Donde todos quieren ir, pero pocos logran entrar
A las cinco de la tarde, cuando el sol se derrite sobre las piedras centenarias y la brisa acaricia los muros del siglo XVI, la Ciudad Colonial, ese lugar por excelencia que todo turista que nos visita, sueña conocer, hace algo insólito: apaga su historia, su cultura, y enciende el volumen y las botellas.
Los museos cierran sus puertas como si la memoria necesitara dormir temprano, y en su lugar despiertan los colmadones, tarantines y discotecas con su rugido de bocinas. Las cervezas se destapan, las bachatas y el reguetón compiten por decibeles, con la memoria viva de las piedras antiguas.
En ese preciso instante, nuestra herencia cultural se rinde ante el poder del tabaco y la seducción del ron.
La paradoja del patrimonio
No se trata de cualquier barrio: la Ciudad Colonial es Patrimonio de la Humanidad, corazón fundacional del país y vitrina de nuestra identidad.
Pero pareciera que ni funcionarios ni ciudadanos lo recordamos.
Mientras en otras ciudades del mundo la historia y la vida nocturna se abrazan, aquí la belleza tiene horario de oficina.
El visitante que llega al caer la tarde, cuando el calor se suaviza y el alma pide paseo, se topa con un portón cerrado y un cartel que sentencia:
“Horario: de 9:00 a.m. a 5:00 p.m.”
El mensaje oculto: la historia solo se visita con sol y sudor, no con luna ni vino.
Museos para el sol, tragos para la luna
Ahí están nuestros templos del tiempo: el Museo de las Casas Reales, el Palacio Consistorial, la Casa de Tostado, el Alcázar de Colón, el Museo de la Resistencia, el de la Catedral, el Fernando Peña Defilló, la Casa de Hernán Cortés, el Numismático, el de Cera Duarte, la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, los Centros Culturales Banreservas y Taíno del Banco Popular, la Fortaleza Ozama y otros más.
Todos custodian tesoros que narran quiénes somos… pero solo accesibles bajo un sol que derrite las ganas.
Y peor aún: desde la mañana hasta las cuatro de la tarde, los tapones y las eternas remodelaciones convierten el acceso a la zona en una carrera de resistencia.
Llegar o salir se vuelve una odisea; los turistas, agotados, terminan desistiendo antes de entrar.
Mientras tanto, los colmadones no conocen la palabra “cerrar”.
Allí donde la música es ley y el brindis religión, la noche es eterna y el arte duerme invisible, encerrado tras los candados del horario oficial.
Los teatros aún resisten
Quedan algunas excepciones heroicas: Casa de Teatro, Teatro Guloya, Teatro Las Máscaras y el Centro Cultural de España.
Son islotes de arte que sobreviven entre bocinas, remodelaciones y apatías institucionales.
Espacios donde todavía se cree en la magia del aplauso, sostenidos más por amor que por presupuesto.
Pero la contradicción persiste:
la cultura cierra a las cinco,
y las bebidas y el musicón,
sin hora para terminar.
En vez de rutas culturales nocturnas, tenemos rutas etílicas.
Así, la Ciudad Colonial, que debería ser albergue de cultura viva, se convierte cada noche en un experimento de ruido tolerado, mientras sus verdaderos tesoros duermen bajo llave, impedidos al turismo que tanto podría nutrirlos.
¿Para quién es entonces la Ciudad Colonial?
¿Para mostrarla desde afuera o para que quienes nos visitan realmente la vivan?
Porque de día parece museo y de noche, expendio.
Y ambos se declaran patrimonio… pero de causas distintas.
Lecciones de otros soles
Grecia, con su sol implacable, resolvió la ecuación hace tiempo:
sus museos abren al caer la tarde y cierran pasada la medianoche.
La cultura no se esconde del calor; se adapta y florece en la noche.
El visitante sale feliz, con una copa de vino en una mano y el eco de la historia en la otra.
Aquí, en cambio, el turista se queda en el hotel disfrutando del “todo incluido” o se rinde entre tapones y puertas cerradas, guiado finalmente por el sonido más cercano: el del colmadón.
Y no lo culpo.
Los funcionarios confunden cultura con karaoke: solo permiten el volumen, el tabaco y el ron como ADN del entretenimiento nacional.
¿Y las autoridades llamadas a revitalizar la vida cultural de la Ciudad Colonial?
Ah, cierto… siempre están en búsqueda y campaña.
Una ciudad con doble vida
La Ciudad Colonial vive en dos turnos:
de día, la cultura atrapada entre tapones, remodelaciones, escuelas, centros de trabajo y vallas de señalización;
de noche, la parranda ambulante: colmadones en las esquinas, cerveza en mano y altoparlante en alma, mientras una vida más áspera de mujeres y sombras errantes negocia su subsistencia bajo las luces cansadas de las esquinas.
Dos almas que nunca se cruzan, como si el arte y la diversión fueran enemigos.
Y sin embargo, podrían ser aliados, si existiera visión y regulación por parte de quienes gobiernan la ciudad.
Imaginemos un paseo nocturno por la calle Las Damas: cuadros encendidos, guitarras al aire, poesía en los portales, museos despiertos hasta las diez, cafés y pequeños teatros respirando arte bajo la noche estrellada.
Una noche dominicana que celebre la belleza y el espíritu de nuestra ciudad primada, no solo el ron ni la algarabía.
Abrir la noche
Pronto abrirá el Centro de Artes León, el más grande centro privado del país.
Quizás ese sea el momento de cambiar la lógica: abrir la noche a la cultura, no cerrársela, porque el turismo es la columna vertebral de nuestra economía.
Una ciudad que apaga sus museos al caer la tarde, apaga también una parte de su alma y se esconde de quienes vienen a conocerla.
Bastaría con dejar que el arte respire un poco más, que los museos y centros culturales cierren a las diez, con orden, seguridad y vida.
Así, la noche podría ser también un escenario de la cultura, no solo de la bacanal.
Porque cuando el arte tiene luz, también amanece más limpia la ciudad.
Y aquí me encuentro, escribiendo estas líneas mientras los museos duermen y los funcionarios sueñan con inauguraciones.
En nuestra Ciudad Colonial de Santo Domingo, la cultura y el arte tiene horario… y el dejar hacer y dejar pasar se volvió parte de la política cultural.
¡Qué pena!
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