Hay encuentros intelectuales que sobreviven a las biografías, y frases aparentemente menores que revelan la hondura de una amistad. Entre Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña hubo siempre un diálogo secreto, lleno de respeto mutuo, de admiración y de un afecto tácito que ambos, con la sobriedad de su tiempo, no declararon demasiado. Pero ese vínculo queda cifrado en un gesto mínimo, delicado y profundo: Borges le pide a Pedro Henríquez Ureña que investigue una copla sevillana, una saeta antigua que dice:
“¡Oh Muerte, ven callando, como suele venir en la saeta!”.
Esta petición aparece en el texto borgeano “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, incluido en el libro “El oro de los tigres”, publicado por la editorial argentina Emecé (1972). Allí, Borges imagina —o recuerda— un encuentro onírico con su maestro y amigo. En ese espacio que es sueño y homenaje, Borges entrega a Pedro una tarea que es más que un encargo filológico: es una llave simbólica, una invitación a descifrar la muerte, el silencio y la tradición popular andaluza desde la sensibilidad profunda que Borges sabía que Pedro Henríquez Ureña poseía. ¿O acaso es Pedro quien entrega la tarea a Borges?
Borges no elegía al azar. Él sabía quién era Pedro Henríquez Ureña: el gran humanista, el filólogo de rigor incomparable, el ensayista de intuición luminosa, el amigo fiel. Durante años, ambos compartieron tertulias, clases, conversaciones y esa relación particular que Borges tenía con aquellos a quienes reconocía como maestros. Borges siempre repitió que Pedro había sido una de las inteligencias más finas que conoció en su vida. Por eso, pedirle que investigara la copla no era un gesto casual: era una forma de honrarlo.
Pero ¿qué significaba esa copla? ¿Y por qué Borges decidió entregársela precisamente a él?
En la saeta andaluza, el canto es una súplica que sube verticalmente hacia lo sagrado. La frase “Oh Muerte, ven callando” contiene una verdad esencial: la muerte verdadera no irrumpe, no grita, no violenta; llega como suelen llegar las cosas decisivas: en silencio. Para Borges, esa imagen era inseparable de su propia visión del destino humano. Y Pedro Henríquez Ureña, lector de mística española, estudioso de la tradición poética peninsular, era la persona ideal para desentrañar esa metáfora.
Borges, a su modo, le estaba diciendo: “Solo tú puedes escuchar el silencio donde esta copla habla”.
Y esa frase, diminuta en apariencia, revelaba la confianza intelectual y afectiva que había entre ellos.
El gesto, sin embargo, adquiere un sentido trágico cuando recordamos la muerte de Pedro Henríquez Ureña. Borges narra que él mismo —o su memoria, o su sueño— le dijo a Pedro que esa copla se la había dado alguien en secreto, misteriosamente, como quien recibe un rastro precioso que debe seguir. Pedro, siempre metódico, siempre atento al detalle humano y filológico, le prometió indagar en ella. Y lo hizo: llevaba la copla en la mente cuando, pocos días después, emprendió su viaje hacia La Plata, donde impartía clases en la universidad.
Pero a mitad del camino, en un vagón de tren, Pedro Henríquez Ureña murió silenciosamente.
Murió, podría decirse, como suele venir la muerte en la saeta: callando.
Ese hecho, tan sobrio y tan devastador, convirtió la petición de Borges en una especie de despedida involuntaria, en un último puente entre dos inteligencias que se admiraban profundamente. El encargo quedó suspendido, como si la copla hubiera sido una premonición de la partida definitiva del maestro. Borges, que siempre leyó los símbolos como signos del destino, percibió en ese desenlace un sentido profundo.
No es exagerado afirmar que, en la memoria de Borges, la muerte de Pedro quedó unida para siempre a la frase de la copla. A partir de entonces, “Oh Muerte, ven callando” ya no era solo una súplica ritual andaluza, sino la forma misma en que la muerte vino a buscar a su amigo. No con violencia, no con tragedia barroca, sino con esa quietud casi literaria que Borges siempre vio como una forma de destino.
La amistad entre Borges y Pedro Henríquez Ureña había comenzado temprano, en Buenos Aires, en los años veinte y treinta, cuando ambos se frecuentaban en bibliotecas, tertulias y círculos literarios. Pedro fue uno de los primeros que advirtió el genio de Borges, y Borges nunca lo olvidó. Lo consideraba un modelo de integridad intelectual. Lo veía como alguien en quien la erudición y la ética estaban unidas por un mismo hilo.
Esa amistad se expresó siempre a través de la conversación, la literatura y los pequeños gestos. Borges no era un hombre expansivo emocionalmente, pero sí lo era en su forma de rendir homenaje. El pedido de investigar la saeta es uno de esos homenajes íntimos, cifrados, típicamente borgeanos: un tributo que se expresa a través de un misterio compartido.
Cuando Borges escribe El sueño de Pedro Henríquez Ureña, reconstruye ese diálogo último y lo convierte en una pedagogía de la amistad. Borges le confía a Pedro un enigma, como si la amistad consistiera en compartir secretos lingüísticos, símbolos arcaicos, trozos de tradición. En esa escena soñada, Borges no solo reconoce la brillantez del maestro: le entrega una parte de su propia sensibilidad.
Tras la muerte de Pedro, Borges guardó la copla como quien guarda una reliquia. Porque esa frase había pasado por el corazón de su amigo, porque fue el último gesto intelectual que compartieron, porque en ella estaba inscrito —sin que Borges lo supiera— el tipo de muerte que Pedro tendría: una muerte que no reclama, que no asusta, que simplemente llega.
La imagen del maestro cerrando los ojos en un tren, camino a una clase, rodeado de libros, de apuntes, de su vocación inalterable, es una de esas escenas de la historia cultural que parecen escritas por un narrador omnisciente. Y, como sabían Borges y Pedro, la literatura siempre encuentra sus símbolos antes que la vida los confirme.
Por eso, la copla sevillana, en su simplicidad, se transformó en una elegía involuntaria:
“Oh Muerte, ven callando, como suele venir en la saeta.”
Pedro Henríquez Ureña murió así: en silencio, en tránsito, cumpliendo su oficio, sin grandilocuencia, como si respondiera a una música que él mismo había estudiado y entendido mejor que nadie.
Hoy, al releer lo que Borges escribió sobre él, entendemos la hondura de ese vínculo. El pedido de investigar la saeta no fue un capricho erudito. Fue un acto de amistad. Un gesto de confianza. Un reconocimiento. Y también una despedida que Borges no sabía que estaba escribiendo.
La muerte que viene callando no solo toca la copla: toca la amistad borgeana, toca la memoria literaria de América y toca el corazón de un lector que descubre cómo un símbolo mínimo puede abarcar la vida entera de dos hombres que se respetaron profundamente.
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