26 de agosto, 2025
Se nos fue Franklin Domínguez, y con él una de las columnas más firmes del teatro dominicano. Pero su sombra seguirá de pie en cada escenario donde alguna vez soñó la escena nacional. Dramaturgo, director, actor, maestro, abogado, político, productor de cine y televisión: fue un teatrista total, un hombre que sembró teatro como quien siembra patria.
En los años 70 y 80, mientras yo hacía un teatro popular y contestatario, distante de su estética, siempre mantuvimos una relación cercana y respetuosa. Porque Franklin sabía escuchar y reconocer, aun en la diferencia, la pasión compartida por el arte. Esa grandeza suya lo convirtió en amigo y referente de varias generaciones.
Con su visión institucional, logró que el 27 de marzo —Día Internacional del Teatro— se acogiera oficialmente en la República Dominicana. Aún lo recuerdo convocándonos al Palacio Nacional cuando se proclamó el decreto, siendo él Director de Comunicación del presidente Antonio Guzmán Fernández. Ese gesto, como tantos otros, no fue solo burocracia: fue sembrar memoria en un país que muchas veces olvida.
También guardo en la memoria su apoyo cercano a nuestro grupo Teatro Gratey. En 1980 nos invitó a presentarnos en el Teatro de Bellas Artes, un gesto que para nosotros fue trascendental. Con esa forma tan peculiar que tenía, me pidió ver un fragmento del ensayo de nuestra obra insigne 1946, mi primera manifestación, como muestra de confianza y fe en nuestro trabajo. Años más tarde volvió a demostrarnos ese cariño: la última vez que lo vi fue en la Sala Ravelo del Teatro Nacional. Había asistido a una función nuestra y, tras aplaudir con entusiasmo, pasó al camerino a felicitar al elenco. Allí, en un aparte, me tomó del brazo y me dijo con esa voz suya que era mitad consejo y mitad mandato: “Ginebra, sigue en el teatro, no te alejes. Tú eres artista y no puedes dejar las tablas por tanto tiempo”. Ese recuerdo, íntimo y sencillo, hoy se convierte para mí en su última enseñanza personal.
Franklin escribió más de 70 obras, de las cuales cerca de 45 fueron representadas dentro y fuera del país. Su pluma cruzó fronteras: sus textos se tradujeron al inglés, francés, alemán, chino y otros idiomas, llevados a escena en Europa, América y Asia. Fue autor de La Silla, la primera película dominicana de largo metraje, filmada en 1963, un acto de valentía que se atrevió a mirar de frente la dictadura de Trujillo. Cultivó la sátira política, el drama histórico, el teatro infantil y la comedia musical con la misma entrega. Ganó en nueve ocasiones el Premio Nacional de Teatro, recibió el Gran Dorado en 1979 y el Premio Nacional de Literatura en 2003. Pero más allá de esa lista de reconocimientos, Franklin fue, sobre todo, un espejo donde la dominicanidad se miró en escena.
Sin embargo, mientras lo despedimos, también nos miramos en un espejo incómodo. Porque los grandes del teatro mueren y nosotros, los teatristas, seguimos como si nada. Apenas en marzo pasado se nos fue Iván García Guerra en condiciones similares: con la solidaridad de última hora y el vacío de un sistema que nunca ha sabido asegurar dignidad a sus artistas en la vejez.
Cada vez que un creador parte, corremos a cubrir gastos de velorio y sepelio. Lloramos, escribimos homenajes, organizamos lecturas dramatizadas… Pero no somos capaces de unirnos para defender derechos laborales que nos aseguren una vida digna. Así, quienes alguna vez llenaron salas y recibieron aplausos internacionales deben terminar sus días dependiendo de la caridad de amigos o de la ayuda mensual de instituciones como Banreservas para costear las medicinas. Y los que no tuvieron fama mueren invisibles, en silencio.
El mejor homenaje a Franklin no es solo montar sus obras ni repetir sus gestos, sino exigir que la dignidad de los artistas en vida sea tan grande como los aplausos que reciben al morir.
Réquiem en paz
Que se cierre el telón, pero que nunca se apague la luz que sembraste, Franklin.
Hoy te nombramos en voz alta, como se nombra a los santos de la memoria: dramaturgo, maestro, sembrador de patria desde la escena.
Tu partida no es ausencia: es semilla que arde en el aire de los teatro de nuestro país.
Perdónanos, Franklin, por la indiferencia, por no haberte honrado en vida como merecías.
Perdónanos por dejar que tus últimos días fueran más de silencio que de voces compartidas.
Hoy te velamos con palabras, te coronamos con aplausos tardíos, te entregamos a la eternidad con la certeza de que el teatro es altar, y tú, sacerdote de esa llama.
Que tu voz resuene como mandato:
“no abandonen el teatro, no abandonen la vida”.
Y que este país recuerde, al mirarse en tu espejo, que sin honrar a sus artistas, se queda sin alma.
Descansa, Franklin Domínguez,
en la eternidad del teatro, donde cada aplauso será tu réquiem.
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