La mujer detuvo la lectura y observó a la niña.
Durante unos segundos, el silencio se instaló entre ambas, suave pero denso, como si las palabras necesitaran un respiro antes de continuar su camino.
Luego, con voz curiosa y algo incrédula, le preguntó:
― ¿Y ese caballo azul, con ese cuerno?
La niña levantó la vista, sonriendo con seguridad, y respondió con la naturalidad de quien conoce los secretos del mundo:
―Es un unicornio mágico, que transportará a la princesa hechizada y convertida en muñeca por la bruja, hasta el castillo del príncipe, donde será recibida por una carroza con cuatro caballos alados y blancos.

La mujer permaneció callada unos instantes.
Después volvió a preguntar, con un leve gesto de asombro:
― ¿Y esas modelos?
La niña abrió los ojos, sorprendida, casi ofendida por aquella confusión:
― ¡¿Modelos?! ―exclamó―.
― ¡Oye! ¿Dónde vives? ¿Nunca leíste cuentos?
Esas son las hadas, las que llenarán de dones, con su varita mágica, a la princesa, para que fecunde su reino.

Y así, la niña siguió mostrándole otros cuentos.
Pasaba las páginas con delicadeza, como si tocara algo sagrado, y hablaba con entusiasmo de los personajes que poblaban aquellos mundos: hadas, brujas, duendes, princesas, castillos.
Su voz era música; su imaginación, un paisaje vivo.
La mujer, al escucharla, no pudo evitar que sus ojos se nublaran.
Lloró.
En su propio cuento, las cosas eran muy distintas.
Los dones eran los billetes; las hadas, las modelos y las chicas de Playboy; la magia, el silicón y el bisturí.

Su carroza, a veces, un Ferrari; otras, un Mercedes-Benz o un Rolls-Royce; y, una que otra vez, una limusina.
Los gnomos y duendes eran los managers, los representantes, los que abrían o cerraban las puertas del éxito según el día.
La niña, al notar las lágrimas que corrían por las mejillas de la mujer, la miró con ternura y preguntó, en un susurro:
― ¿Te acuerdas de los cuentos que tu madre te contaba?
¿Verdad que, de felicidad, hacen llorar?
La mujer sonrió.
Asintió con un leve movimiento de cabeza.
Y se marchó, con el corazón más que estrujado.
En su cuento —ese que la vida le había contado—, su madre siempre le había dicho que el capo y el magnate eran los verdaderos príncipes, y que ella era una muñeca viva, más exquisita que cualquier princesa de los cuentos de la prehistoria.

Compartir esta nota