Para describir a mi madre y poder expresar su nivel de sacrifico y abnegación, debo comenzar con una contextualización necesaria, mi abuelo paterno era vigilante nocturno de lo que entonces era el negocio de don Manuel de Jesús Perelló (don Masú) en Baní, negocio que con el tiempo se convertiría en Industrias Banilejas.

Mi abuela paterna, a quien no conocí, lavaba y planchaba ropa por encargo para ayudar a alimentar a sus cinco hijos, de los cuales mi padre era el menor.
Mi padre desde temprana edad alternaba la escuela con los oficios de limpiabotas y vendedor de dulces, hasta que siendo un adolescente decidió hablar con don Masú para solicitarle un trabajo fijo y poder ser más eficiente en la ayuda familiar. La solidaridad y buena disposición de quien en el tiempo sería un padre para mi padre no se hizo esperar, con la condición de que paralelamente debía estudiar comercio que era la usanza provincial de aquella época, se preparaba a los jóvenes en contabilidad, mecanografía y en algunos casos taquigrafía.
Mi padre dejó el trabajo de las calles y pasó a su primer trabajo formal en labores que incluía mensajería y limpieza interior y exterior del negocio. En esas labores de barrida de las aceras comenzó mi padre a ver a mi madre que cruzaba con dirección a la escuela por la acera del frente, y, según confiesa ella hoy, de manera deliberada un día cambió de acera para pasar más cerca de mi padre, pues había quedado prendada de su mirada y su sonrisa.
El tiempo y un par de cartas clandestinas dieron lugar a un amor para toda la vida. Mi madre, en contraste con mi padre, venía de una familia acomodada, mi abuelo materno era un trabajador del campo que había logrado poseer más de una propiedad de café en las lomas de la provincia y vivir dignamente en una posición socialmente antípoda con la situación familiar de mi padre.
Como no hay nada oculto bajo el sol, con una carta interceptada en una ventana los amores fueron descubiertos y mi madre fue retirada de la escuela y llevada a vivir en una de las propiedades rurales de su familia en las lomas de Peravia, específicamente en la “Laguna de Valdesia”, donde mi padre se trasladaba a lomo de mulo por varias horas para “hacer esquina” y volver el mismo día, hasta que en una ocasión fue invitado a pasar.
Para no distraerme del objeto de este artículo voy a concluir esta parte de la historia diciendo que con el tiempo mi padre y mi madre se casaron, y que la relación de amor, respeto y consideración recíprocos que existió entre mi padre y mi abuelo materno no existió entre don Loló y ninguno de sus hijos.
Mi madre decidió seguir a mi padre en su aventura de vida y caminar junto a él un camino de trabajo, privaciones y sacrificios. Mi padre fue un hombre íntegro y trabajador, y por la gracia de Dios pudo trabajar para la familia Perelló que supo valorarlo, formarlo y permitirle crecer, hasta llegar a ser el auditor general de la compañía.
Todo eso significó un proceso lento pero sostenido de movilidad social durante el cual mi madre fue la ayuda idónea de mi padre; mi madre lavaba la ropa, limpiaba la casa y cocinaba, dicho sea de paso con carbón y fogón, y planchaba en las madrugadas, mientras mi padre y sus entonces 7 hijos dormíamos.
Mi madre hacia helados para vender entre los vecinos, cocía, zurcía nuestras ropas y nos hacia los abrigos que en esa época eran obligatorios en invierno, muy especialmente en diciembre, abrigos que, como los calzados, algunas prendas de vestir y los libros, seguían un riguroso orden sucesoral de un hermano a otro. A pesar de las precariedades siempre hubo una “bullita” de cumpleaños con refrescos que mi madre preparaba con agua de azúcar y rojo vegetal.
Mi madre fue nuestra enfermera y todo lo curaba con aspirina, con alguna unta y mucho amor. Recuerdo que nos curaba el “empacho” a nosotros y a todos los niños del vecindario. Nunca la vi quejarse, como nunca la vi desarreglada; todavía hoy, a sus 92 años, es muy difícil que alguien la pueda ver si “coloretes” y “polvos”, y sobre todo, según su propio decir, sin “el pico pintado”.
Mi madre tenía bonita letra, lo supe un día en que me mandó con una nota al colmado de la esquina a buscar el pan del desayuno hasta que mi padre volviera del trabajo al mediodía. A esa temprana edad solo pude valorar los trazos pues no sabía leer corrido, con el tiempo y los recuerdos familiares he aprendido a valorar el gesto implícito en aquella nota de una mujer que pudo repartir lo poco entre muchos, y que alojó en su vientre a nueve hijos y a diez en su corazón.
Con el tiempo, como es lógico suponer, mi madre ya tenía ayuda, alguien para cocinar, alguien para lavar y planchar, y carro con chofer (que era yo) para hacer compras y visitar amigas y familiares.
Hoy mi madre cosecha lo sembrado en la cálida paz de un hogar, por donde desfilan reverentes hijos, nietos y bisnietos, y donde su único afán es con esas manos amorosas que hoy son archivos de caricias y armada de agujetas y ovillos de colores, tejer paños de mesas y porta platos para nuestras casas y su casa, donde por la gracia de Dios y por la abnegación de ella y de aquel joven amable que un día la conquistó con su mirada y su sonrisa, y a lo mejor por haber aprendido a vivir con lo poco, hoy no le falta nada.
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