Ladrón es un término fuerte; más fino es decir corrupto. La corrupción es el vocablo que se aplica al robo de cuello blanco. Aterra menos que la delincuencia callejera porque se siente más distante y no expone la carne al ataque directo.
Se asume que ocurre, hasta sin sentencia judicial. Se reprueba, molesta, hasta enfurece, pero con frecuencia no se sabe cómo la corrupción impacta nuestras vidas, más allá del malestar emocional que produce (cuando lo produce).
Corruptos pueden ser los ricos y la clase media, no rateros. El raterismo es de los pobres que robaban gallinas y arrancaban monederos.
Los ladrones son rateros de mayor rango: roban autos, penetran a una vivienda, asaltan a mano armada. Mantienen la población en vilo, como en una guerra, y obligan a poner rejas y guardianes.
La palabra corrupto diluye de hecho en la semántica la magnitud del problema. Son ladrones disfrazados de honestidad hasta que se devela el escándalo del robo (cuando se devela).
Una vez, una lectora me escribió diciendo que en la sociedad dominicana hay un ladronismo cultural, que robar es algo natural. Pensé entonces que, de ser así, hay muchos ladrones de todo tipo que nunca pagan sus culpas.
Otro comentarista me escribió una vez diciendo que, a pesar de todos los escándalos de corrupción, en el Gobierno hay muchos funcionarios honestos. Válida la observación, aunque cada día se cuestiona ese argumento ante nuevos escándalos: ahora el del Seguro Nacional de Salud (SENASA).
La corrupción y el ladronismo aumentan la desconfianza social, el desencanto con los políticos y nos deshumanizan.
Ante la desconfianza, se juzga con generalizaciones que inflan el negativismo.
Se asume, y evidencias no faltan, que la política enriquece ilegalmente. Por eso la población juzga tan duramente a los políticos, aunque inicialmente quieran creer en ellos.
Y ahí no termina. Hay también corruptos en el sector privado. Mucha de la corrupción que la justicia devela es un entramado público-privado.
Castigar a los corruptos es la solución, dicen muchos.
Entonces, me pregunto: ¿Cómo castigar tantos corruptos, entre ellos, potentados? ¿Cómo establecer los parámetros de la corrupción? Es decir, ¿cuál debe ser la magnitud del robo para ser castigado? ¿Quién tiene autoridad para hacer las determinaciones? ¿Basta con el espectáculo?
Solo una decisión firme del Gobierno (sobre todo del presidente) permite combatir la corrupción público-privada. Lamentablemente, la evidencia indica que en cada Gobierno siguen las fechorías, y de gran escala.
Siempre aparecen funcionarios tentados al robo, sin la ética más esencial que debería tener todo ser humano. Piensan quizás que no serán sometidos legalmente por sus fechorías, y que, si ocurriera, tarde o temprano saldrán ilesos, aun sea con su honorabilidad manchada.
Si los corruptos son potentados, tendrán buenos abogados en la barra de defensa y contarán con el espectáculo mediático que sirve de soporte público a los grandes corruptos: unos los atacan y otros los defienden.
La palabra corrupto diluye de hecho en la semántica la magnitud del problema. Son ladrones disfrazados de honestidad hasta que se devela el escándalo del robo (cuando se devela).
Los segundos gobiernos son azarosos porque sale pus de lo mal hecho. Dilema para el PRM que llegó al poder con el manto de la anticorrupción.
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