que suena mejor en inglés, nació a inicios de los años 70 y su primera protesta fue contra las pruebas de armas nucleares que Estados Unidos de Norteamérica, es decir, la nación que se jacta de velar por la democracia interplanetaria, llevó a cabo en Alaska. La operación no cuajó, pero ellos se volvieron famosos, a tal punto que les dieron ese barco para poder llevar su activismo por todos lados. Es más, en 1985 volvieron a inconformarse porque el gobierno franchute estaba haciendo lo mismo: probar bombas y bombones nucleares en alguna isla perdida del Pacifico, hasta que Mitterrand se enojó y a los chicos de Greenpeace se les nubló su arcoíris, pero esa es otra historia…
En fin, sé que ya no sería original si se sirven otra vez de un muñeco de cera, pero ¿ya pensaron en las piñatas? Los agremiados de México estarían encantados de conseguir unos monigotes coloridos que nos recuerden a los dirigentes actuales. ¿Quién no donaría diez dólares o diez arbolitos para darle de palos a estos carismáticos y comprometidos políticos, aunque fuera por un par de segundos? Sin duda, la fila sería tan concurrida como la que uno hace en el Museo Grévin.
Compartir esta nota