En la historia cultural de un país hay momentos que se vuelven símbolos, no porque hayan sido programados, sino porque la conciencia colectiva los convierte en un punto de inflexión. La reciente decisión de diez de los doce  artistas premiados en la Bienal Nacional de Artes Visuales de la República Dominicana, de solicitar una restitución del galardón otorgado a la obra “Lo que no se saca de raíz, vuelve a crecer”, en solidaridad con David Pérez, no es un simple gesto de protesta: es una afirmación ética, una declaración de principios sobre lo que significa ser artista en una sociedad que a veces parece olvidar la dimensión moral del arte.

La anulación del premio a David Pérez no fue solo un hecho administrativo. Fue un golpe a la credibilidad de la Bienal, una herida a la transparencia institucional y al respeto por la decisión soberana de un jurado. Pero más allá del acto en sí, lo que siguió —la respuesta de la mayoría de los premiados— se transformó en una manifestación de conciencia estética y moral, en una forma de resistencia civil dentro del campo artístico. Porque cuando el poder institucional vulnera el espacio de la creación, solo la ética de los creadores puede restablecer el equilibrio.

ODISEO. Premio 23 Bienal Nacional de Artes Visuales. 2006.

En ese sentido los artistas firmantes aseguran que el Ministerio de Cultura “al anular una parte de la decisión y desautorizar al jurado, los demás premios quedan en un limbo legal, porque el acta es un documento legal. ¡Un problema serio, sin precedentes…! “

Asimismo, subrayan en su carta “que la resolución ministerial se apoya en una interpretación puramente lingüística del término "perecedero" —según la definición de la Real Academia Española—, desconociendo los criterios museológicos y profesionales establecidos por el Consejo Internacional de Museos (ICOM), organismo rector de los estándares internacionales en conservación y manejo de colecciones”.

"El uso de definiciones no especializadas debilita la legitimidad del proceso y sienta un precedente peligroso para la autonomía curatorial y la libertad de creación artística", afirma el documento.

Durante el encuentro, los artistas Lucía Méndez Rivas (Gran Premio de la Bienal), José Levy, Noa Batlle, Soraya Abu Nabaá, Yéssica Montero, Colectivo Modafoca, Pedro Troncoso, José Morbán, Jessica Fairfax Hirst y Fued Yamil Koussa acordaron enviar una carta formal al Ministro de Cultura solicitando la restitución del marco conceptual museológico que fundamentó la evaluación y los premios otorgados por el jurado.

Esa reacción cuasi colectiva de los premiados marca una ruptura histórica. La Bienal, que nació como una celebración de la diversidad y la excelencia del arte dominicano, se ve ahora confrontada con su propio reflejo: el de una estructura que debe revisar sus fundamentos, su modo de actuar y su relación con los artistas. Lo que ocurrió no puede entenderse solo como un episodio aislado; es síntoma de una crisis más profunda que atraviesa el sistema cultural dominicano, una crisis de confianza entre los creadores y las instituciones encargadas de representarlos.

Los artistas, al exigir una restitución del premio otorgado a David Pérez, asumen una posición de dignidad que devuelve al arte su valor original: el de ser una forma de verdad. Porque el arte, cuando se somete a intereses políticos, a manipulaciones burocráticas o a decisiones autoritarias, pierde su libertad esencial. Y si algo ha demostrado este gesto, es que los creadores dominicanos no están dispuestos a renunciar a esa libertad. Esta actitud —que es, en apariencia, un acto de pérdida— se convierte, paradójicamente, en una victoria moral. Es la afirmación de que el arte vale más que el reconocimiento, más que el dinero, más que la vanidad institucional.

Este episodio nos obliga a preguntarnos qué lugar ocupa hoy la Bienal Nacional de Artes Visuales dentro de la vida cultural del país. ¿Es todavía un espacio de legitimación artística y de estímulo a la creación, o se ha convertido en un campo de tensiones donde prevalecen los intereses del poder sobre el criterio artístico? ¿Sigue siendo la Bienal una plataforma para la reflexión estética, o ha derivado en un evento administrativo, ajeno a los verdaderos desafíos del arte contemporáneo?

El gesto de los artistas revela, con fuerza, que las instituciones culturales no pueden existir sin legitimidad moral. Los museos, los ministerios, los jurados, los comités organizadores son necesarios, pero solo tienen sentido si se sostienen sobre la confianza y el respeto. Una Bienal sin esa confianza es una forma vacía, un ritual sin alma. En cambio, la reacción de los artistas le devuelve al arte su carga simbólica: la del compromiso con la justicia, la coherencia, la solidaridad.

TOTEM. Premio Bienal Nacional de Artes Visuales. 1996. Cerámica.

No es la primera vez que el arte se levanta contra el poder que intenta controlarlo. En distintos momentos de la historia, los creadores han sido los guardianes de la conciencia. En la República Dominicana, ese gesto colectivo no solo tiene valor estético o político, sino también pedagógico. Enseña. Enseña que el arte no es sumisión, que la creatividad es también una forma de dignidad, que la solidaridad entre artistas puede ser más fuerte que cualquier decreto institucional.

El gesto de los diez artistas premiados es, por tanto, una lección de ciudadanía. Cuando las estructuras formales fallan, son los individuos quienes deben encarnar los valores que se pierden. En un país donde las instituciones muchas veces se vacían de contenido, los artistas —que deberían ser los primeros en recibir el reconocimiento del Estado— se convierten ahora en los guardianes de la ética pública. Es una inversión de roles: los premiados son, en realidad, quienes devuelven el honor a la Bienal, al recordarle que sin justicia no hay arte posible.

Este episodio también expone una tensión estructural entre el arte y el poder. Las instituciones culturales, cuando se cierran sobre sí mismas, corren el riesgo de olvidar que su misión no es controlar, sino acompañar. Una Bienal no pertenece al ministerio que la organiza ni al comité que redacta sus bases. Pertenece a los artistas y al público. Es patrimonio colectivo, espacio de libertad y de pensamiento crítico. Cuando ese principio se traiciona, cuando un premio se anula de manera arbitraria, lo que se vulnera no es solo a un artista, sino a toda una comunidad creativa.

Por eso, la reacción solidaria tiene una dimensión política en el mejor sentido del término: política como conciencia del bien común, como defensa de la justicia simbólica. Los artistas dominicanos, al actuar juntos, reconstruyen un tejido ético que las instituciones parecían haber olvidado. Y esa unión —rara, luminosa, profundamente necesaria— se convierte en el verdadero acontecimiento de la Bienal.

A veces, los momentos más valiosos de la cultura no ocurren en el escenario de la premiación, sino en el gesto silencioso que la contradice. Este es uno de esos momentos. La historia recordará menos los nombres de los jurados o las actas de los comités, y más la imagen de un grupo de artistas que, en nombre de la verdad, defienden la dignidad del arte. Ese acto, pequeño en apariencia, redefine el sentido del reconocimiento: el premio ya no lo otorga la institución, sino la conciencia colectiva.

Composición fotográfica de distintos momentos de las bienales.

En el fondo, lo que está en juego es la legitimidad del arte dominicano ante sí mismo. Y esa legitimidad no depende de decretos ni de ceremonias, sino de la coherencia de quienes lo hacen posible. Hoy, el gesto de los artistas se inscribe en la tradición de las grandes resistencias morales del arte: un recordatorio de que la creación no puede ser cómplice del silencio, ni del miedo, ni del poder injusto.

La Bienal deberá renacer de este episodio. No como una revancha, sino como una oportunidad para repensarse. Deberá revisar sus mecanismos, sus modos de decidir, su distancia frente a los artistas. Y sobre todo, deberá recuperar la confianza, esa palabra tan frágil que sostiene toda relación entre creador e institución.

Quizás, al final, este suceso doloroso haya revelado algo profundo: que el arte dominicano está más vivo de lo que muchos creen. Que los artistas saben cuándo deben hablar y cuándo callar, cuándo recibir y cuándo devolver. Que detrás de cada obra hay una ética. Y que, en medio de la incertidumbre, todavía hay quienes defienden la dignidad como el verdadero premio.

Porque el arte, cuando se pone de pie, no necesita trofeos. Le basta la verdad.

Plinio Chahín

Escritor

Poeta, crítico y ensayista dominicano. Profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros: Pensar las formas; Fantasmas de otros; Sin remedio; Narración de un cuerpo; Ragazza incógnita;Ojos de penitente; Pasión en el oficio de escribir; Cabaret místico; ¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el silencio y otros textos, Premio Nacional de Ensayo 2005; Hechizos de la hybris, Premio de Poesía Casa de Teatro del año 1998; Oficios de un celebrante; Solemnidades de la muerte; Consumación de la carne; Salvo el insomnio; Canción del olvido; entre otros.

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