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Versión literaria
Nadie sabía con certeza quién era Plinio Matos Moquete. Unos lo mencionaban con el mismo tono con que se invoca a los aparecidos. Otros juraban haberlo visto correr por los tejados de San Carlos, con la camisa desgarrada y el fusil cruzado en la espalda. En aquellos momentos, se oían los gritos de terror: ¡están tirando desde Los Molinos! Durante los doce años en que Joaquín Balaguer gobernó con la mansedumbre del látigo, Plinio fue más que un nombre: era una sombra fugitiva que se deslizaba entre las columnas de los periódicos vespertinos, una leyenda viva tejida con los hilos del miedo y la admiración.
Algunos lo comparaban con Enrique Blanco, el espectro que los soldados trujillistas no lograron capturar en los montes del Cibao; otros veían en él un hermano de sangre del mítico Antonio Correa Cotto, aquel puertorriqueño que burlaba a la muerte como si tuviera pacto con los santos de palo. En los revolcaderos de chivos del sur se decía que se hallaba resguardado por un galipote, que consiguía dinero y mujeres porque tenía un bacá, que lo proveía de todo.
Cuando yo era adolescente, su rostro aparecía entre las noticias con la regularidad de un presagio: escaramuzas en la capital, tiroteos en el sur, huidas milagrosas y persecuciones enloquecidas que terminaban siempre con un parte oficial que decía lo mismo: “El sospechoso escapó”. Era más escurridizo que una guabina.
Era la época en que pasaban por televisión la serie El Fugitivo, y Plinio parecía ser una versión caribeña y trágica de Richard Kimble, aunque con menos suerte y más heridas. Sin embargo, él no huía por accidente ni por error judicial: su huida era una afirmación de principios. En su horizonte mental no había lugar para riquezas ni para amores pasajeros. Solo la revolución lo habitaba. A ella consagró sus años más fértiles, como un monje laico que soñaba con la redención del pueblo a través de la pólvora y las ideas.
Nació en el seno del clan de don Fabián Matos de la Paz, patriarca de Tamayo, hombre de treinta hijos y diez mujeres, hacendado sin sonrisa y alcalde por costumbre. Don Fabián era una estampa del viejo orden, una amalgama de trujillismo y balaguerismo tan espesa como el lodo de las lluvias sureñas.
Muchos de los hijos de don Fabián Matos de la Paz —el patriarca con nombre de profeta bíblico— se enrolaron en el ejército no por vocación, sino por inercia. Pero ninguno pasó de sargento, como si una maldición ancestral les prohibiera ascender en jerarquías que no entendían. Plinio fue admitido como recluta gracias a los oficios de su hermano Alfonso, un hombre de voz grave y mirada petrificada que negociaba con generales y gallos de pelea con la misma serenidad.
Pero Plinio era una disonancia en el cuartel. Mientras los demás maldecían a los comunistas, él leía a José Ingenieros y a Vargas Vila, escondido en el baño; mientras ellos repetían amenazas de muerte, él memorizaba los discursos de la resistencia . El tedio de las guardias, el olor a uniforme mojado y el eco de los gritos de mando le fueron horadando el alma como el goteo interminable del reloj en una celda. Su irreverencia fue tomada por subversión, y fue encarcelado por blasfemar contra la sacrosanta doctrina castrense. Salvó la vida por un pelo —o más bien por la dignidad herida de don Fabián, quien aún poseía el poder de torcer decisiones con solo mandar una carta al jefe, con el poder de su lealtad de acero.
El escarmiento fue la expulsión. El castigo mayor, volver a la tierra con la vergüenza del hijo que deshonra al uniforme. Para empeorar las cosas, su hermano Santos Matos —tachado de conspirador en el complot de los sargentos— fue asesinado, y su cadáver llegó en un catafalco fúnebre a casa del patriarca como un mensaje sin firma. Fue entonces cuando don Fabián, sin renunciar al régimen, comprendió que la fiera también devora a sus amigos cuando tiene hambre
Tras la muerte de Trujillo en 1961, Plinio se unió a Rafelilto Bueno,tamayero como él, en una cruzada sagrada. Tamayo, su pueblo natal, se convirtió en una especie de campo de batalla bíblico donde los hermanos se miraban desde las esquinas como enemigos sin reposo . Refugiado en Barahona, sobrevivió a las represalias de los remanentes de la dictadura que seguían al acecho en el sur, como perros de guerra entrenados para no olvidar. En ese tiempo, los Matos eran una familia dividida por el desgarrimiento de la dictadura . Pero cuando Juan Bosch predicó el borrón y cuenta nueva, los clanes despedazados se dieron la mano sobre los muertos y sobre las heridas aún abiertas.
Plinio, quizás buscando consuelo en las leyes que no se cumplían, se inscribió en la Facultad de Derecho. Se unió al movimiento Fragua y luego al Movimiento Popular Dominicano. Pero la revolución que dormía en sus huesos despertó por completo en abril de 1965, cuando estalló la guerra. Desde los altos de la Joyería Prota, dirigió el Comando Jacques Viau como un general de epopeya trágica. Se enfrentó al CEFA; resistió la Operación Limpieza, organizada por los generales Pérez y Pérez y Garcia Tejada, y vio desaparecer uno por uno a sus hermanos Ciro y Fellito, víctimas de un odio que no sabía distinguir entre sangre y bandera.
Herido por una esquirla de mortero, Plinio fue llevado al Hospital Barney Morgan, donde el enemigo llegó a buscarlo como a un animal marcado. “Queremos ver a los pacientes”, dijeron con la voz hueca del plomo. Pero las enfermeras, en un acto de coraje silencioso, lo despertaron. Plinio, aún sangrante, saltó por la ventana como si saltara de una vida a otra, y desapareció en la madrugada.
Muchos años después, cuando ya no se escuchaban disparos y solo quedaban los ecos, se reunió con sus hermanos sobrevivientes en un zaguán olvidado, donde lloraron en silencio a los que jamás volvieron. No hubo palabras. Solo la certeza, amarga y luminosa, de que habían vivido como se vive en las leyendas: con el corazón puesto en la hoguera y los pies en el abismo.
En los doce años interminables del doctor Balaguer —años que no pasaron, sino que se quedaron pegados a la piel del país como una fiebre sin diagnóstico—, cuando hasta las palmas temblaban al oír el silbido lúgubre de una patrulla y el miedo tenía nombre, apellido y uniforme, la figura de Plinio Matos Moquete no caminaba por las calles: susurraba entre ellas. Era un eco entre los callejones, una sombra tatuada en los muros, un retrato en sepia que huía de los periódicos antes de que pudieran imprimirlo, como si la tinta misma lo rechazara por respeto o por terror.
Eran tiempos de tanta represión. Tiempos descritos por el poeta Manuel del Cabral con estos versos memorables:
“En una esquina está el aire
De rodillas
Dos sables analfabetos lo vigilan”
Y en ese aire vigilado, en esas esquinas donde los hombres desaparecían al doblar, se tejía la resistencia. Los combatientes de abril, hijos de una república soñada y traicionada, le declararon la guerra a Balaguer no en los despachos ni en las urnas, sino en las aceras calientes del mediodía, en los colmados, en las playas de arena sucia, en los cafetales y en los cuarteles adormecidos por la costumbre del miedo. Íbamos casa por casa, barrio por barrio, como quien busca a los muertos no para enterrarlos, sino para pedirles consejo.
. El 24 de marzo de 1970, un comando secuestró en las cercanías del Hotel El Embajador al agregado militar estadounidense Joseph Crowley y lograron canjearlo por 21 compañeros encarcelados, a los que se le brindó un avión para viajar a México. El 12 de enero de 1972 , Amaury Germán se enfrentó a un éjercito , y cayó después de causarle muchas bajas al enemigo; el 2 de febrero de 1973, llegó a Playa Caracoles el coronel Caamaño , el héroe de abril, llego envuelto en las nieblas de los rumores, el 2 de noviembre, alguien delató a Plinio y el hombre más buscado, desenmascarado de su disfraz, quedó al descubierto. Pero la lucha continuó la guerrilla de Guillermo Rubirosa Fermín siguió y el 27 de septiembre de 1974 se produjo el secuestro de Barbara Hutchinson, el cabecilla de esa maniobra desmesurada era Radhamés Méndez Vargas, Rafael María Pacheco, alias Canita, Rolando Barinas, entre otros. Todos fueron a parar a Panamá, y allí fueron recibidos por Manuel Antonio Noriega, lugarteniente del coronel Torrijos.
Los ancianos de Tamayo, de Vicente Noble y hasta los de Monserrate aún juran haberlo visto caminar entre los manglares sin dejar huella, trepar al campanario de la iglesia con el sigilo de un felino, o escapar del allanamiento del pueblo, disfrazado de Robalagallina. En cada pueblo del sur había alguien que aseguraba haberle dado un plato de arroz y habichuelas a cambio de una historia. Y todas las historias, como las que se cuentan al filo del insomnio, tenían el mismo principio: “Ese hombre no era de este mundo”. “ Ese hombre era guapo como abeja de piedra”.
Pero su leyenda no nació de esos cuentos, sino de algo más antiguo y más íntimo. Desde los tiempos de Trujillo, había sido un insurrecto de vocación, un soldado que había desertado del orden para alistarse en la utopía. Su insurrección era solitaria, sí, pero no por ello menos heroica. El mundo que soñaba era un mundo que no existía, pero que creía posible, y ese empeño lo convertía en un quijote del trópico: más terco que valiente, más puro que sensato.
Y así vivió, entre la pólvora y el silencio, entre el mito y el miedo. Los años terribles fueron también los suyos, porque no hay calendario que resista la intensidad de un ideal vivido hasta sus últimas consecuencias.
Muchos de los compañeros de Plinio Matos Moquete vivieron su propia condena como si arrastraran una maldición escrita en un cuaderno militar que nunca se cerró del todo. Héctor Ortiz, por ejemplo, murió en París bajo un aguacero interminable que parecía llover solo para él, sin que nadie pudiera discernir si aquel frío le venía de los huesos o del alma. Su exilio fue un duelo con el pasado que nunca terminó. Su madre, convencida de que lo habían matado en una refriega con la policía secreta, se suicidó al tercer día, y cuando Héctor reapareció con los ojos llenos de sombras, ya era demasiado tarde para abrazarla.
La historia de sus compañeros no fue menos trágica. Otto Morales y Amín Abel fueron sacrificados con la frialdad de un parte médico, según los cálculos de una CIA que se movía en los pasillos de la muerte con la precisión de un reloj suizo. Los señalaron como cerebros del secuestro del coronel estadounidense Donald Crowley, y bastó ese dedo acusador para que les firmaran la sentencia.
Radhamés Méndez Vargas, otro nombre que no se pronuncia sin que tiemble el aire, se convirtió en leyenda una mañana de septiembre de 1974, cuando tomó la Embajada de Venezuela como si fuera una casa de juegos, con la agregada de prensa de los Estados Unidos y varios cónsules como rehenes. El comando, que parecía surgido de una novela de aventuras leídas en la infancia, estaba compuesto por Rolando Barinas, Frank Santana, Colombino Pérez, Nicolás Contín, Jesús María Pacheco y Fernando Antonio Peña. No pedían riquezas ni gloria: exigían la libertad inmediata de Plinio Matos Moquete, de Winston Vargas Valdez —al que llamaban Platón como a los viejos sabios griegos— y de otros compañeros perdidos en la oscuridad de las celdas.
Durante doce días el país contuvo el aliento, como si esperara un milagro. Pero no hubo ni redención ni justicia. A los secuestradores apenas se les respetó la vida y fueron arrojados al exilio en Panamá, donde vagaron como fantasmas sin tumba.
Pero si alguien merecía ser personaje de novela, ese era Méndez Vargas. Se decía que en 1968, con una granada disfrazada de encendedor, desvió un avión de VIASA con 75 pasajeros rumbo a Caracas y lo llevó a Cuba como quien cabalga un cometa hacia el porvenir. Fue una forma caribeña de viajar al futuro. Pero la utopía era redonda y cruel como una piedra, y en 1969 regresó al país para ser atrapado, liberado en 1974 y, como quien repite su destino por vicio, volvió a las andadas hasta que un infarto cerebral se lo llevó, no se sabe si a descansar o a seguir huyendo.
Guillermo Rubirosa Fermín, el lugarteniente de Plinio en el Movimiento de Liberación 12 de Enero, también tuvo su epopeya. Lo recuerdan por el asalto a la Colecturía del Banco de Reservas, una acción tan temeraria que hasta los delatores se santiguaban antes de pronunciar su nombre. Fue delatado en La Romana y abatido el 26 de marzo de 1978, con apenas 33 años y una historia más grande que su tumba.
Una parte de aquellos hombres creyó, con una fe más densa que la sangre, que tras la lucha armada se encendería la chispa que haría arder la pradera y nacer el nuevo mundo. Pero el viento sopló en otra dirección, y muchos de ellos terminaron convertidos en placas, nombres grabados en piedra, o en un silencio más poderoso que cualquier consigna.
De Plinio, sin embargo, quedó algo más que el recuerdo. Quedó la leyenda historiográfica, el rumor insistente en las tabernas, y sobre todo este libro—Plinio, los años terribles— que su hermano Manuel Matos Moquete ha puesto a andar con la devoción de quien construye una barca para que los muertos lleguen por fin a su destino. Para Plinio, este relato ha sido brújula, redención y espejo. Para nosotros, el santo y seña que nos permite tocar el mundo de ayer, ese que aún palpita bajo la piel del presente, como un corazón enterrado que se niega a dejar de latir. Un personaje creado por la imaginación literaria. Una forma de volver a renacer.
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