Cuando, finalmente, después de 25 días de una espera interminable, el Ministerio Público presenta las primeras conclusiones sobre la muerte de Stephora Anne-Mircie Joseph, todo un país queda al descubierto. Una nación que preferimos negar, pero que existe, late y, lo peor, se reproduce.
La niña de origen haitiano, con apenas 11 años, falleció por la negligencia de quienes tenían la obligación de cuidarla y protegerla. Grabadas en cámara, esas personas estaban absortas en el “otro mundo” del chat de sus móviles, mientras lo real y lo urgente quedaba relegado a un segundo plano. Lo accesorio, fugaz y “relajante” se impuso sobre lo vital, como pasa a diario.
El Código del Menor (Ley 136-03) define la negligencia como la omisión, descuido o falta de atención de padres, tutores o responsables que ponga en riesgo la salud, educación, seguridad o desarrollo integral del niño, niña o adolescente (artículo 12). En el caso de Stephora, esa definición alcanzó su máxima expresión. Y aunque su tragedia nos sacude, es preciso señalar que en el Anuario de la Oficina Nacional de Estadísticas se registran otras muertes violentas similares que afectan a niños, niñas y adolescentes.
¿Hasta cuándo permitiremos que la negligencia, la indiferencia y el silencio cobren vidas, oculten crímenes y provoquen tragedias?
A esto se suma el aprendizaje social de una generación marcada por la indiferencia al dolor ajeno. Seis adolescentes vieron a Stephora pedir ayuda, aferrándose desesperadamente a la vida… y aun así, se fueron al otro lado de la piscina, precisa el Ministerio Público. Esa indiferencia no es aislada: la vemos en funcionarios que roban fondos públicos, en conductores que desprecian las señales de tránsito, en quienes usan los espacios digitales para difundir descrédito.
La indiferencia se aprende y se reproduce. Como esos seis estudiantes que prefirieron huir en lugar de dar la voz de alerta.
La estocada más dolorosa contra Stephora expone otra herida profunda de nuestra sociedad: el silencio y la complicidad frente a los privilegiados. Solo el grito desgarrador de su madre y la presión de la opinión pública lograron quebrar esa muralla de indiferencia. Entonces emerge, aunque nos incomode reconocerlo, un hilo estructural que atraviesa la muerte: el racismo, que afecta también a nuestros adolescentes, y fue otro componente que intentó invisibilizar la brutal manera en que la niña perdió la vida.
La pregunta que debemos responder es clara y urgente: ¿Hasta cuándo permitiremos que la negligencia, la indiferencia y el silencio cobren vidas, oculten crímenes y provoquen tragedias?
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