Mateo Morrison es una de las figuras fundamentales en la historia cultural dominicana contemporánea. Su nombre no se asocia únicamente con la poesía, sino con una vocación mucho más amplia: la de crear estructuras, espacios, encuentros y redes que permitan la supervivencia y expansión de la cultura como un hecho colectivo. Desde los años setenta hasta la actualidad, su vida ha sido un ejemplo de continuidad, trabajo, sensibilidad social y lucidez institucional. Morrison representa el tránsito del creador individual al gestor cultural, del escritor que piensa para sí al organizador que piensa para todos.

Nacido en Santo Domingo en 1946, se formó como abogado y posteriormente como administrador cultural, siendo uno de los primeros dominicanos que estudió formalmente esa disciplina. Esa formación le permitió concebir la cultura no como un resultado espontáneo, sino como un sistema de planificación, organización y proyección social. A partir de esa mirada estructurada y moderna, su labor se dirigió a formar nuevos públicos, nuevos escritores y nuevas maneras de habitar el espacio cultural. Su vocación pedagógica, combinada con una intuición política y artística, lo convirtió en un verdadero arquitecto de la gestión cultural dominicana.

Uno de los pilares de su trabajo fue la fundación del Taller Literario César Vallejo, creado en 1979 en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Ese taller nació como una necesidad y una respuesta: en medio de un contexto social de posguerra, donde las instituciones aún buscaban estabilidad, Morrison comprendió que la universidad debía ser también un semillero de creación artística. El Taller César Vallejo no fue un simple grupo literario, sino una comunidad formativa y de pensamiento. Bajo su orientación, el taller reunió a jóvenes con inquietudes artísticas y los condujo a una disciplina de lectura, crítica y compromiso con la palabra. De ese espacio saldrían poetas, narradores y críticos que más tarde ocuparían lugares de relevancia en el ámbito nacional. Morrison, sin imponer una estética única, ofreció un horizonte de rigor, de reflexión sobre el oficio y de respeto por el lenguaje.

El trabajo editorial y de dirección de Morrison en ese suplemento fue un ejemplo de independencia y coherencia. Lejos de ceder a la superficialidad o a la coyuntura, apostó por una línea de seriedad intelectual y compromiso social.

La creación de ese taller fue, en esencia, un acto de gestión cultural en su forma más pura. No se trataba solo de enseñar a escribir, sino de enseñar a convivir dentro de la cultura. Morrison entendió que la literatura era una forma de ciudadanía, y el taller se convirtió en una pequeña república de la palabra, donde se ejercitaba la lectura, la escucha y el debate. Por eso su importancia no fue meramente literaria, sino también cívica. Muchos de los egresados de ese espacio —convertidos luego en escritores, editores, profesores y gestores— han reconocido en Morrison al maestro que les enseñó no solo a escribir, sino a entender la cultura como servicio público.

Otra faceta esencial de su labor cultural fue su papel como director del suplemento cultural Aquí, que pertenecía al diario La Noticia. Durante cerca de dos décadas, Morrison dirigió ese suplemento que se transformó en el principal escenario de diálogo, crítica y difusión de la literatura dominicana durante los años ochenta y noventa. En un tiempo en que los medios impresos eran el principal vehículo de visibilidad cultural, el suplemento Aquí cumplió una función que hoy podríamos llamar de “resistencia intelectual”: abrió espacio para jóvenes escritores, difundió pensamiento crítico, publicó reseñas, crónicas, ensayos y entrevistas que definieron buena parte del debate cultural del país.

El trabajo editorial y de dirección de Morrison en ese suplemento fue un ejemplo de independencia y coherencia. Lejos de ceder a la superficialidad o a la coyuntura, apostó por una línea de seriedad intelectual y compromiso social. Bajo su guía, el suplemento Aquí se convirtió en una especie de archivo de la vida cultural dominicana, donde convivían la literatura, la política cultural, el arte visual, la memoria histórica y el pensamiento contemporáneo. Morrison supo que la prensa podía ser una extensión de la universidad y del taller, un espacio para la pedagogía pública. En esa época, dirigir un suplemento cultural equivalía a sostener una escuela abierta; él lo hizo con una constancia admirable, sin burocracia ni oportunismo, guiado únicamente por la convicción de que el conocimiento debía circular.

Junto a estas dos columnas —el Taller César Vallejo y el suplemento Aquí— se levanta otra de sus creaciones más significativas: la Semana Internacional de la Poesía, un encuentro que él fundó y ha sostenido durante más de una década y que ha reunido a escritores, traductores, críticos y gestores de distintos países. Ese proyecto, surgido de su visión integradora y su experiencia organizativa, trasciende el ámbito nacional: convierte a Santo Domingo en un punto de convergencia del pensamiento poético latinoamericano y caribeño. La Semana Internacional de la Poesía es, en sí misma, una prolongación de la ética de Morrison: abrir espacios, generar diálogo, crear puentes. En un país donde la cultura suele enfrentarse a la precariedad institucional y a la discontinuidad, lograr catorce ediciones consecutivas de un evento internacional de poesía es un acto de perseverancia que revela su vocación de gestor auténtico.

La constancia de Morrison en la organización de la Semana Internacional de la Poesía no responde a la rutina ni a la vanidad del organizador, sino a un propósito mayor: demostrar que la cultura puede sostenerse desde la voluntad y la visión. Bajo su coordinación, el evento ha invitado a poetas de América Latina, Europa, China y el Caribe, ha incluido talleres, conferencias, recitales, presentaciones de libros y homenajes, y ha convertido a Santo Domingo en un espacio de intercambio literario con resonancia internacional. Con ese gesto, Morrison llevó la cultura dominicana fuera de sus fronteras, al mismo tiempo que la abrió hacia dentro, hacia el encuentro de generaciones y sensibilidades diversas.

Toda esa labor cultural —la docencia, la gestión institucional, la creación de talleres y suplementos, la organización de eventos— está unida por un mismo hilo: la idea de que la cultura no es una actividad ornamental, sino una necesidad social. Morrison ha sabido demostrar que la cultura tiene que ser organizada con el mismo rigor que la economía o la política, porque de ella depende la calidad de la vida simbólica de una nación. En su trabajo, la gestión cultural adquiere una dimensión ética: no se trata de administrar recursos, sino de generar sentido, de ofrecer instrumentos para que las personas puedan habitar el lenguaje, la historia y la creatividad.

Su paso por instituciones oficiales, como la Dirección de Cultura de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y el Consejo Presidencial de Cultura, se distingue por una vocación de servicio, no de poder. Morrison ha sostenido la idea de que el gestor cultural debe ser, ante todo, un facilitador: alguien que abre caminos, no que los cierra; que acompaña los procesos, no que los monopoliza. Su gestión pública fue una extensión de su magisterio, y su magisterio una extensión de su práctica cultural. Por eso, cuando se le otorgó el Premio Nacional de Literatura en 2010, muchos lo vieron no solo como un reconocimiento al poeta, sino como un homenaje a un hombre que dedicó su vida entera a construir estructuras de apoyo y crecimiento para otros.

En el panorama dominicano, donde las políticas culturales suelen depender de los vaivenes administrativos, Mateo Morrison encarna una rara figura de continuidad. Ha mantenido sus proyectos a lo largo de décadas, independientemente de los cambios de gobierno o de modas intelectuales. Esa fidelidad al trabajo y a la idea de cultura como servicio público lo sitúa entre los grandes constructores del espíritu dominicano. Su obra institucional y humana demuestra que la cultura no se impone desde arriba, sino que se siembra desde abajo, con paciencia y coherencia.

Uno de los pilares de su trabajo fue la fundación del Taller Literario César Vallejo, creado en 1979 en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Ese taller nació como una necesidad y una respuesta: en medio de un contexto social de posguerra, donde las instituciones aún buscaban estabilidad

Morrison pertenece a la generación que entendió que después de la guerra y la dictadura el país necesitaba, además de reconstrucción económica, una reconstrucción simbólica. Esa reconstrucción no podía venir solo de la política, sino del arte, de la palabra y de la organización cultural. Por eso, su labor ha estado orientada a la educación estética, a la promoción de la lectura, a la consolidación de un tejido cultural donde el ciudadano pueda reconocerse como parte de una comunidad creativa. En ese sentido, su figura es una lección de constancia, civismo y responsabilidad intelectual.

Hoy, al mirar su trayectoria, puede decirse que Mateo Morrison ha logrado algo que muy pocos alcanzan: convertir la cultura en una forma de acción. No en un discurso, ni en un adorno, ni en un privilegio, sino en una práctica vital. Su vida es la demostración de que la gestión cultural puede ser un arte en sí misma, un modo de servir, una ética. Gracias a su esfuerzo, muchos escritores encontraron un espacio, muchos lectores encontraron una voz, y la cultura dominicana ganó una estructura más sólida y una conciencia más clara de sí misma. Mateo Morrison es, en suma, un maestro cultural en el sentido más amplio y profundo del término: alguien que enseña, orienta, organiza y deja huella, no desde la autoridad del cargo, sino desde la autoridad del ejemplo.

Plinio Chahín

Escritor

Poeta, crítico y ensayista dominicano. Profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros: Pensar las formas; Fantasmas de otros; Sin remedio; Narración de un cuerpo; Ragazza incógnita;Ojos de penitente; Pasión en el oficio de escribir; Cabaret místico; ¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el silencio y otros textos, Premio Nacional de Ensayo 2005; Hechizos de la hybris, Premio de Poesía Casa de Teatro del año 1998; Oficios de un celebrante; Solemnidades de la muerte; Consumación de la carne; Salvo el insomnio; Canción del olvido; entre otros.

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