¿Cuántas horas al día pasamos frente a una pantalla? Todos nos lo hemos preguntado. Esta duda hizo eco en mi cabeza al terminar de participar en la obra El foso, producida por Metamorpho Teatro. Un viaje sombrío por las entrañas de la psiquis humana, guiado por las actrices Nathalie Santos, Erika Martinez, Mabel Jimenez, Michelle Cruz y Dilianny Tamariz. La tropa estrenó la obra este domingo 18 de mayo, bajo la dirección del célebre maestro Haffe Serulle.
Al terminar la obra, mi corazón martillaba mi pecho como un preso desesperado por escapar de su jaula. La puesta en escena es experimental, utilizando todo el espacio para llevar a los espectadores en un viaje a su mundo interno, en el cual se enfrentan a sus realidades reprimidas.
La escenografía y los vestuarios fueron diseñados no para adornar la experiencia, sino para vulnerar al espectador. Este no es un teatro comercial que no busca más que entretener al público. El equipo creó y seleccionó estos elementos con tal de revelar las experiencias más difíciles de digerir, experiencias que todos hemos tenido de una forma u otra, pero que ignoramos con tal de evadir el dolor. No puedo continuar hablando de esta producción sin comentar el trabajo direccional realizado en el uso de estos elementos, y cómo las actrices interactuaron con todo esto.
Ellas realizaron un trabajo fenomenal. Nos asustaron, integraron y forzaron a abrir nuestras propias vulnerabilidades al ser parte de los rituales realizados en escena. Rituales cuyo propósito y carácter no es religioso, sino emotivo, que no buscan evocar algún espiritualismo, sino despertar los instintos más primitivos como seres humanos. Instintos que se ven hoy en día castrados por nuestra creciente dependencia hacia el celular. Instintos que nos conectan a nosotros mismos, que nos conectan a otros.
Hemos colocado una máquina en medio de nuestra interacción con el mundo. De tal modo, somos incapaces de verlo por lo que es, no podemos siquiera vernos a nosotros mismos sin pasar el juicio de la cámara. Nuestra capacidad de reconocer la realidad se atrofia. “¿Por qué dejas que los cristales entren por tus ojos y te rasguen la mente?”, preguntó Michelle al público, dentro de su papel. Ciertamente, ¿por qué?
¿Por qué permitimos que nuestras habilidades cognitivas sean violentadas por aparatos diseñados para volvernos adictos a estos? ¿Por qué permitimos que una plataforma artificial, sin un fin más que comercializar nuestra atención, controle nuestras relaciones?
Y debo recalcar que llamé a la actriz por su nombre. Ya que no hay “personajes” en esta obra, al menos no de la forma en la que estamos acostumbrados. Las actrices representan emociones, situaciones, conceptos, todo en una emulsificación de cuerpos y voces que expresan textos y movimientos con tal de taladrar agujeros en las paredes emocionales que cada uno de nosotros levanta cada día. Esta obra empuja los límites de lo que consideramos teatro de forma popular, y lo hace con tal de mostrarnos que en la vida hay más que lo que es popular. En el marco del teatro dominicano, es una puestaen escena revolucionaria.
La obra comienza de forma orgánica; las actrices visten ropa común, interactúan con el público, saludando y conversando mientras “esperan” el inicio de la puesta en escena. Es difícil percatarse de cuándo comienza exactamente la actuación, y esto es parte de lo que hace que sea tan impactante. Nadie estuvo listo para los sonidos, los movimientos, los diálogos. Todo cambió cuando las actrices -amigas- se volvieron crueles, ásperas, hostiles. El teléfono se volvió una herramienta actoral, un haz de luz que revela lo oculto, pero que crea sombras cuyas profundidades nos aterra explorar. Enfrentar ese terror es justo lo que debemos hacer al participar de esta obra.
Al remover de sí las capas de ropa “normal” y quedar en nada más que un traje negro, las actrices dan el primer paso en el viaje a penetrar en el mundo interior de cada uno. Este viaje ocurre de forma metafórica en cada persona, pero también literal, al descender las escaleras hacia el sótano.
“¡¿Qué quieren, qué buscan, a qué han venido?!” Las actrices nos gritan, al cerrar la puerta del sótano. Nos ahuyentan. Intentan alejarnos. De repente, nos hemos convertido en intrusos. Debemos violentar sus deseos con tal de continuar con la obra. Abrir la puerta a aquello que escondemos. De este modo, la puesta en escena es un paralelo directo al autodescubrimiento y aceptación. Todo proceso de introspección es inherentemente violento, ya que requiere la penetración de las paredes emocionales erigidas en nuestro día a día. La intimidad es un acto de violencia. Una violencia colectiva, comunitaria, que realizamos a nosotros mismos con tal de descubrir, pero también sanar.
Al adentrarnos en el sótano, el corazón, la mente, el alma, encontramos sombras, monstruos, voces. Estas parecen peligrosas, incitan al miedo, parecería que quieren que nos vayamos, pero no toma mucho tiempo darnos cuenta de que en realidad es lo contrario. Quieren nuestra ayuda, nuestra atención, nuestra compasión.
Aquí abajo, no existe el mundo “normal”, basado en apariencias y expectativas. No existe la sociedad del glamour. Solo existe el humano que sufre. Sufre de formas superficiales (no puede dormir sin su melatonina) y profundas (se arrepiente de no ser suficiente). Un ser humano que teme y está solo.
Aquí abajo habitan monstruos, sombras, y estos no son más que aquellas experiencias que nos rehusamos a reconocer. De niños, nos arropábamos con una sábana de pies a cabeza para escapar del Cuco; ahora, nos arropamos con una pantalla para escapar de la soledad. Irónicamente, la luz de esa pantalla crea sombras cada vez más grandes, sombras que nos alejan de los demás. “La luz tardó mucho en llegar; desde entonces somos sombras”.
Las actrices -manifestaciones de los más profundos malestares- nos secuestran, piden nuestra ayuda, nos vuelven partícipes en los rituales consoladores del alma. Aquí abajo, entre las sombras, las líneas entre actor y espectador, luz y oscuridad, seguridad y vulnerabilidad, todas son borradas. Todo se mezcla en un gran frenesí de gritos y movimientos que clama por la libertad, que suplica compasión.
Tantas partes de la experiencia humana se han visto moderadas por el teléfono. Interactuamos con los demás a través del teléfono, consumimos entretenimiento a través del teléfono, formamos vínculos a través del teléfono, existimos y somos a través del teléfono. Entonces, cuando se va la luz, se acaba la batería y no hay internet, ¿qué somos, si no más que jaulas con forma de humano?
Al salir del sótano, las actrices nos esperan de vuelta en su ropa común, del día a día. Hemos vuelto al mundo, pero estamos cambiados. “El Foso” es una experiencia surreal, ritualística, colectiva e introspectiva. Nos conduce a través de los túneles de la mente humana, cuya luz natural ha sido extinguida a favor de la artificial. La participación en la obra -gracias al magistral trabajo del equipo- crea un antes y un después en la vida de quienes fueron parte de esta experiencia. No puedo hacer más que recomendarla a cualquiera que pueda unirse en las próximas semanas, y recordarles que ninguna pantalla les permitirá escapar de ustedes mismos…
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