Como sacerdote, uno se convierte en un observador privilegiado —y a veces doloroso— de la conducta humana. Desde el altar, no solo se ve la fe del pueblo, sino también las grietas de nuestra idiosincrasia. Hay una escena que se repite y que, confieso, siempre me ha perturbado como lo hacen muchos pecados graves: el momento de la aspersión.

Durante algunos actos litúrgicos que tienen un momento de aspersión, paso por los bancos rociando el agua bendita. Veo cómo las gotas caen sobre los fieles, empapando frentes y vestimentas. Sin embargo, segundos después, veo a personas que se cambian de fila, se acercan al pasillo y me reclaman con urgencia: “Monseñor, a mí no me cayó, usted no me ha echado el agua”. Lo dicen mirándome a los ojos, mientras el agua les corre por el rostro. Su propia cara mojada las delata, pero la mentira sale de su boca con una naturalidad espantosa.

Esta anécdota, aparentemente trivial, es el espejo donde debemos mirarnos para entender los grandes escándalos de corrupción que sacuden al país, llámese el caso SENASA, operaciones Antipulpo, Medusa o cualquier otro entramado de corrupción administrativa. Lo que sucede en el banco de la iglesia y lo que sucede en el despacho público no son hechos aislados; son frutos del mismo árbol.

Empecemos por no mentir en lo poco, para poder ser fieles en lo mucho (Lc 16,10).

En la República Dominicana hemos institucionalizado una pedagogía peligrosa desde la infancia: la cultura del “tíguere”. Aprendemos muy temprano que ser honesto es sinónimo de ser “pendejo” o “pariguayo”. Aprendemos que el sistema no premia al que hace la fila, sino al que se “la busca”, al que se “engancha”, al que encuentra la brecha para sacar ventaja.

Cuando aquel feligrés me miente con la cara mojada, no lo hace por maldad pura, sino por una avaricia espiritual mal entendida. Quiere más agua, quiere asegurar su porción, quiere acaparar la gracia como si fuera una mercancía, y no le importa mentirle a la autoridad sagrada para conseguirlo.

¿No es esta la misma lógica del funcionario que, teniendo un buen salario, inventa viáticos, abulta nóminas o desvía recursos destinados a la salud de los más pobres?

La corrupción en nuestras instituciones no es un accidente; es la versión burocratizada y a gran escala de la mentira del agua bendita. Si un ciudadano es capaz de mentir ante Dios por unas gotas de agua —que de nada le sirven si el corazón está seco—, ¿qué freno moral tendrá ese mismo ciudadano cuando tenga frente a sí la posibilidad de enriquecerse con el presupuesto nacional?

El problema de fondo es que hemos disociado la fe de la ética y la astucia de la verdad. Hemos creado una sociedad de “vivos” donde la verdad es un obstáculo a sortear. El caso de SENASA y tantos otros nos duelen, pero nos sorprenden hipócritamente. Esos funcionarios no vinieron de Marte; salieron de nuestras escuelas, de nuestros barrios y, sí, también de nuestras iglesias y denominaciones religiosas. Son hijos de una sociedad que celebra el “buscársela” a cualquier precio.

Lo que sucede en el banco de la iglesia y lo que sucede en el despacho público no son hechos aislados; son frutos del mismo árbol.

No sanaremos nuestra nación solo con fiscales y leyes, aunque son imprescindibles. Sanaremos cuando entendamos que la integridad no es opcional. Mientras sigamos criando hijos para que sean “tígueres” en lugar de ciudadanos justos, seguiremos teniendo filas de gente con el rostro mojado jurando que están secos, y oficinas llenas de gente jurando que sirven al pueblo mientras se sirven a sí mismos.

La honestidad debe dejar de ser un acto heroico para convertirse en un hábito cotidiano. Empecemos por no mentir en lo poco, para poder ser fieles en lo mucho (Lc 16,10).

Mons Ramón Alfredo de la Cruz Baldera

Mons. Ramón Alfredo de la Cruz Baldera nació el 5 de julio de 1961 en la ciudad de San Francisco de Macorís. Para su formación sacerdotal, en 1977 fue enviado al Seminario Menor Santo Cura de Ars de la Diócesis de La Vega. Luego, en 1981, fue enviado al Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino (SPSTA) de la Arquidiócesis de Santo Domingo. En 1985 se trasladó a Alemania para estudiar en la Universidad Friedrich-Wilhelm de Bonn, donde se licenció y doctoró en Teología. Fue ordenado sacerdote el 12 de enero de 1991 y se incardinó en la Diócesis de San Francisco de Macorís. Como sacerdote ocupó los siguientes cargos: de 1991 a 1995: vicario parroquial de San Bartolomé en Gurabo, Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros y asistente del rector de la Universidad Católica Nordestana (UCNE); de 1992 a 1995: vicario parroquial de Santa Cruz en Nagua; de 1995 a 1996: párroco de San Pablo Apóstol, Los Rieles, en la Diócesis de San Francisco de Macorís; de 1995 a 1996: profesor de Escatología en la Universidad Católica Santo Domingo (UCSD); de 1996 a 2000: formador en el SPSTA; de 2000 a 2001: decano de filosofía y profesor de Antropología cristiana en el SPSTA. Además, de 2001 a 2004: vicerrector académico de la UCNE y luego, de 2004 a 2006 vicerrector ejecutivo; de 2006 a 2008: director del Departamento de Educación de la PUCMM; de 2008 a 2014: rector de la UCNE; de 2013 a 2015: rector del Instituto de Sacerdotes Diocesanos de Schönstatt para México, Centroamérica y el Caribe y presidente de la Asociación de Rectores Universitarios (ADRU); de 2015 a 2021: rector de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Además, ha publicado varios libros y artículos en diversas revistas. El 15 de mayo de 2021 el Papa Francisco lo designa obispo de San Francisco de Macorís en sustitución de Monseñor Fausto Ramón Mejía Vallejo. Recibió la consagración episcopal el 24 de julio de 2021.

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