Debía tener aproximadamente entre 7 y 10 años cuando mis padres me llevaron por primera vez a este mágico pueblo. Recuerdo mi ilusión desde la noche anterior al viaje. No se me olvida lo impresionado que estuve con su playa: su azul intenso, su brisa fuerte, el celo de mi viejo para que no me alejara de la orilla, el cuidado de mi madre para que me comiera el manjar playero tradicional de la época, que había preparado con tanto amor: espaguetis con moro de habichuelas rojas. Ese fue mi primer feliz encuentro con este lugar.
Pasarían los años hasta que, ya de adulto y con familia, redescubrí este destino de la costa norte. Este fascinante proceso me ha tomado los últimos quince años de mi vida y no espero perderlo. Me ha permitido conocer su rica historia: saber que por aquí hubo asentamientos de nuestros antepasados taínos; que quizás a ellos se deba su nombre, o, en su defecto, al término francés Cabaret; que desde finales del siglo XIX se radicaron en esta zona los primeros agricultores y pescadores; que, según alguna reseña, el patricio Juan Pablo Duarte, tras la independencia de la República y su posterior persecución, anduvo por estos lares; que, entre las décadas de los sesenta y ochenta del siglo pasado, era la playa cautiva de los mocanos.
Sin embargo, ha sido en estas dos últimas décadas cuando he descubierto los múltiples encantos de este terruño: la laboriosidad y bondad de su gente, la amalgama de atractivos naturales que ofrece, su mar y montaña, su azul y verde. En la pequeña extensión territorial que comprende, he vivido experiencias inolvidables. He apreciado la vida y sus cosas sencillas, pero indelebles. He conocido prácticamente cada uno de sus rincones. Sus secretos. He sido feliz. Aquí, desde el balcón de mi pequeño refugio frente al mar, suelo deleitarme con la poesía que encierran su océano y cielo pintados de tonalidades de azul. Azul, mi embriagante azul. Esa infinita pradera de agua en movimiento que me hace evocar a Neruda cuando, en su bellísima Oda al mar, nos confiesa:
“Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy dormido
de algún modo magnético circulo
en la universidad del oleaje.”
En esta kilométrica playa de Cabarete vivo. Me dejo vestir por su espuma, sumergirme en sus aguas tibias, danzar con el erotismo de sus olas y arrullarme con su perenne sonido. Saboreo su sal. Aquí corro o camino por su orilla. Contemplo las esculturas de las nubes en su cielo, las golondrinas que se enamoran en su vuelo, los multicolores kites navegando por nuestro pedazo de mar que mis ojos agradecen. Me dejo acariciar por su viento tenue o fuerte. Me embrujo con su contemplación. Me deleito con las gotas de cielo cayendo sobre las olas, con la puesta del astro sol al despuntar el alba o, cuando emerge la imponente luna de su infinita vista, con la estela luminosa que deja su reflejo en la planicie marina. Cuando leo o escribo estas líneas empapadas de salitre y sentimiento que ahora comparto. Vuelvo a ser niño. Me siento libre porque me sustraigo de los chantajes de la razón, como dice Cortez.
También he explorado sus montañas, que cual centinelas bordean su franja sur. En el Parque Nacional El Choco viví una historia fascinante. Transcurría el verano de 2017, cuando, junto a mis dos hijos, optamos por hacer una ruta en bicicleta de montaña. Salimos del centro de Cabarete a las 9:00 a.m., con la idea de cruzar por El Choco hasta la carretera de Jamao, y retornar, como ya habíamos hecho en otra ocasión. Sin embargo, a mitad del recorrido, a Enzo —el inquieto— se le ocurrió la feliz idea de cambiarla, de hacer ahora “la alternativa”. Nos sugirió internarnos en el centro del parque y regresar al pueblo por pleno monte. Los primeros kilómetros fueron fáciles; los demás, totalmente despoblados, llenos de incertidumbre. Literalmente nos perdimos y pasamos cerca de seis horas sin saber cómo salir. Sin comida, con la reserva de agua y la batería de los celulares casi agotadas, para darnos ánimo y relajarnos, evoqué en un momento al humor de El Chapulín Colorado, cuando nos aconsejaba: “¡Que no panda el cúnico!”. Entre un bosque tupido y rocas gigantes nunca vistas anduvimos, solitos en el mundo. Estuvimos a punto de llamar al 911 con el único móvil con batería disponible —el de Tuto— para que nos rescataran. Ya nos imaginábamos un helicóptero lanzando una cuerda en la selva para treparnos. Una hazaña de película. Finalmente, seguimos los restos de mierda de vaca que nos llevaron hasta un potrero. Allí, un piadoso haitiano nos indicó que habíamos estado dando vueltas en u. A pesar del susto, fue una aventura inolvidable que ninguno de los tres olvidará, se tatuó con nosotros.
En este parque nacional también hemos disfrutado de sus cuevas y cenotes subterráneos. Una maravilla de agua cristalina y fría, fría, como el río del que canta Juan Luis. Asimismo, he navegado en kayak por la Laguna de Cabarete y Goleta, deleitándome con los vuelos sincronizados de sus aves y el cielo reflejado en su agua. Con la paz que ahí se respira. También he visitado el pequeño parque ecológico de Ruddy, en su Rugama Tours. Allí he comido una deliciosa comida criolla y hemos tomado una embarcación que recorre el río Yásica hasta la boca – su desembocadura en el mar- Son tres atracciones poco conocidas de la región que exhorto a descubrir o redescubrir. Con nuestro hijo surfista, Enzo, he visitado la Playa Encuentro. Nos hemos bañado en sus agitadas aguas, aunque no he accedido a su insistente invitación para aprender a surfear. Allí he admirado la destreza en este deporte, la belleza de su arte y del lugar que lo acoge: sus colores, ritmos y emociones.
No se puede dejar de conocer el pueblo de Cabarete: sus personajes, sus restaurantes en la playa, sus organizados vendedores playeros, su callejón de Chiche, el callejón de la Loma, etc. Aquí se conjugan culturas del mundo, juventud, ímpetu, alegría. Con razón se considera a Cabarete la capital de los deportes acuáticos del país. Aunque hoy también alberga una creciente comunidad de visitantes de la tercera edad. Un contraste interesante.
Actualmente, Cabarete muestra un empuje económico sin igual. Se están construyendo grandes proyectos inmobiliarios que generarán más de 500 unidades habitacionales en los próximos años. Se augura una diversificación de su destino turístico, que ya no solo atraerá a amantes de los deportes acuáticos, sino también del golf, tenis, pádel, ecoturismo, etc.
No podemos dejar de mencionar como una de las atracciones de este pueblo el tradicional Festival de Jazz. Durante décadas, ha sido uno de los principales eventos y ha dado origen a proyectos tan importantes como la escuela de música que funciona para niños de escasos recursos. Lamentablemente, hace poco falleció una de las pioneras de esta y otras iniciativas sociales: la Licda. María Elena Grateraux. El 20 y 21 de este mes se celebrará el festival de este año. Ojalá se le pueda rendir allí un merecido reconocimiento a esta apreciada colega y munícipe. Igualmente, que las autoridades y los patrocinadores privados puedan garantizar sus próximos montajes para que todo el pueblo asista y disfrute esta velada cultural, pues una mayor población pudiera asistir.
No obstante, urge mejorar Cabarete. Procurar un turismo sostenible. Propiciar un crecimiento inclusivo que beneficie a toda su población. Tiene añejas y sentidas necesidades colectivas que deben atenderse, por ejemplo, su sistema de alcantarillado y tratamiento de aguas negras, abastecimiento de agua potable, etc. También, debe evitarse que no se repitan aquí los graves problemas sociales de otros destinos vecinos. Esta no es solo tarea de las autoridades —que tienen la principal responsabilidad—, sino también de los inversionistas y de todos los sectores organizados de este emblemático y bello pueblo de nuestra costa norte. ¡Cabarete es una joya, pero debemos pulirla!
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