“La moral es la base de la política.” Eugenio María de Hostos
La costumbre de lo inaceptable
Un país no se descompone por una catástrofe repentina. Se descompone cuando el abuso se repite, cuando la falta se negocia y cuando el poder actúa sin consecuencias. En ese punto, la impunidad deja de ser anomalía y se convierte en rutina.
El mayor riesgo no son los atajos, sino habituarse a ellos. Cuando la degradación se normaliza, el cansancio se disfraza de prudencia y la ética deja de ser un deber colectivo para convertirse en una opción individual.
Vivimos una fatiga social acumulada: promesas que no se cumplen, escándalos que se reciclan, funcionarios que entran por una puerta y salen por otra sin rendir cuentas. Esa fatiga debilita a la ciudadanía y la vuelve vulnerable a cualquier orden que prometa alivio, incluso si ese alivio se compra al precio de la coherencia, los derechos y la dignidad.
El silencio también gobierna
Los pueblos no solo escuchan lo que se dice; interpretan, sobre todo, lo que se calla. El silencio prolongado, cuando no se explica, no se corrige y no se asume, erosiona la confianza pública con más eficacia que cualquier discurso fallido.
Este ensayo no nace de la coyuntura mediática, sino de una pregunta incómoda: ¿qué ocurre cuando vivir sin consecuencias se vuelve normal? El cambio llegó al poder con una promesa explícita de transparencia y decencia, un pacto moral con la ciudadanía. Pero la confianza no es un capital inagotable. Cuando se resiente, exige respuestas.
En política, el silencio nunca es neutro: siempre comunica.
Escenas del cansancio: el rol de los organismos de control
Un hospital sin medicamentos. Un desfalco millonario documentado en el Seguro Nacional de Salud. Un implicado principal que negocia, devuelve una parte, evita la cárcel y cumple custodia en su casa. El mensaje es devastador: robar al Estado puede no tener castigo real si la impunidad se administra con habilidad.
Mientras tanto, ministros y funcionarios se perpetúan en los cargos sin evaluación pública ni relevo institucional. El poder se concentra, se vuelve opaco y termina erosionando los cimientos mismos del Estado.
Pero el cansancio social no proviene únicamente del delito, sino de la pasividad de quienes están llamados a prevenirlo. Los organismos supervisores y de control (Contraloría, Compras y Contrataciones Públicas, Ética Gubernamental, superintendencias) aparecen con frecuencia como estructuras formales: observan, informan, recomiendan, pero rara vez producen consecuencias proporcionales al daño causado.
La Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental, investida de la responsabilidad de advertir y orientar, ha optado en momentos cruciales por el silencio o por una autodefensa institucional que reduce la ética a protocolo y trámite. Cuando la ética se burocratiza, pierde su fuerza moral.
Cuando quienes deben supervisar callan o administran la tibieza, el mensaje a la ciudadanía es inequívoco: hay controles, pero no consecuencias.
Cuando lo incorrecto se vuelve costumbre
El problema ya no es solo descubrir la corrupción o denunciar los atajos, sino acostumbrarnos a ellos. Aceptar lo mal hecho como parte del paisaje y confundir el agotamiento con sensatez política.
Cuando un país aprende a vivir sin consecuencias, se conforma con cualquier orden que prometa tranquilidad, aunque esa calma se construya a costa de principios. Lo excepcional se vuelve norma. La impunidad deja de indignar y comienza a parecer inevitable.
La consecuencia como frontera ética
Los pueblos no se pierden de golpe: se desvían cuando renuncian a exigirse. Sin embargo, incluso en los tiempos más opacos, la posibilidad de recomenzar no desaparece del todo.
Una política sin fundamento moral es una farsa. La verdadera libertad y el progreso auténtico nacen de la conciencia ética de ciudadanos y líderes. Mientras esa conciencia exista, el país conserva una oportunidad: no para salvarse con gestos épicos, sino para reconstruirse desde la dignidad.
Cuando el poder debe responder
Gobernar no es administrar el cansancio social ni sostener una calma aparente a fuerza de silencio. Gobernar es responder cuando la confianza se resquebraja.
La estabilidad construida sobre el olvido es frágil. El ejercicio del poder sin ética no es eficiencia: es irresponsabilidad con mejor maquillaje.
Asumir errores no debilita al gobernante; lo humaniza. Corregir a tiempo protege la autoridad moral del Estado. El silencio prolongado, en cambio, desgasta más que cualquier error enfrentado con claridad.
Aún restan años de gobierno. Tiempo suficiente para rectificar el rumbo y demostrar que el proyecto de país no está atado a nombres que fallaron, sino a principios que deben prevalecer.
Lo que queda cuando todo pasa
Los cargos pasan. Las coyunturas se disuelven. El ruido se apaga. La historia queda.
Y la historia no pregunta cuántas obras se inauguraron, sino qué se permitió y qué se corrigió. No absuelve el silencio cómodo ni premia la estabilidad construida sobre el olvido.
Cuando todo ha sido dicho, corresponde exigir consecuencias: que los culpables respondan, que lo robado sea devuelto, que el daño sea reparado. Porque cuando se roba al Estado no solo se vacían las arcas públicas: se hiere el porvenir.
Un país sin consecuencias es un país sin destino.
Pero un país que recupera la consecuencia como norma moral vuelve a tener camino.
Aún estamos a tiempo.
La justicia es la última frontera.
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