Llegó Fellito y siempre tuvo claro que no volvía a Villa Francisca, que se quedaba en su Yonkers, en su trabajo de sastre en las factorías de Queens, a una hora de tren desde el Alto Manhattan y a su lunch de media hora con el resto de compañeros esclavos.
Sus navidades pertenecieron siempre a la media isla. Regresaba con la euforia de reencontrarse con su patio, con su gente, aclarando al personal que solo para Navidad.
Retornaba a la Caracas con Duarte, su barrio, al recuerdo de sus antiguas penurias. Claro, al bembé de los amigos borrachones, a los panas decuiditas cuyo centro de operaciones es la Duarte con Paris, a los ex combatientes de los que “pelearon al lado de Caamaño” con menos edad que él, a los cuereros empedernidos que ya hicieron residencia en los antros de los chinos de la Barahona y la San Martín, ya Luis Terror Días lo cantó, en la Barahona hay un cabaret.
Fellito, viudo y sin hijos, más solo que el último botón de la camisa, llegando al aeropuerto, cargando varios litros de VAT 69 regados en sus tres maletas bermellonas.
Cuando el whisky alcanzaba el level 10 en los cerebros cocinados por los efectos tardíos de varios días de tragos y nicotina, el sastre repetía el mismo cuento sobre cómo aprendió a ganarse la vida. En la Ravelo comenzó a la mala sin saber un coño del oficio, por pura necesidad, después de la reprimenda de su papá por ser un maldito vago. Jamás asistió al Liceo Juan Pablo Duarte. Se pasó la adolescencia arreglando ruedos de pantalones y zurciendo camisas, pantalones, botones ajenos y cremalleras en sastrerías de patio dedicadas más que nada a coser los uniformes de los corruptos y lambones oficiales medios del Triunvirato, a remendar los trajes de diablos cojuelos de los niños de su barrio Villa Francisca. Disfraces amarrillos y coloraos, propios de las carencias y de las alegrías para lucirlos al amanecer de cada 27 de febrero.
Pero la gran pasión juvenil de Fellito fue llega a ser bongosero como el joven Roberto Roena, miembro de la maravillosa máquina del tumbao de Cortijo y su Combo , muy de moda a principios de los 60. No te cambies que no vas, Fellito, le decía al oído la puta vida. Lo tuyo es ser sastre en Nueva Yol.
Hacia principios de septiembre del año 1965, la insurrección cívico militar encabezada por Caamaño y sus tropas constitucionalistas en Santo Domingo llegó a su fin en la Fortaleza Ozama.
El coronel pronunció aquel histórico discurso de una contundencia excepcional : “Porque me dio el pueblo el poder , al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ningún poder es legítimo si no es otorgado por el pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato público”. Que iluso fuiste Caamaño.
Tras la derrota de abril, ya Radio Bemba comentaba que todo no iba a ser igual y había que escapar del insospechado pero potencial plan de exterminio de Don Elito hacia los Estados Unidos, que estaban regalando visas para bajarle fuego a la candelá de la todavía hirviente olla de la “Revolución”.
Fellito no se quedó atrás. Sacó una de las visas que regalaba el consulado gringo y marchó hacia lo desconocido.
Su maestría y maña le permitió ganar , para la época, 4.50 dólares la hora. El tumbao se lo dejó a Roena que al cabo del tiempo ganó más dinero que él. El inglés de Fellito era similar a un crucigrama sin palabras. La gente tenía que adivinar lo que decía.
El salario, más los picoteos por fuera, le permitía gozar cada final de año de las parrandas y amanecidas de su cofradía en Santo Domingo.
Fellito y sus panas eran los reyes del mambo desde la avenida San Martin hasta mucho más allá de la Máximo Gómez, casi llegando al mercado de carne magra de la Tía Herminia.
Los bares de chinos a media luz y las hetairas sirviendo en ropas ligeras. Chino, cámbiame lo vaso y la mujere. Sentadas a petición de los clientes en sus piernas, fumando y tosiendo cigarrillos Pall Mall de los que traía el sastre de Nueva Yol.
Sí, porque Fellito era de los pocos dominicanos que regalaban propinas, sostenes, neceser, perfumes baratones y dinero verde constante, delirante y sonante.
Las prostis le hacían sancochos en sus miserables casas y llevaba pañales y juguetes para sus bebés.
El resto de la cofradía bullanguera sobrevivía en trabajos de baja remuneración en las calles de un Santo Domingo para entonces más pobre, de niños descalzos bañándose en las cunetas cuando el aguacero era fuerte y sostenido, deliverys haciendo mandados a pie y mujeres cocinando en fogones de piedra esperando que el Cuabero de Johnny Ventura pasará por el frente de su casa.
Al Vizcaya invitaba Fellito, claro, a comer asopaos de mariscos cuando la juma era poderosa y había que frenar el “jannovel” para seguir bebiendo al otro día.
El primer lugar que visitaba Fellito tan pronto se desmontaba del avión era mi casa. A mi padre le traía un whisky VAT 69, cigarrillos Pall Mall ¡of course! y bolones de chocolate envueltos en papel de colores , brillantes y luminosos, para mí hermana y yo.
La cofradía se olía la llegada de Fellito. Entonces la sala de nuestra casa se llenaba de gente divertida con la cara de la irresponsabilidad en sus rostros.
Hacían un círculo de mecedoras y sillas para beber y contar cuentos pornos y aplatanados. Los niños correteando la ronda de adultos para comer boca o esperar que cayeran los cheles y surtirnos de paqueticos de cohetes chinos con el gallito comparón, velas romanas , pataegallina y bucapié, similar a las escenas de Oscar Wao en los paris de los adultos.
Mientras, en la cocina, las mujeres cocinaban mondongos, asopaos y sancochos, día y noche, para Fellito y la pandilla.
No se asusten sobre las mujeres cocinando para los hombres. En los 60, nadie era políticamente correcto y el machismo era la norma. La respuesta natural a esa cotidianidad del gran hombre proveedor y macho cabrón de la casa.
La cosa es que Fellito, a diferencia de Juanita, siempre volvía al Nueva Yol nevado tropical.
Es que aquella inmigración dominicana gozaba de cierta bonanza. Los alquileres en los bildin eran baratos . Se empezó a bregar con la nieve y el frío, al over time remunerado y a trabajos para todos, aunque los testículos se pusieran como pasitas de ciruelas.
Además, lo más importante, la gente, empezó a acumular pequeñas fortunas que luego se convirtieron en casas propias y pequeños negocios en Santo Domingo.
El “viento frío que dejó aquella guerra del coronel que entregó el poder al pueblo despertó las ansias de mejores vidas en su tierra a los dominicanos que cruzaron a la Gran Manzana, que de manzana solo tiene el nombre. Gran Bola de Cemento.
Sí, Fellito siempre dijo que no volvía. Aunque tenga que enfundarse dos abrigos, guantes y bufandas. Siempre con su sombrerito negro con la plumita roja a la izquierda y los zapatos de dos colores. La chalina y la camisa blanca y los pantalones ajustados a lo Cortijo, uno de sus ídolos salseros después de Roberto Roena.
Fellito murió y cumplió su promesa. Dijo que no volvía y no volvió. Lo enterraron en la Gran Bola de Cemento. Colocaron su sombrero de pluma roja sobre su tumba y el viento frío y helado lo hizo volar hacia ningún lugar.
¡Japiniuyial, Fellito, en paz descanse!
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