Ranchos y otros bienes de familias productoras de larga data en la comunidad agrícola Las Mercedes, municipio Pedernales, en la frontera sudoeste dominico-haitiana, acaban de ser derrumbados de un tirón por parte de agentes del Servicio Nacional de Protección Ambiental (Senpa), del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, amparados por guardias belicosos. Alegato: están dentro del perímetro del parque nacional Sierra de Baoruco.
Un argumento atractivo muy vendible en el escenario mediático donde concurren las corrientes opinión, que, casi seguro, concitará aplausos delirantes. La protección al medioambiente es un tema globalmente sensible y cualquiera, aun desnutrido de conciencia sobre ello, se monta en la ola.
Pero más al fondo, donde se mueven los hilos de las intenciones del discurso, bullen los intereses sobre la posibilidad de la existencia de bauxita y tierras raras con potencial explotable.
Y, según luce, se van como una tromba sobre esos recursos naturales, llevándose todo a su paso, incluyendo a los “intrusos”, viejos dueños de fincas, dedicados a la agricultura de secano y a la agropecuaria (chivos y ovejos).
Todos debemos apoyar la protección de los parques nacionales Baoruco y Jaragua delimitados en el territorio de la provincia Pedernales (casi 68% de 2,075 km cuadrados de la superficie del territorio) porque consisten en patrimonios naturales vitales para el ecosistema y son reconocidos internacionalmente, pero en alto riesgo de depredación de su guaconejo (para esencia de perfumes), canelilla, cedro, caoba, pino, iguanas, cotorras y abejas, además del lecho marino (pesca indiscriminada, incluyendo careyes) por parte haitianos y dominicanos que entran y salen como “Pedro por su casa” por rutas archiconocidas en la comunidad, menos por la autoridad.
Tal respaldo, sin embargo, no implica bajo ninguna circunstancia la aceptación de atropellos como la destrucción de casitas, empalizadas, piletas y cuantos bienes tenían familias asentadas varias décadas anteriores a la declaración del parque Sierra de Baoruco (1983).
No se trata de invasores de última hora que olfatearon el encarecimiento de los precios de las tierras a partir de los discursos oficiales de enriquecimiento si se explota las tierras raras y vuelven sobre la bauxita, o por el proyecto turístico en ejecución.
Esa gente jamás se imaginó parque nacional; mucho menos riquezas mineras en el subsuelo de sus fincas. Su oficio ha sido, durante los últimos 70 años, criar ganados y sembrar yuca, habichuelas y auyamas para sobrevivir en una provincia sumida en la pobreza multidimensional (casi 60 de cada cien personas) construida por la indolencia de los políticos en el poder y el sistema de planificación centrado en la urbe que segrega y excluye de inversión a las provincias..
El Gobierno, vía Mimarena, debió diagnosticar esa realidad y actuar desde la razón, no desde la arrogancia que siembra el poder en quienes, al usarlo, ignoran su característica efímera.
Si querían liberar terrenos del parque nacional, o despejar áreas para apetecidos proyectos mineros, lo correcto era conversar, convencer con argumentos reales y pagar el justo precio.
Pero resulta que el justo precio solo lo pagan a señores y señorotas de apellidos sonoros, quienes -de repente-, con el aval de agrimensores corruptos, ahora se aparecen en este sur, aduciendo que son dueños de los títulos de todas las parcelas de la provincia, incluyendo la 40 (gran parte del municipio Pedernales).
Actuando bien, las autoridades habrían evitado tan funesto precedente, el cual –de entrada- pone entredicho el respeto a derechos fundamentales consagrados en la Constitución y desdice de la justeza de la democracia que se pregona.
El exceso de poder concretado sin rubor en la histórica comunidad agrícola Las Mercedes, situada camino a Aceitillar-Pelempito, a diez minutos de Cabo Rojo y a 20 del pueblo, ha hallado abono en el estado de enajenación e indefensión de la comunidad inducido por políticos populistas y en el desenfoque de las organizaciones sociales y empresariales locales respecto de su rol frente a los desafíos actuales del proyecto turístico oficial y el hambre de tierras raras.
Cruzados de brazos, dispersos, mirando el árbol como el bosque, llegaremos a ninguna parte. O mejor: al hondón del despeñadero donde reina el caos generalizado y no hay retorno para la construcción del bienestar general y la preservación de la identidad.
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