Hay artistas cuya existencia entera parece escrita contra la autoridad de lo fijo; seres destinados a quebrar su propia forma cada vez que la forma amenaza con convertirse en un refugio cómodo. Jaime Colson es uno de ellos, un creador que entendió desde temprano que el arte exige una vigilia perpetua, una disposición a la pérdida, un riesgo que se renueva con cada trazo. Esa condición íntima, ese temblor interior que conduce a reinventarse aun cuando nadie lo exige, sostiene el latido profundo del documental Renovarse o morir, “opera prima” dirigido por Gina Giudicelli, quien despliega una mirada tan rigurosa como intuitiva para acercarse al misterio de un artista que nunca fue el mismo y, sin embargo, siempre fue fiel a una respiración propia, inconfundible. En la propuesta de Gina Giudicelli no hay intención de fijar a Colson en un retrato concluso; más bien, la directora parece escuchar un fuego, un rumor de metamorfosis, y decide acompañarlo. Desde la primera imagen se percibe que el documental no desea encerrarlo, sino permitir que su movimiento interior encuentre la forma de manifestarse en imágenes, voces, silencios, testimonios y fragmentos que trazan un mapa emocional de su tránsito por las vanguardias del siglo XX.
La primera gran transfiguración de Colson aparece en su encuentro con el cubismo, que para él no fue un ejercicio de imitación ni una concesión al prestigio de las nuevas escuelas, sino un acto espiritual: fracturar la realidad para descubrir su respiración secreta, su armazón invisible. El documental sugiere que en los ángulos quebrados y los planos superpuestos ya había una tensión íntima entre el rigor geométrico y esa necesidad de derramamiento que latía en su temperamento. Gina Giudicelli permite que la pintura hable por sí misma: se detiene en los fragmentos, en la textura del lienzo, en la sensación de que la realidad está siempre a punto de romperse en otra claridad. Sin necesidad de explicaciones, el espectador entiende que en ese cubismo colsoniano hay un acto de nacimiento: el mundo es abierto en canal para que la luz respire desde adentro.
El documental cambia de tono de forma casi imperceptible para introducir la etapa metafísica, donde Colson se desprende de la fragmentación y entra en un territorio de suspensiones y resonancias. Aquí el tiempo parece detenerse para revelar su espesura. El orden de los objetos, las sombras insólitas, los espacios vacíos que esperan una presencia que no llega: todo adquiere un matiz de contemplación inquietante. Gina Giudicelli acompaña esta atmósfera con una lentitud calculada, con un ritmo que sugiere que la metafísica no es para Colson un simple viaje hacia la pintura de Chirico, sino una variación caribeña del silencio. El Caribe, en su luz y en su somnolencia vibrante, se convierte en una forma de eternidad. No sorprende que figuras, paisajes y símbolos aparezcan en esta etapa como si estuvieran mirando más allá de sí mismos, hacia una dimensión que apenas puede nombrarse.
Un hombre que convirtió cada viaje en un salto interior, cada amor en un pensamiento, cada estilo en un acto de libertad.
Luego llega el surrealismo como un estallido moderado, como un sueño vigilante, como la irrupción de una lógica interior que no reniega del mundo, pero lo reorganiza bajo la presión del deseo y del subconsciente. En Colson, el surrealismo nunca es un abandono del control; es un delirio lúcido. Las imágenes del documental parecen sostener esta idea al superponer visiones, colores, fragmentos de memoria, y al permitir que la música dé la impresión de que el lienzo sueña. Gina Giudicelli parece sugerir que el surrealismo fue para él una manera de explorar la intimidad sin desbordarla, de mirar su propio abismo con la seguridad del que sabe que incluso el caos tiene una arquitectura secreta.
Pero si hay una etapa donde la identidad de Colson emerge con la fuerza de una invención inevitable, es en el neohumanismo que él mismo concibe. Allí encuentra su rostro definitivo. Los cuerpos elongados que parecen contener una gravedad espiritual, los colores que respiran como si fueran velos encendidos, la teatralidad que no exagera, sino que revela: todo confluye en una expresión que ya no es heredada de ninguna escuela. El documental ilumina este punto con un cuidado reverencial, como si entendiera que el artista ya no está dialogando con tradiciones externas, sino con su propia necesidad de forma. Los críticos y artistas entrevistados coinciden en que el neohumanismo colsoniano logra una síntesis inusual entre el dramatismo y la serenidad, entre el gesto trágico y la sensualidad contenida. En esa etapa, Colson aparece solo y, al mismo tiempo, más acompañado que nunca por la voz de su propio impulso creador.
Es precisamente en este punto donde Gina Giudicelli introduce, con una serenidad que conmueve, la relación de Colson con Haití. No como un episodio, no como una influencia tangencial, sino como una respiración profunda que recorre su obra. Porque en Colson, Haití no es un escenario ni un accidente geográfico: es un latido interior. Su pintura no representa a Haití: vive Haití. Se adentra en su densidad espiritual, en su misterio, en la vibración ritual y cósmica que define la isla entera. En sus cuadros, Haití aparece como un territorio donde lo visible y lo invisible se tocan; donde la corporeidad es un puente hacia fuerzas antiguas; donde la historia se vuelve ritmo, gesto, pulsación. Colson no pintó sobre Haití, sino que pintó desde esa energía, desde la intensidad afroantillana que él entendía como una forma de conocimiento. Por eso su obra no mira a Haití desde afuera: lo habita. Y quien contempla esas telas —sus figuras rituales, sus tensiones cromáticas, sus cuerpos encendidos por una espiritualidad en movimiento— siente que entra en un espacio donde la vida se transforma en ceremonia. Haití es, en su pintura, una revelación ética y una dimensión espiritual. La imagen caribeña se hace rito, se hace visión, se hace respiración del mundo.
Pero el documental no se limita a las metamorfosis estéticas ni a las resonancias culturales. Introduce con una sensibilidad sorprendente la figura de Toyo, la mujer japonesa que acompañó a Colson durante más de veinte años y que, aun después de la separación, siguió siendo un sostén silencioso a través de las cartas que intercambiaron. La directora no presenta esta relación como una anécdota sentimental ni como un complemento biográfico, sino como un fundamento ontológico. Toyo irrumpe en el documental como una presencia discreta pero decisiva: su disciplina, su serenidad, su manera de concebir la vida y el afecto, su inteligencia emocional —contención y entrega a la vez— sostenían un equilibrio que el artista necesitaba para mantener su tránsito por la metamorfosis constante. Entre ambos se teje una relación que no depende de la proximidad física, sino de la afinidad profunda. Las cartas que continuaron enviándose después de partir —evocadas en el documental mediante lecturas en voz baja, cálidas, sin pretensiones de literalidad— revelan un afecto que no se interrumpe, una fidelidad que se vuelve refugio, una intimidad que perdura incluso cuando la convivencia ya no es posible. El amor, en este caso, no aparece como un episodio, sino como una estructura.
Todo esto se articula en el documental mediante un ritmo que no sigue el tiempo lineal, sino el tiempo emocional. Gina Giudicelli construye una obra que respira, que se expande, que se hace porosa. Las imágenes no buscan esclarecer: buscan resonar. El montaje es un oleaje donde cada etapa regresa iluminada por otra, donde un recuerdo se enlaza con un gesto, donde un testimonio abre la puerta a una escena del pasado. La participación de artistas, críticos, familiares y estudiosos aparece como un coro que no impone interpretaciones, sino que acompaña el misterio. Sus voces no clausuran; abren.
En ese movimiento orgánico, la frase “renovarse o morir” deja de ser una consigna y se convierte en la clave vital de Colson. El documental sugiere que cada etapa fue una pequeña muerte y, al mismo tiempo, una resurrección. El artista abandona un mundo estético para entrar en otro, y en esa sucesión de desprendimientos se juega la intensidad de su obra. Gina Giudicelli logra transmitir que el corazón de su arte es una poética del desprendimiento: solo se conserva lo que se arriesga, solo vive quien se deshace de lo que ya no le sirve. Renovarse o morir se convierte así en un acto de justicia, una prolongación amorosa de la llama que Colson encendió y que, gracias a la mirada de Gina Giudicelli, vuelve a palpitar con una fuerza renovada. La película confirma que Jaime Colson no es un artista que pueda fijarse en una definición, porque se nos escapa siempre hacia un punto más alto. Y, sin embargo, esa fuga es justamente lo que constituye la esencia de su trashumancia o errancia. A través del documental, su metamorfosis se vuelve una enseñanza: renovarse no es un gesto opcional, sino una manera profunda de existir. Y quizás ese sea el legado más íntimo que nos deja: la certeza de que nadie se encuentra sin antes perderse, de que el arte exige el valor de habitar el umbral, de que la vida entera, si ha de ser verdadera, debe vivirse como un continuo acto de creación.
Desde muy temprano, cuando apenas comenzaba a trazar líneas que parecían venir de un lugar más profundo que la simple observación, Jaime Colson intuía que la pintura no era un oficio, sino un destino. Esa intuición se encarnó en una errancia que lo llevó a París, a Barcelona, a Venezuela y a Cuba, y que finalmente lo devolvió a la República Dominicana cargado de visiones, de tensiones, de una respiración plástica que no se parecía a ninguna tradición estricta. De París absorbió la osadía cubista, la geometría del espíritu; de Barcelona, una teatralidad luminosa; del Caribe continental, un ritmo que parecía surgir del subsuelo emocional de las islas. Su recorrido no fue un simple desplazamiento físico: fue un tránsito interior que lo transformó en un artista de la incertidumbre, de la búsqueda permanente, de la ruptura.
Gina Giudicelli, al estudiar su obra desde la totalidad de su trayectoria, subraya justamente esa errancia o trashumancia como principio estructurante. Para ella, Colson no es un pintor que adopta estilos, sino un espíritu que los habita hasta hacerlos estallar. Y Gina Guidicelli, desde otra sensibilidad, pero en consonancia profunda, coincide en que la obra de Colson solo puede leerse desde la tensión entre pertenencia y desarraigo: una pintura nacida en el Caribe, pero que encuentra su impulso decisivo en el diálogo con las vanguardias europeas y con la densidad espiritual del mundo afroantillano. Gina Giudicelli insiste en que Colson no se mueve entre etapas como quien pasa de un salón a otro, sino como quien atraviesa umbrales internos, cada uno cargado de metamorfosis.
Esa mirada crítica permite entender mejor por qué su etapa cubista, aunque nunca ortodoxa, le permitió descubrir la fractura como principio creador. El cubismo en Colson no es una imitación, sino una interrogación: ¿cómo desarmar la realidad para descubrir su respiración secreta? Gina Guidicelli observa que, en él, el cubismo no busca geometrizar el mundo, sino espiritualizarlo, convertir la forma en un organismo latente. Gina Gjidellici señala que esa fractura cubista fue el laboratorio donde Colson exploró por primera vez la posibilidad de un cuerpo expandido, un cuerpo que no se limita a lo visible. Esa expansión lo condujo a su etapa surrealista, donde el deseo, el sueño y la inquietud se vuelven fuerzas plásticas, y luego a su fase metafísica, en la que los cuerpos parecen suspendidos en un silencio ritual, como si aguardaran una revelación.
Pero es en el neohumanismo donde Colson culmina su búsqueda. Gina Guidecilli interpreta este estilo, creado por Colson, como la síntesis de esa errancia: la experiencia clásica convertida en signo contemporáneo, la curva como gesto ontológico, el cuerpo como enigma. Para Gina Guidicelli, el neohumanismo inaugura en Colson un lenguaje donde la sensualidad, la mística y la geometría se reconcilian en una sola respiración formal. Para Gina Guidicelli, ese mismo lenguaje constituye un territorio pictórico propio: un espacio donde Colson, al fin, deja de ser un viajero de estilos y se convierte en fundador de una tradición.
No es casual que esta madurez estilística coincida con su vínculo amoroso con Toyo, la mujer japonesa con quien compartió más de veinte años de una relación que no solo fue afectiva, sino ontológica. Gina subraya ese amor como un pilar silencioso, un contrapeso interior sin el cual su obra no habría alcanzado tanta fuerza introspectiva. Gina Guidicelli añade que la dimensión epistolar que siguió después de su separación revela la persistencia de esa alianza espiritual: incluso en la distancia, ambos se acompañaban en la búsqueda del sentido, como si la palabra escrita fuera una prolongación del pincel. Colson aprendió, en esa relación, que el cuerpo amado también es un territorio metafísico, una presencia que permanece aun cuando la vida se separa.
Y en medio de ese entramado emocional y estético, Haití aparece como una revelación. No como un tema, no como un exotismo, no como un motivo documental: Haití en Colson se vive, se respira. Gina Guidicelli insiste en esta clave: Colson pinta Haití desde dentro, desde una intuición ritual, desde una sensibilidad que entiende la corporeidad afrocaribeña como un misterio sagrado. Gina Guidicelli coincide: en sus figuras haitianas hay una gravedad telúrica, una memoria arcaica que trasciende la representación. En ellos, dice, se percibe una forma de energía primaria que solo puede captarse cuando el artista comprende que la isla —la isla completa, indivisible— es un organismo espiritual. Así, la pintura de Colson no solo dialoga con Haití, sino que se enraíza en él, como si en ese territorio espiritual el pintor encontrara una verdad que el Caribe dividido suele olvidar.
El documental cambia de tono de forma casi imperceptible para introducir la etapa metafísica, donde Colson se desprende de la fragmentación y entra en un territorio de suspensiones y resonancias
Cuando regresó definitivamente a la República Dominicana, su lenguaje había alcanzado esa plenitud que hoy reconocemos como única. Y su nombramiento en 1950 como director de la Escuela Nacional de Bellas Artes no fue simplemente un acto administrativo, sino el reconocimiento de una visión: la de un artista cuyos viajes y errancias habían cristalizado en una pedagogía del riesgo, de la profundidad, de la libertad formal. Gina Guidicelli ve en esa etapa su gesto más generoso: la transmisión de una ética creadora a una generación que necesitaba romper con la solemnidad y abrirse al mundo; por eso destaca cómo el maestro supo injertar en el medio local la densidad conceptual de sus exploraciones europeas y caribeñas, convirtiéndose en un puente entre continentes, entre tradiciones, entre sensibilidades.
Gracias a esas miradas críticas de Gina Guidicelli, se comprende que Jaime Colson no es solamente un pintor dominicano que viajó; es un artista que hizo de la trashumancia su método, de la metamorfosis su hogar, del cuerpo su pregunta y de la isla su destino. Su obra encarna un Caribe profundo, múltiple, tensionado y espiritual, un Caribe que encuentra en Haití un espejo esencial y en la figura humana un misterio inagotable. Y así, leído desde esa crítica que lo ilumina, Jaime Colson aparece no solo como un pionero o un modernizador, sino como un fundador: un creador de mundos. Un hombre que convirtió cada viaje en un salto interior, cada amor en un pensamiento, cada estilo en un acto de libertad. Un artista cuya pintura sigue respirando, intensa, silenciosa y radiante, en la memoria estética de la República Dominicana y del Caribe entero.
Compartir esta nota
