Escuchaba a su padre leer los poemas de Aquiles Nazoa y Andrés Eloy Blanco y las viejas rimas españolas. “Eso, para mí, fue una experiencia mágica”, recuerda. Su amor por la escritura empezó ahí, oyendo aquellos versos que danzaban en el aire y sintiendo cómo sonaba la música de las palabras.

Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960), convidado al encuentro literario Mar de Palabras, que organiza en Santo Domingo la Fundación René del Risco Bermúdez, participará en los conversatorios “Ficción con nombre y apellido”, junto a los escritores Carmen Imbert Brugal, de República Dominicana; Juan Gabriel Vásquez, Colombia; y Carlos Cortés, Costa Rica, y “Ficciones contra el poder: literatura en tiempos convulsos”, con Carlos Manuel Álvarez, de Cuba; Juan Villoro, de México, y Alicia Ortega, de República Dominicana.

También examinará el tema “América Latina: entre la fragilidad democrática y las nuevas formas de autoritarismo”, con Flavio Darío Espinal, de República Dominicana; Denisse Dresser, de México; John Feely, de Estados Unidos.

Por Patria o muerte obtuvo el Premio Tusquets de Novela 2015, y por La enfermedad el Premio Herralde 2006. Ha publicado, además, las novelas También el corazón es un descuido (2001), y Mujeres que matan (2019), así como los poemarios Amor por demás (1985), Coyote de ventanas (1993) Tal vez el frío (2000) y La inquietud. Poesía reunida. En 2005 publicó, junto a la periodista venezolana Cristina Marcano, Hugo Chávez sin uniforme, la primera biografía de aquel hombre que un día de febrero entró a la fuerza a la fuerza en la historia venezolana y la partió en dos.

Barrera Tyszka cuenta en sus libros las secuelas humanas que va dejando a su paso la Venezuela que se rompió, aquellas historias pequeñas de una nación despedazada y convertida en la república de absurdo.

Mujeres que matan, según los críticos, es un salto en su carrera literaria, un libro que cuenta la historia de unas buenas señoras que empezaron leyendo novelas en un Club de Lectura y terminaron convertidas en un club de asesinas vengadoras. En el fondo de esa historia hay una muestra de la colección de historias terribles que cada día genera la Venezuela que se rompió.

Patria o muerte contó al Chávez de los últimos días, al presidente moribundo que estaba perdiendo la batalla contra el cáncer.

Igual que Paul Auster, él considera que la novela es un subgénero de la danza, y así, con esa visión, va forjando un estilo hecho de frases fuertes, compases y ritmos musicales.

Hubo un tiempo en que Alberto Barrera Tyszka escribió poesía. Y hoy, con una carrera literaria basada en gran medida en el género de la novela, recuerda sus días de poeta. “Me gustaría sentir que alguna vez fui poeta”.

Usted tiene un segundo apellido que viene del otro lado del mundo. ¿Usted es venezolano de pura cepa? ¿Dónde están la prehistoria y las raíces de su familia?

Yo vengo, personalmente, de una larga historia familiar de migraciones. Como la mayoría de los venezolanos. Los habitantes originarios del lugar donde ahora se encuentra nuestro país no llegan, actualmente, al uno por ciento de la población de aquellos que nos consideramos venezolanos. Quizás por eso la expresión “de pura cepa” me resulta rara. La idea de la “pureza”, asociada a la identidad, puede ser peligrosa. La identidad no es consanguínea y la historia de la humanidad es, en el fondo, una historia impura, es la historia de las migraciones, de la diversidad.

¿Cómo era la Caracas en que usted creció?

La Caracas en la que crecí fue una ciudad moderna y cambiante, la capital de un país petrolero, de un Estado rico y, por lo tanto, llena de muchos contrastes de todo tipo. Había poca población y mucho dinero. Había mucho migrante, europeo y latinoamericano, gente que llegaba buscando una oportunidad económica. Se vivía con la idea de que éramos un paraíso, pero, al mismo tiempo, venía creciendo la pobreza. Aumentaba una buena parte de la población que estaba excluida de esa bonanza.

Me tocó vivir la incipiente democracia del siglo XX. En 1958 cayó la dictadura de Pérez Jiménez. Yo nací en 1960. Y también me tocó vivir la decadencia de ese proceso y la llegada de Chávez -en 1999- y el regreso del autoritarismo militar en Venezuela.

¿Ya la Caracas de los techos rojos que contaron los viejos cantores, poetas y novelistas no existe?

Me temo que, desde hace mucho, no.

Alberto Barrera. Fotografía de Cristina Marcano.

¿En qué circunstancias de su vida le nacieron alas a su vocación de contador de historias y cómo empezó a hacerse realidad?

A mí me cambió la vida la lectura en voz alta. Es algo que suelo contar porque fue determinante en mi vocación. Algunos sábados por la tarde, en el patio de la casa, mi padre leía poesía en voz alta. Leía un viejo libro de rimas españolas y otro con poesías típicas venezolanas. Le gustaban mucho Aquiles Nazoa y Andrés Eloy Blanco.

Eso, para mí, fue una experiencia mágica. Veía las palabras danzar en el aire, sentía su música, descubrí otra función y otro sentido en el lenguaje. Y, por supuesto, de una, comencé a escribir coplas. Ese fue el inicio. De ahí en adelante, me interesé cada vez más por la lectura y por escribir, o -más bien, al principio- por imitar lo que leía.

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Muchos escritores recuerdan con nostalgia los rituales de la escritura a mano y su vieja relación con el papel ¿Qué perdió el ritual de la escritura y que ganó cuando entraron en escena las nuevas tecnologías?

Te confieso que no tengo esa nostalgia. En la lectura, sí, sigo leyendo fundamentalmente libros, pero en la escritura no me pasa eso. Yo comencé escribiendo a mano, por supuesto. Y luego pasé por las máquinas -mecánicas y eléctricas-, después por el ordenador de palabras y -finalmente- por la computadora. Y me fascina. Tal vez, en esto, pueda influir mi trabajo como guionista, pero, igualmente, en la experiencia literaria, sólo le veo ventajas a la tecnología. La principal es la ayuda y la facilidad que te da para corregir, para algo que es fundamental para mí: reescribir.  A mí me encanta reescribir. Soy devoto de la reescritura. Y para eso la computadora es un milagro extraordinario. No extraño para nada el lápiz y el papel.

¿Cómo empezó usted a escribir?

Yo empecé a escribir a mano. Y mis primeros poemas y cuentos, más o menos decentes, de la adolescencia, fueron escritos a mano. Y desde que comencé con una máquina mecánica, jamás me regresé a la escritura a mano.

¿Usted es escritor porque escribe o porque eligió la literatura como una forma de vida?

Porque escribo, porque vivo de escribir. La literatura no es una forma de vida. Me temo que eso suena muy bien pero no existe, no es real.

¿Con el tiempo, qué le ha añadió la literatura a su vida?

La literatura enseña y ayuda a vivir. Quien lee, sin duda vive más y vive mejor. Puede tener miles de experiencias distintas, puede vivir muchas otras vidas, conocer diferentes lugares, sufrir y gozar de diversas maneras y con otras cosas…la literatura siempre suma.

Usted biografió a Hugo Chávez y lo puso en un libro. Después contó su historia cuando ya era un presidente moribundo. ¿Cuándo entendió que Chávez, más allá de la historia real, podía ser un personaje literario?

Yo vivía en Caracas en esos años y recuerdo nítidamente un día que, en un pequeño recuadro de un periódico -un periódico aliado del gobierno, además, – vi un mínimo recuadro que me llamó la atención. Chávez ya había muerto y una breve nota reseñaba su lucha contra el cáncer, destacando el testimonio de un escolta que decía que, en las quimioterapias, Chávez sufría mucho. No sé por qué, pero fue en ese instante que pensé en una novela, en que en ese tránsito de la enfermedad y muerte de Chávez se abría un periplo que podía permitirme narrar la complejidad del país desde distintos ángulos.

¿Cómo funciona su relación con las historias que encuentra y con las historias que cuenta, y como suceden los procesos de su construcción?

Suelo ser errático, lento, sin un método claro. Pasó mucho tiempo “saboreando” un tema, una idea, una escena, una intuición…antes de que eso se convierta en un proyecto de historia.

A la hora de escribir, no suelo tener planes muy claros. Al menos, al principio. Voy trabajando con intuiciones, escribo y reescribo mucho, distintas versiones de una misma historia inacabada. Creo que la escritura, en sí misma, produce conocimiento. Creo que, al escribir, también voy descubriendo lo que realmente quiero contar. No tengo un mapa claro de hacia dónde voy, qué voy a escribir. Y si lo tuviera, en el camino, la propia escritura de seguro lo traicionaría.

Eso que el jurado de Tusquets que premió Patria o Muerte llama el “absorbente ritmo narrativo” supongo que tiene que ver con la música del texto. ¿A usted le consta que las palabras tienen música?

Hay un momento, en su “Diario de invierno” donde Paul Auster está sentado en un ensayo de danza y piensa que la novela es, justamente, un poco eso, un subgénero de la danza.  Yo también lo siento y veo así. Más allá de las historias y los temas, la literatura es fundamentalmente un invento del lenguaje, una música, un movimiento de sonidos, ritmos, silencios. Eso, que es tan evidente en la poesía, respira siempre de distintas maneras en todo lo que escribimos y leemos.

¿Puede hacer una valoración del conjunto de su propia obra y qué ha aprendido y que ha desaprendido en los procesos de su creación?

No tengo una valoración general de mis libros, nunca he pensado en el “conjunto de mi obra”. Por suerte. No es tarea mía. Tampoco me interesa demasiado. Y los procesos de creación -todos, cualquiera- siempre son un acto de aprendizaje. Y supongo que, también, en ese mismo camino, vamos desaprendiendo algunas cosas. Ojalá.

Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960). Fotografía de Cristina Marcano.

Decía Truman Capote: “El estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, más que el contenido de su obra”. ¿Es posible “aprender” un estilo?

No sé si se pueda aprender un estilo, pero -en la escritura y en muchas otras cosas de la vida- la imitación es importante, es parte de un método. Cuando comenzamos a escribir, o a intentar escribir, tratamos de imitar aquello que nos gusta, que admiramos. Es inevitable. Y ese ejercicio es parte del proceso. La imitación puede ser una herramienta en la búsqueda de una voz propia.

¿La tristeza de sus historias confirma que la creatividad literaria se nutre de los quebrantos del alma y de personajes que viven al límite?

La literatura, sin duda, se alimenta de la fragilidad. Escribimos sobre lo que nos duele, sobre lo que nos molesta o nos indigna, sobre lo que no entendemos. Escribir es una forma de ordenar la las heridas.

Sus historias están radiografiando al ser venezolano de hoy. ¿A un novelista le urge entender el alma humana?

Fíjate que yo no me planeo esas cosas. Es decir, a la hora de escribir, y creo que, a ninguna hora, no tengo esas preguntas sobre la mesa. No me urge entender el alma humana ni radiografiar al venezolano de hoy. Yo sólo estoy pendiente de uno o varios personajes; de la historia que viven, de lo que les sucede, de lo que sienten. El poder del relato es más fuerte que cualquier otra premisa.

¿Puede evocar los tiempos en que se sentaba a escribir poesía?

Me encantaría poder evocar, revivir incluso, cómo me sentía en esos tiempos, qué pasaba dentro de mí cuando me sentaba a escribir. Creo, intuyo, que -incluso más allá de lo que dice este poema- en ese entonces yo tenía mucha más fe en el poder de las palabras y en mi poesía. Quizás es algo que ahora añoro, como cualquier nostalgia que sentimos al mirar hacia atrás.

¿Cuándo sintió la necesidad de escribir poesía y en qué circunstancias empezó a hacerlo?

Yo empecé a escribir poesía casi como si fuera un juego. Sentía una fascinación por la musicalidad, por las rimas. Y empecé escribiendo coplas, pequeñas rimas que servían para impresionar a las vecinitas. Fue después, ya más adentrado en la adolescencia, cuando empecé a leer otro tipo de poemas, que empecé a encontrar en la poesía una sensibilidad y una forma de expresar lo que sentía.

¿Dónde presenta la creación literaria más desafíos -estéticos, lingüísticos, humanos-, en la poesía o en la novela?

En la poesía, sin duda. La poesía exige una precisión estética extraordinaria. Debe sorprender, asombrar, impresionar. En la narrativa, la prosa puede incluso, en algún momento, descuidarse, distraerse. Eso es un lujo que no puede permitirse la poesía. Por eso, quizás, es tan fácil escribir malos poemas.

¿Siendo lenguajes distintos, cómo se produjo su tránsito de la poesía a la novela?

No fue tampoco algo tan brusco ni tan planificado. En rigor, cuando empecé a escribir, yo escribía poesía y cuentos. En ese entonces, más que escribir, imitaba. Quería escribir, pero no sabía cómo. Leía a César Vallejo y trataba de escribir un poema como los suyos. Leía a Horacio Quiroga e intentaba escribir un cuento parecido a cualquiera de los suyos. Nunca tuve en la cabeza esa división de géneros como estancos exclusivos y separados. Creo que la escritura se mueve de manera más flexible e irresponsable. Lo de los géneros es más un tema de la crítica.

¿Aunque está concentrado en publicar libros en prosa, se sigue sintiendo poeta?

Es una pregunta muy difícil. Me gustaría sentir que soy poeta o, incluso, que fui poeta alguna vez. Pero soy muy autocrítico con lo que he escrito y cada vez escribo menos poemas. Cuando me siento en ánimo de escribir poesía, recuerdo a algunos magníficos poetas y me tranquilizo de inmediato.

¿Cómo lleva usted el peso de sus dos soledades: la soledad del destierro y la soledad del escritor?

La soledad del oficio, la soledad de la escritura, es algo que he elegido. Me siento bien ella, la disfruto, me da incluso un sentido de pertenencia, forma parte de mi modo que he escogido para estar en la vida.

La soledad del exilio es distinta. Se nos ha impuesto como una realidad obligada. Como muchísimos venezolanos, tengo a toda mi familia desperdigada por el mundo. Es una soledad triste, dura. La soledad de la escritura no me pesa, por el contrario, me hace más liviano. Esta otra soledad es un yunque.