Irene Vallejo visitó el país invitada por la Universidad APEC, que le otorgó el título de profesora honoris causa, y también por la Fundación René del Risco Bermúdez y Mar de Palabras, dirigida por Minerva del Risco y coordinada por Julissa Álvarez Caro —en su rol de Directora Ejecutiva—, instituciones comprometidas con la promoción cultural y literaria. En el marco de esta visita tuvo lugar, además, el coloquio celebrado en el Banco Central entre José Mármol y la propia Vallejo, un encuentro que profundizó en el poder de la palabra y su vigencia en el debate contemporáneo. Con todos estos actos, la presencia de la autora española se convirtió en un espacio privilegiado para repensar la lectura y sus resonancias en nuestra vida pública.

La visita de Irene Vallejo a la República Dominicana, y su coloquio con José Mármol en el Banco Central, reavivó una reflexión que es tan antigua como urgente: la tensión entre la palabra y el poder. En la conversación, Vallejo insistió en que la historia de los libros es también la historia de las luchas humanas por preservar la memoria, defender la imaginación y resistir al silencio impuesto por los poderosos. La palabra puede ser un refugio, una rebelión o un puente. Pero, como toda herramienta simbólica, no siempre estuvo al alcance de todos. La lectura —ese acto íntimo y a la vez social— comenzó siendo un privilegio restringido a élites políticas, religiosas o militares. Solo mucho después se convirtió en el instrumento democratizador que hoy celebramos.

Irene Vallejo.

Lo fascinante de los planteamientos de Irene Vallejo es que logra conectar esa historia remota con las preocupaciones contemporáneas: la lectura como derecho, la escritura como resistencia, la palabra como un territorio donde se decide la libertad o la opresión de los pueblos. Su diálogo con José Mármol, un poeta y pensador profundamente atento al vínculo entre ética, ciudadanía y lenguaje, permitió insertar estas ideas en el contexto dominicano, donde la lectura ha sido también una forma de ascenso social, de insurrección intelectual y de diálogo entre generaciones.

La historia de la lectura es, en gran medida, la historia de la desigualdad humana. En el mundo antiguo, desde las tablillas sumerias hasta los rollos egipcios, solo los escribas y sacerdotes dominaban el arte de leer y escribir. La alfabetización era una especie de llave secreta que abría las puertas del poder administrativo, político o sagrado. La lectura no era un placer, ni un derecho: era una función. La palabra era herramienta de registro, cálculo, control. Como recuerda Vallejo en “El infinito en un junco”,  incluso en la Biblioteca de Alejandría, donde se custodiaba el saber del mundo, la lectura estaba reservada a una minoría privilegiada que podía acceder al conocimiento mientras la mayoría permanecía excluida.

José Mármol, Soraya Lara, Irene Vallejo y Enrique Mora.

Ese elitismo estructural se trasladó al Medioevo europeo, cuando los monasterios se convirtieron en las bóvedas vivientes del saber escrito. Leer era prácticamente un acto monástico. Los textos circulaban bajo vigilancia estricta, y la producción de libros era tan lenta y laboriosa que solo los grandes señores, las instituciones religiosas y algunos reyes podían poseerlos. La lectura como experiencia íntima, emocional o recreativa era impensable. Leer era un acto de poder, y la palabra escrita, un territorio casi inexpugnable.

Sin embargo, algo cambió para siempre con la invención de la imprenta de tipos móviles. A partir del siglo XV, el libro se multiplicó, primero tímidamente y luego con un ímpetu que trastocó toda la estructura social. De repente, el conocimiento dejó de ser un jardín cerrado y empezó a circular entre comerciantes, artesanos, burgueses y, lentamente, entre las clases populares. La Reforma protestante, la Ilustración, las revoluciones políticas: todas tuvieron como fundamento la democratización de la lectura. La palabra liberada trajo nuevas libertades —pero también nuevos conflictos— porque el poder comprendió, quizá demasiado tarde, que dominar el lenguaje ya no era suficiente para controlar a los ciudadanos.

Irene Vallejo y José Mármol.

La distinción entre la palabra del poder y el poder de la palabra, mencionada en el coloquio, permite entender una tensión que atraviesa toda la historia. La palabra del poder es vertical, prescriptiva, interesada. Se expresa en decretos, dogmas, manuales, discursos oficiales. Aspira a imponer un relato único, a moldear la percepción ciudadana, a fijar los marcos del pensamiento colectivo. La palabra del poder quiere clausurar la imaginación porque la imaginación es, precisamente, la fuente primaria de la disidencia.

En cambio, el poder de la palabra surge cuando los ciudadanos se apropian del lenguaje. Cuando leen, interpretan, dialogan, cuestionan. La lectura vuelve porosa a la autoridad, relativiza sus verdades, introduce matices. Un lector es, en esencia, un ciudadano que ha aprendido a no conformarse con la primera versión de los hechos, sino a buscar la complejidad que el poder a menudo quiere simplificar.

Y aquí vuelve la pertinencia del diálogo entre Vallejo y Mármol: ambos reconocen que el lenguaje no es neutro. Toda lectura es una forma de resistencia, incluso cuando no lo pretende. Leer es abrir grietas en el discurso hegemónico, confrontar lo establecido, imaginar otras posibilidades de comunidad. En República Dominicana, como en tantos países latinoamericanos, la lectura ha servido para tensar la relación entre el individuo y el Estado, entre la cultura oficial y la cultura crítica, entre la obediencia y la libertad. Desde los primeros cronistas hasta los debates contemporáneos sobre educación y ciudadanía, el lector aparece siempre como una figura que incomoda, que busca más allá de lo visible.

Pero más allá de la dimensión histórica o política, leer sigue siendo un acto íntimo. Uno de los puntos que Irene Vallejo suele recalcar es que cada lector —por humilde que sea— repite, a su manera, un ritual milenario. Cuando abrimos un libro, dejamos de ser únicamente habitantes de nuestro tiempo. Entramos a una conversación que comenzó miles de años atrás. Ese puente invisible, hecho de tinta y respiración, nos permite cruzar civilizaciones, geografías y épocas. Somos, como decía Borges, “un solo lector”, acumulado por siglos de humanidad.

La lectura nos reconfigura desde dentro. Amplía nuestro mundo emocional, refina nuestra sensibilidad, nos vuelve más capaces de ver lo invisible. Nos entrega lenguajes para nombrar lo que sentimos, para entender lo que nos ocurre, para imaginar lo que aún no existe. Es, por tanto, un acto profundamente terapéutico. Si la palabra del poder ordena, la palabra del lector desordena, despliega, crea. La lectura es la experiencia más democrática de todas las artes: cualquier persona puede, al abrir un libro, convertirse en interlocutor de Homero, de Cervantes, de Baldwin, de Alejo Carpentier o de Hilma Contreras.

El coloquio en el Banco Central recordó que la defensa de la lectura no es una cuestión cultural exclusivamente, sino política y social. Un país que lee es un país que dialoga consigo mismo. Es un país menos vulnerable a los fanatismos, menos frágil ante los discursos simplificadores y más apto para comprender la complejidad del mundo.

República Dominicana, como muchas naciones latinoamericanas, vive hoy un momento en el que la lectura se juega su futuro: entre la fascinación por las tecnologías y la fragilidad de los sistemas educativos, entre la inmediatez digital y la profundidad del libro. Pero también es un país donde la palabra ha demostrado ser capaz de resistir oscuridades: desde los escritores perseguidos en la Era de Trujillo hasta los poetas contemporáneos que defienden la pluralidad democrática. La lectura ha acompañado cada transición política importante, cada debate ético, cada renovación generacional.

Cuenta una anécdota que, durante la Antigua Roma, un esclavo llamado Epafrodito salvó la vida de un manuscrito de Homero escondiéndolo entre sus ropas mientras su casa ardía. Podía haber salvado alimentos, monedas o bienes materiales. Pero eligió salvar un libro. Cuando le preguntaron por qué, respondió: “Porque es lo único que puede decirnos cómo seguir siendo humanos”.

Esta pequeña historia, que Vallejo suele recordar en sus charlas, sintetiza la esencia de lo que representó su visita al país. Leer es un acto de humanidad. Es, quizá, el más hermoso gesto de continuidad que existe: alguien escribió un texto para un lector desconocido, en un futuro todavía inexistente, confiando en que la palabra sobreviviría al tiempo, al fuego, a los imperios y a los olvidos. Y ese lector somos, cada vez, nosotros.

La lectura empezó siendo privilegio. Hoy es, o debería ser, un derecho inviolable. Pero sigue conservando su antiguo poder: el de enseñarnos a pensar, a resistir, a imaginar. Por eso, cuando Irene Vallejo habla del libro como un milagro y José Mármol del lenguaje como ética, están recordándonos que defender la lectura no es simplemente defender una práctica cultural, sino una forma de libertad. La palabra del poder puede intentar imponerse, pero el poder de la palabra —cuando pasa por los ojos de un lector— siempre encuentra el modo de renacer.

Plinio Chahín

Escritor

Poeta, crítico y ensayista dominicano. Profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros: Pensar las formas; Fantasmas de otros; Sin remedio; Narración de un cuerpo; Ragazza incógnita;Ojos de penitente; Pasión en el oficio de escribir; Cabaret místico; ¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el silencio y otros textos, Premio Nacional de Ensayo 2005; Hechizos de la hybris, Premio de Poesía Casa de Teatro del año 1998; Oficios de un celebrante; Solemnidades de la muerte; Consumación de la carne; Salvo el insomnio; Canción del olvido; entre otros.

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