Para Basilio Belliard, vargasllosiano
Hay ciertos autores imprescindibles en una literatura: Vargas Llosa y Carlos Fuentes, los últimos mohicanos de la tribu novelística del Boom, fueron dos escritores que construyeron un mundo muy singular. Sus obras, con las que renovaron ampliamente el panorama de la literatura, se adelantaron a los tiempos. Fueron además dos entrañables amigos que se promovieron y se criticaron mutuamente con acabado profesionalismo, respeto y admiración. Pertenecieron a un momento indispensable para la literatura, pues gozaron de una gran fama y de un gran reconocimiento internacional. Aclamados por la crítica y los lectores de todo el mundo, pienso que ambos merecieron el Nobel. Aunque uno, injustamente, no lo ganó, el otro sí. Mientras que la Academia Sueca favoreció a Vargas Llosa con el galardón en el año 2010, Fuentes partió hacia el otro mundo, aunque ya lo había ganado, al igual que Borges, en el secreto deseo de sus lectores.
Los dos exploraron ampliamente la novela y la concibieron como un universo total, abierto a los grandes retos. Quiero decir, novela total porque en ambos casos, las fronteras del género se diluyeron, se hicieron añicos. El primero, intervino la novela desde una mirada tensa y cruda de la realidad, específicamente asentado en la historia contemporánea de la vida peruana. El segundo, explorando en los meandros de la cultura, el mito y lo fantástico. Ambos examinaron el género hacia dentro, con diferentes estilos y matices. Con ellos, la novela adquirió una expresión muy simbólica, conquistando, inaugurando así un territorio nuevo, nunca antes alcanzado.
Tanto Vargas Llosa como Fuentes tuvieron un definido sentido de la historia. Desde sus inicios, se solidarizaron con las grandes causas sociales como la Revolución cubana y la Revolución nicaragüense y, sobre todo, con los que llevaban a cabo expresas tareas políticas a favor de la solidaridad de los pueblos y de las grandes mayorías, cosa esta que lo encuadró en la franja de los llamados “escritores comprometidos”, una frase políticamente lapidaria que marcó una ideología muy en boga en los años sesenta, con el apogeo de la guerra fría y los gloriosos años del Boom.
Ese compromiso con las causas sociales inoculó en ellos un fervor tan intenso que duró poco tiempo y tuvieron que abjurar de la idea cuando Fidel Castro y la Revolución cubana tomaron el camino equivocado. Desertaron decepcionados, tiempo después de haber firmado las dos cartas dirigidas a Fidel Castro para que revisara el caso del poeta Heberto Padilla, quien fuera vilipendiado por el régimen, anulado por el aparato ideológico de Casa de las Américas, encarcelado luego injustamente y condenado al ostracismo. Sin embargo, el tiempo le dio a Vargas Llosa y a Carlos Fuentes sobradas razones sobre el inminente fracaso de esta desacertada fantasía política: hoy los dinosaurios del castrismo se ceban en sus errores como expertos románticos de la historia.
Los dos fueron grandes escritores, de los cuales Hispanoamérica y la lengua de Cervantes se enorgullecen. Los dos exploraron formas diferentes del ensayo y de la novela, mientras que a ambos les sirvió para promover la literatura latinoamericana y demostraron que el compromiso del tipo de intelectual orgánico como ellos no era la política, sino el ejercicio de la literatura como forma de compensación humana.
Cada vez que alguien se refiera a la novela en el siglo XX, tendrá que hablar de estos dos escritores, que ya pertenecen al mundo de los clásicos.
En Historia de un deicidio (Alfaguara 2021), la que fue su tesis doctoral en 1971, una monumental obra que le dedicó al universo narrativo de su admirado García Márquez, expone de manera sistemática su idea general sobre el arte de escribir novelas: “Escribir novelas es un acto de rebelión constante, una forma sutil de deicidio, pues, como una especie de divinidad escribidora, alcanza a crear otros mundos para corregir las limitaciones del que le ha tocado vivir” (pág. 81). En esta obra, el universo de su crítica es amplio, vasto y muy abarcador. En su crítica se nota el peso específico del académico y la profundidad conceptual del teórico. El ensayo de Vargas Llosa es más reflexivo, más hondo. Mucho más técnico, mientras que el de Fuentes explora las raíces de la historia, en consonancia con el mito y la poesía, cosa que lo acerca un poco más a la filosofía y a la historia de México. En tanto, en Vargas Llosa, la idea del ensayo y la reflexión tienen raíces más universales.
Carlos Fuentes se dedicó más a la historia de México (El espejo enterrado) y a explorar con mucha propiedad la cultura de los aztecas. Vargas Llosa, en tanto, estuvo atento a todo lo que acontecía en el mundo, ya que era periodista. Desde joven, este ejercicio lo obligó a estar al corriente de lo que acontecía en el mundo. Gracias a eso fue un escritor bien informado, atento a todo, que manejó con mucha pericia el mundo de la política, el arte, el cine, los cambios culturales y su evolución; sin importar en qué rincón de la tierra se registrara un acontecimiento, ahí estaba la pluma de Vargas Llosa.
Aunque se atesoraba en él una amplia cultura libresca, Vargas Llosa se alimentó mucho de lo que vio y de lo que vivió, porque fue un trotamundo; un viajero a tiempo completo, incansable y apasionado. Por eso, la elocuencia, la certeza y el carácter de verdad de su literatura tienen en él el sello del maestro consumado. También Fuentes lo fue, en menor escala, pues su vida de diplomático le permitió conocer escenarios diversos que alimentaron su literatura. Además, fue muy traducido y leído en el mundo, quizás un poco menos que su compañero, pero su obra recorrió parte del universo.
Para afianzar una idea de la identidad latinoamericana, en la novela, Carlos Fuentes estuvo más cercano al plano de lo simbólico, en tanto que adoptó lo fantástico y lo mitológico como cargas conceptuales de una representación estética de la cultura mexicana. El mundo cosmogónico de los demonios aztecas está muy arraigado en su novelística; por eso, se siente más cercano a la idea de religión que los personajes de la Lima moderna o de la Piura de la niñez de Vargas Llosa. Sin embargo, ambos exploran los elementos que valorizan la ficción narrativa: la fantasía y el sueño, como expresiones propias de una América capaz de potenciar una literatura que recién comenzaba a despertar del anonimato.
De ambos, Fuentes fue más cuentista, Vargas Llosa más novelista; casi todas, obras maestras, pero de los dos, este último fue mucho más conceptual, porque consolidó una amplia idea sobre la novela concentrada en Cartas a un joven novelista y en La verdad de las mentiras, dos propuestas con las que hizo escuela e influenció grandemente.
Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes nunca se enemistaron; al contrario, desde que se conocieron mantuvieron una conversación fluida. En una de Las cartas del Boom publicadas por Alfaguara 2025, fechada el 29 de febrero de 1964, Carlos Fuentes reconoce a Vargas Llosa el valor de La ciudad y los perros cuando le escribe: “Hay un misterio auténtico y secreto de la obra, la increíble encarnación de todos los problemas planteados en la actualidad de los personajes, de manera que el relieve moral de la obra corre paralelo y es inseparable de la trama novelesca” (pág. 81).
Cada vez que alguien se refiera a la novela en el siglo XX, tendrá que hablar de estos dos escritores, que ya pertenecen al mundo de los clásicos. La obra de Vargas Llosa representa un fresco importante sobre la realidad histórica y un lienzo de técnicas narrativas y prototipos de personajes y escenarios que recorren la historia de Latinoamérica y el mundo. El ensayo es un exquisito pastel sobre teorías estéticas, el tiempo y las ideas filosóficas que descubre en la novela moderna: Proust, Kafka, Joyce, Hemingway. En sentido general, en el ensayo vargasllosiano encontramos amplias reflexiones sobre el arte y la cultura universales, que despiertan curiosidad y entusiasmo, porque expanden la geografía mental de quienes lo leen. Ahí están La verdad de las mentiras y La civilización del espectáculo: Dos formas diferentes de contemplar el mundo con la fina agudeza de un pensador.
Vargas Llosa y Carlos Fuentes crearon un vasto territorio en la novela y abrieron amplios puentes de ideas expansivas en reiterados debates, conferencias, entrevistas, en seminarios internacionales y en congresos a los que asistieron, los cuales enriquecieron, sin duda, el mundo de la literatura. En Carlos Fuentes, la novela es extensiva hacia un mundo interior cada vez que su narrativa abre una ventana a los sueños, a la esperanza y a la fantasía. Mientras Vargas Llosa fue más propenso a la crítica y al cuestionamiento, Fuentes optó por el goce espiritual y el placer. Fue más hedónico. En Vargas Llosa hay una crítica mordaz de la realidad; en Fuentes hay una idea del universo encarnada en el mito latinoamericano. De ahí que la dimensión y la potencia de una literatura se mida por el valor sagrado y estético de sus mitos y la influencia que ellos ejercen en el imaginario colectivo para encauzar el comportamiento social.
En Vargas Llosa aparecen formas muy específicas y despiadadas de desconstrucción y desacralización de la historia, idea que puso en juego con la publicación de La fiesta del chivo. Al leer a Carlos Fuentes nos sobrecogemos, porque se agolpa en uno esa extraña sensación de eternidad y vacío existencial que hay en sus novelas y cuentos (Aura, Artemio Cruz, Cantar de ciegos, Agua quemada). En cambio, al leer a Vargas Llosa, nos queda la pasión del asceta mundano que, con curiosidad intelectual, simplificó el arte de la novela de forma arriesgada y estruendosa (La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La casa verde, La fiesta del chivo).
Tanto para Mario Vargas Llosa como para Carlos Fuentes, en sus novelas y ensayos se anida una idea emblemática del hombre latinoamericano. Para Fuentes, el concepto “hombre” se funda en las raíces imaginarias de las cavernas y de los mitos históricos y ancestrales. Para Vargas Llosa, en cambio, la idea del hombre es más terrenal y más visual, pues este construye su universo en tanto vive a cuestas bajo la franja emocional y la carga emotiva del presente continuo. De ahí que ambos discursos, ambos universos narrativos, representen un hito en la vida de las vanguardias literarias del siglo XX, en cuanto que dinamitaron con fuerza las fronteras universales en el difícil arte de fantasear sobre la realidad latinoamericana.
Compartir esta nota