“Ninguna guerra es justa a menos que sea necesaria”. Cicerón.
Siguiendo de cerca los últimos movimientos de los principales líderes europeos emerge una inquietante paradoja. Por un lado, los vemos proclamando la defensa de la democracia mientras multiplican los presupuestos militares, reabren viejos arsenales, agitan el fantasma de la “inminente” amenaza del oso ruso y discuten la posibilidad de confiscar los activos soberanos de Rusia para financiar una guerra que comienza a devorar su propia estabilidad interna.
La revista The Economist reveló que la Unión Europea y el Reino Unido necesitarán cerca de 400 mil millones de dólares en los próximos cuatro años para seguir sosteniendo el esfuerzo bélico y el apoyo presupuestario de Ucrania. Para que los dominicanos tengamos una idea de la magnitud de esa cifra, equivale a más de tres veces el PIB anual de nuestra pequeña isla. Aunque no lo digan abiertamente, ese financiamiento, concebido para infligir una derrota estratégica a Rusia, diezmarla y arrinconarla, se ha convertido en una auténtica pesadilla contable para los ministros de Finanzas europeos.
Lo más grave es que esa supuesta “necesidad moral” de mantener la guerra no es más que una coartada para proceder con el despojo de los fondos rusos congelados, una nefasta maniobra que encuentra opositores dentro de la propia Unión Europea.
Incluso el Fondo Monetario Internacional, de acuerdo con su portavoz Julie Kozack, advirtió que tal decisión debe sustentarse en fundamentos legales sólidos para evitar riesgos de litigios, contramedidas y desestabilización del sistema monetario internacional. A pesar de esas advertencias, la apropiación de los activos rusos, valorados en total en unos 300 mil millones de euros, se perfila como la única vía de supervivencia del frente occidental. Así, todo parece indicar que en Bruselas, Berlín y Londres, la solidaridad fue desplazada por la viabilidad, aunque ello implique el desprecio de las normas más elementales del derecho internacional.
Europa busca todas las formas posibles de seguir apoyando a Ucrania mientras preserva recursos para su propio rearme que se vislumbra de proporciones colosales. Uno de los atajos más recientes es el plan eufemísticamente denominado “préstamo de reparación” que consiste en usar los activos rusos inmovilizados -más de 200 mil millones de euros depositados en bancos europeos- como garantía para financiar al régimen de Kiev, al que ellos mismos califican como el más corrupto del continente.
Nadie quiere pronunciar la palabra “confiscación”, aunque en la práctica eso es exactamente lo que representa.
Bélgica, sede del sistema Euroclear donde se concentran esos fondos, ya manifestó su alarma ante los riesgos legales y financieros de semejante aventura. Pero las exigencias de Zelenski, con las tropas rusas casi cercando Járkov, son continuas y apremiantes, y terminan convirtiéndose en presiones insoportables para Europa.
En última instancia, serán los contribuyentes europeos quienes paguen la factura. El precitado The Economist, vocero de la ortodoxia liberal europea, lo dejó claro: “la confiscación se llevará a cabo, con o sin resistencia belga”. Esa frase resume la lógica de quienes, incapaces de sostener la guerra con sus propios presupuestos, prefieren saquear el patrimonio ajeno bajo la bandera de la justicia. Moscú lo califica abiertamente de robo, y no le falta razón porque se trata de una violación flagrante al principio de inmunidad soberana, piedra angular del sistema financiero internacional.
A esta maniobra económica se suma un inquietante impulso belicista.
Como en los años treinta del siglo pasado, Alemania planea gastar 377 mil millones de euros en un rearme sin precedentes, decidida a convertir la Bundeswehr en el ejército convencional más poderoso de Europa. ¿No recuerda este programa el auge previo al delirio hitleriano que desató la mayor catástrofe humanitaria e infraestructural en cinco siglos? En la cesta militar hay de todo y, obviamente, los grandes proveedores serán los gigantes complejos militares- industriales de Alemania y Estados Unidos.
El canciller Friedrich Merz ha proclamado que para 2029 Alemania estará lista para la guerra. Su ministro de Defensa, Boris Pistorius, fue todavía más explícito al afirmar que el ejército debe estar preparado para matar soldados rusos si la disuasión fracasa. En ese lenguaje, “disuasión” significa en realidad voluntad de confrontación, no prudencia. La realidad es que Alemania busca nuevamente el liderazgo militar de Europa con la bendición de Bruselas y el aplauso de Washington. Es un claro deslizamiento hacia un “Cuarto Reich” económico y armamentista que, lejos de garantizar la paz, la posterga bajo la ilusión de la superioridad y la fuerza.
Ya sabemos cómo terminó aquella “disuasión” alemana en los campos rusos durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de ello, hoy algunos no alcanzan a ver que los actuales movimientos de Berlín derivan en una peligrosa resurrección del viejo impulso de dominación que llevó al continente a su mayor tragedia. Lo más inquietante es que otros comienzan a aplaudir esa deriva. El ministro belga Theo Francken llegó a afirmar en una entrevista que la OTAN podría “borrar Moscú del mapa” ante una eventual agresión nuclear rusa. Aunque luego matizó sus palabras alegando que hablaba en el marco de la doctrina de disuasión, su tono revela una psicosis colectiva que ya no distingue entre defensa y delirio.
La confiscación de los activos rusos no es un acto de justicia sino de desesperación. El verdadero motivo no está en Ucrania sino en la propia Europa. Los gigantescos planes de rearme, la inflación, la crisis industrial y la pérdida de competitividad vacían aceleradamente los presupuestos nacionales. Lo que antes se destinaba al bienestar social o a la transición ecológica ahora se desvía a la fabricación de misiles, drones y tanques.
Europa ya no confía en su prosperidad para financiar la guerra: necesita apropiarse del dinero ajeno para sostener una política que se devora a sí misma. Y cuando eso ocurre, cuando el saqueo se disfraza de virtud, el declive deja de ser una advertencia y se convierte en destino.
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