En adición a todo lo expresado anteriormente, cabe relatar algunos temas o episodios referentes al desempeño del canciller.

A principios de 1979, durante el gobierno de don Antonio Guzmán, Vega Imbert visitó la ciudad de Nueva York por motivo de asuntos profesionales, y estando allí llamó al embajador dominicano ante la ONU, su amigo, el licenciado Emmanuel Esquea Guerrero, quien prontamente lo invitó a almorzar en el restaurante principal del edificio de las Naciones Unidas.

El embajador Esquea Guerrero le comunicó su gran satisfacción por haber conseguido que la ONU decidiera radicar en Santo Domingo la sede permanente de un órgano propio: el Instituto Internacional de Investigación y Capacitación para la Promoción de la Mujer de las Naciones Unidas (UN-INSTRAW, por sus siglas en inglés). Pocos organismos de la ONU se ubican fuera de Nueva York, por lo que se trató de un gran privilegio para el país. Nuestro embajador le informó, además, que el establecimiento de ese órgano no conllevaría ningún gasto para el país, cuyo único aporte sería facilitarle una edificación apropiada.

Cuando se instaló en agosto de 1982 el gobierno de Jorge Blanco, siendo designado Esquea Guerrero consultor jurídico del Poder Ejecutivo, dicho proyecto aún no había sido realizado porque nuestro país no había ofrecido el espacio requerido. El licenciado Esquea Guerrero le solicitó, con sumo interés, al canciller Vega Imbert que hiciera un esfuerzo para solucionar este retraso y concretar lo logrado con la ONU; lo cual se cumplió cabalmente poco tiempo después, y luego de obtener la aprobación de la ONU, se preparó con gran despliegue publicitario el acto de inauguración correspondiente, fijado para el 11 de agosto de 1983.

Una vez fijada la fecha de inauguración, se extendieron numerosas invitaciones, entre ellas, a un alto funcionario de la ONU y la directiva completa del UN-INSTRAW, que hasta ese momento funcionaba en Nueva York. Ahora bien, entre las invitadas figuraba la señora Vilma Espín, de Cuba, esposa de Raúl Castro, hermano de Fidel. Conforme al protocolo preparado para la actividad, estaba prevista la llegada de todas las damas que constituían la directiva del UN-INSTRAW, que vendrían un día antes en vuelos comerciales desde sus respectivos países. Había gente de todos los continentes.

Dos días antes de la inauguración, el canciller Vega Imbert, a eso de las diez de la mañana, recibió una llamada urgente del presidente Jorge Blanco para que se trasladara a su despacho en el Palacio Nacional. Al llegar el canciller ante el presidente, este estaba rodeado por el secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, general Ramiro Matos González, y cada uno de los jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. El presidente Jorge Blanco le comunicó al canciller que, en horas de esa mañana, el jefe de la Fuerza Aérea había recibido una petición cablegráfica de Cuba solicitando permiso para que dos aviones de la Fuerza Aérea Cubana aterrizaran en San Isidro para traer al país a la señora Espín. Y que se estaba pensando contestar la petición cubana negando el permiso solicitado, a fin de que la señora Espín llegara al país como el resto de damas, por vuelos comerciales. El presidente demandó una opinión al canciller sobre este asunto espinoso. Vega Imbert estuvo de acuerdo en que la petición cubana era inapropiada, ya que existía una vía diplomática a través de una embajada latinoamericana, pero que según el criterio del canciller, la negativa a la señora Vilma Espín en la forma solicitada crearía un efecto muy negativo para el país porque, primero, se trataba de un acto de Naciones Unidas, no bilateral con la República Dominicana; y segundo, la señora Espín era un caso especial no comparable a las demás asistentes por la situación conflictiva de Cuba con otros países del hemisferio. El canciller Vega Imbert agregó, además, que lo conveniente era que el acto de la ONU se celebrara con todo su esplendor y que luego, a través de los canales diplomáticos correspondientes, se mandara una enérgica nota de protesta al gobierno cubano.

La reacción del presidente Jorge Blanco fue la siguiente: preguntarle si todavía el licenciado Armando Oscar Pacheco, figura prominente de gobiernos pasados, prestaba servicios en la Cancillería (Pacheco había sido profesor del presidente Jorge Blanco en la década de los años 1940, en la entonces Universidad de Santo Domingo). El canciller contestó afirmativamente, agregando que era una persona muy mayor, con salud precaria, pero que era un gran asesor de la Cancillería y se le llamaba en casos importantes y urgentes; Vega Imbert propuso ir a buscarlo si el mandatario requería una opinión de Pacheco. Durante todo este intercambio, los altos mandos militares permanecieron en estricto silencio. El presidente autorizó la búsqueda de Pacheco y le ofreció al canciller un carro con sirena para agilizar el traslado del asesor. Al llegar a la residencia de Pacheco, este estaba recluido en su habitación, pero salió y, brevemente, el canciller le explicó la situación y la conveniencia de que lo acompañara al despacho del presidente. Durante el trayecto, Vega Imbert le comentó cual había sido su opinión frente al presidente y los jefes militares. Al llegar ante el presidente, el licenciado Pacheco, con mucha elocuencia, señaló estar totalmente de acuerdo con la opinión del canciller. El presidente Jorge Blanco le preguntó si estaría dispuesto a dejar por escrito esta consulta, a lo cual respondió afirmativamente, y pidió que se le asignara una buena taquígrafa mecanógrafa para proceder inmediatamente.

En consecuencia, el presidente instruyó contestar afirmativamente a la fuerza aérea cubana de que podían aterrizar en San Isidro. Y todo pasó sin contratiempos. Las recepciones programadas, una de bienvenida el día antes en Cancillería y la del día de inauguración en el Palacio Nacional, acontecieron conforme al protocolo establecido y con el esplendor previsto; igualmente el propio acto de inauguración, presidido por la primera dama de la República Dominicana, doña Asela Mera de Jorge. Felizmente, durante la recepción en Palacio, el presidente Jorge Blanco estuvo muy largo tiempo conversando cordialmente con la señora Vilma Espín.

Recepción INSTRAW, 1983. A la izquierda, Vilma Espin.

Tanto la Conferencia de Quito como el Consenso de Cartagena generaron que la República Dominicana se proyectara internacionalmente, lo cual, desde un principio, era uno de los objetivos conforme a las pautas acordadas entre el presidente Jorge Blanco y el canciller Vega Imbert. Este afirma lo siguiente: “Es obvio que en nuestra agenda las relaciones con Estados Unidos eran de suma importancia, por razones geopolíticas evidentes. En este sentido, debo resaltar el papel activo que tuvo nuestra cancillería en la implantación del proyecto del presidente norteamericano Ronald Reagan de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, pues fue en nuestra cancillería que se discutió la viabilidad de ese proyecto con una comisión bilateral del congreso norteamericano, que no estaba muy convencida de apoyar ese proyecto. Esa comisión sesionó durante varios días en nuestra cancillería, participaron no solo funcionarios de esta sino también de otras áreas del gobierno y representantes del sector privado; resalto de manera principal la entusiasta participación de dos empresarios, los señores Arturo Pellerano y Ramón Báez Romano. Recuerdo gratamente que las reuniones fueron exitosas y que esa comisión visitó otros países y que a su debido tiempo, la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (CBI, por sus siglas en inglés) se hizo posible”.

Otro aspecto esencial de las relaciones con Estados Unidos fue lo que condujo, dos años después, a la primera visita de Estado de un presidente dominicano a Washington, que se ha comentado anteriormente. Cabe señalar, en lo que respecta a nuestra cancillería, que gravitó enormemente sobre esta el conflicto armado en Centroamérica. No solo por la proximidad geopolítica, sino por las presiones de la embajada norteamericana ante la pronta declaración de política exterior que hicimos de neutralidad en ese conflicto, como también se ha dicho anteriormente, cuando en rueda de prensa y en presencia de los embajadores de México y Venezuela, fue apoyada la propuesta de esos países de que ese conflicto no podía ser resuelto por la fuerza de las armas sino por una paz negociada. La política estadounidense, reflejada a través de su embajada, se inclinaba a que el gobierno dominicano produjera una participación claramente decidida a favor de los intereses de Estados Unidos.

“A esto hay que agregar una práctica inapropiada del embajador norteamericano Robert Anderson, de tratar directamente con el presidente de la República asuntos no solamente relacionados con Centroamérica sino también otros asuntos bilaterales importantes sin pasar por cancillería, violando normas elementales de la diplomacia. Prontamente, y después de comentarle esto a nuestro presidente, debo señalar que, eventualmente, el embajador Anderson y yo hicimos una gran y provechosa amistad”.

Relata Vega Imbert: “¿Cómo resolví ese problema? Pues sencillamente, aprovechando un viaje a la ONU, visité a mi amiga la embajadora Jeane Kirkpatrick, a su despacho en Nueva York, le expuse las razones de nuestra referida política con respecto al conflicto centroamericano y también la improcedencia protocolar del embajador norteamericano. Le señalé que yo tenía conocimiento de que el embajador Anderson había participado como vocero de prensa del grupo de Henry Kissinger y que, en ese momento, uno de los más prominentes asistentes del presidente Reagan, el señor Lawrence Eagleburger, en calidad de subsecretario de Estado, lo conocía bien. Por tanto, yo pensaba que podía explicarle la situación a ese señor, quien, obviamente, era muy difícil de contactar. La embajadora Kirkpatrick se sonrió y me dijo: “yo le consigo una entrevista con el señor Eagleburger”. Así lo hizo y al día siguiente fui a Washington y me entrevisté con ese señor. La embajadora Kirkpatrick le había advertido que por favor conversara conmigo a solas. En esa entrevista, de mucha importancia para mí, le expliqué al señor Lawrence las razones de nuestra política con Centroamérica, la importancia de nuestras relaciones comerciales y la composición del partido de gobierno, señalándole el liderazgo del doctor José Francisco Peña Gomez, que a la sazón era vicepresidente de la Internacional Socialista. Y después de ese amplio preámbulo, le expliqué las dificultades que confrontaba la cancillería dominicana con la inapropiada conducta del embajador Anderson ya que, según le comenté, mi intención era evitar una confrontación que pudiese lesionar las buenas relaciones entre ambos gobiernos. El señor Lawrence Eagleburger también sonrió y me dijo: “váyase tranquilo, que yo me encargo de resolver eso”. Y así fue. A partir de mi regreso a Santo Domingo el día siguiente, las relaciones mías con el señor Anderson no solamente se condujeron por los senderos diplomáticos correspondientes, sino que entre nosotros surgió una gran amistad que se tradujo en la solución de muchos e importantes problemas”.

Sigue relatando Vega Imbert: “Antes de la visita de Estado del presidente Jorge Blanco a Washington, en abril 1984, se presentó una situación de emergencia. El presidente me pidió que pasara a su despacho urgentemente, para plantearme que tenía una gran presión de los productores nacionales de aceite vegetal, es decir, de un elemento básico de la canasta familiar. El problema era que había tenido información que le llegó, no por vía de cancillería, de que la República Dominicana había sido excluida de la llamada ley norteamericana PL-480 (de Public Law, ley pública, conocida también como “Alimentos para la Paz”), en virtud de la cual los excedentes agrícolas de los productores de Estados Unidos se suministraban a países del tercer mundo en óptimas condiciones. En el caso que nos ocupa, la contingencia se refería a la materia prima para la producción de aceites en nuestro país.

El presidente me informó que nuestro embajador en Washington había hecho múltiples gestiones que resultaron infructuosas. Me preguntó si podía hacer algo y rápidamente le dije que podía intentar, sin demora alguna, de tocar puertas en Nueva York, a través de nuestra amiga, embajadora ante la ONU, con gran influencia en Washington, y que quizás podría ayudarnos una vez más. Recuerdo que le dije al presidente lo que siempre he dicho durante toda mi vida: “la peor diligencia es la que no se hace”. El presidente, evidentemente preocupado, asintió e inmediatamente, desde el mismo Palacio Nacional, hice contacto con un asistente de la embajadora Kirkpatrick. Y me puso en su agenda para el día siguiente a las 9:00 de la mañana. En horas de la tarde, volé a Nueva York y al día siguiente acudí a la cita que se me había concedido. Cuando le relaté a la embajadora lo que estaba sucediendo con la ley PL-480, se sorprendió y consideró que esa distorsión era incomprensible y me recomendó ver a dos personas claves: al senador de Carolina del Norte, Jesse Helms, republicano y miembro prominente del Comité de Agricultura del Senado, y al representante demócrata (diputado) Michael Barnes, pues el concierto bipartidario era sumamente importante. En la misma oficina de la embajadora se consiguieron citas para las 4 y 5 de esa tarde, respectivamente. En seguida, salí para el aeropuerto La Guardia, donde se originaban vuelos cada hora hacia Washington. Mi entrevista principal fue con el senador Helms, quien me trató con mucha amabilidad e inmediatamente ordenó a un miembro de su equipo a investigar y resolver eso, considerando que la exclusión de nuestro país no tenía sentido. Me dijo que después que agotara mi entrevista con el representante Barnes volviera a su despacho, que él o uno de sus asistentes tendría una respuesta para mí. Así lo hice. Después de entrevistarme con Barnes, quien me prometió su mayor esfuerzo, pasé de nuevo por la oficina del senador Helms y uno de sus asistentes me recibió con una sonrisa y me dijo: “váyase tranquilo, que todo está arreglado”. Inmediatamente, salí del Capitolio al aeropuerto y regresé a Nueva York y desde el hotel llamé al presidente y le dije que todo estaba arreglado. Al día siguiente, regresé al país, y en la noche recibí la información de que nuestro embajador en Washington, el amigo Carlos Despradel, había recibido noticias del encargado de escritorio para República Dominicana en el Departamento de Estado (conocido como Dominican Desk), diciendo que el caso de la PL-480 se había arreglado.

Volviendo al caso de Centroamérica y la posición fijada en apoyo a la paz negociada propuesta por México y Venezuela, nuestra cancillería desarrolló una firme y decidida política de neutralidad y apoyo a todos los esfuerzos, tanto en los foros internacionales, tales como la ONU y la OEA, y en acciones concretas con los países beligerantes. En ese orden de ideas, el líder de uno de los partidos adscritos a la Internacional Socialista y que formó parte en la cruenta guerra civil salvadoreña, me refiero a Guillermo Ungo, nos visitó en varias ocasiones junto con su principal asistente, Héctor Oquelí Colindres. Este último, en una ocasión, nos pidió gestionarle una entrevista con el canciller salvadoreño, con quien hice amistad, aprovechando una visita oficial a nuestro país. Esa entrevista, organizada bajo la más absoluta discreción, tuvo lugar en horas muy tempranas de la mañana en mi residencia, y duró más de dos horas. De igual manera, el canciller nicaragüense, el sacerdote Miguel d’Escoto, también vino al país en visita oficial. Parte de nuestro esfuerzo fue respaldar firmemente la labor del llamado Grupo de Contadora, formado por México, Venezuela, Colombia y Panamá. Dentro del mismo contexto del conflicto centroamericano, una anécdota que merece destacarse fue cuando en 1983 Estados Unidos invadió militarmente a la isla de Granada y derrocó su gobierno. En efecto, una vez consumado el hecho, el embajador norteamericano Anderson me visitó en la cancillería y me sugirió una acción de parte de República Dominicana de ayudar a lo que él llamó la “recuperación” de Granada, enviando un contingente de médicos dominicanos a ese país, que por favor lo consultara con el presidente. Le dije con gran respeto que eso era imposible porque contradiría nuestra política de neutralidad en Centroamérica.

Durante mis cuatro años en la cancillería fueron muchos otros episodios que podrían incluirse en este relato, pero sería prolijo narrarlo todo. Lo que sí quisiera decir, a manera de conclusión, es que mi labor en la cancillería fue muy dinámica y expansiva. Creo, por tanto, que fue correcta la expresión que figura en una placa que la presente cancillería del amigo Roberto Álvarez me entregó recientemente: “Por su loable labor en pos de la reorientación de la política exterior bilateral y multilateral, convirtiéndose en el responsable de conducir a la República Dominicana hacia nuevas esferas en materia de negociaciones comerciales y cooperación internacional”.

La importancia de las relaciones con Haití es evidente. Actualmente, lo estamos viviendo con una intensidad excepcional. Durante los cuatro años que yo fui canciller, de 1982 a 1986, y por instrucciones precisas del presidente de la República, esas relaciones fueron muy pragmáticas. Y sus principales vertientes fueron las siguientes. Primero, el día de la toma de posesión y la recepción en el Palacio Nacional, yo tuve una reunión con el canciller Jean-Robert Estimé, que encabezó la delegación haitiana a la toma de posesión. Le aseguré cual era nuestro propósito, deseos de una buena relación, cooperación económica y que no se permitiría en la República Dominicana nada que pudiera afectar a su gobierno. Segundo, se acordó revivir una comisión domínico-haitiana de comercio; a las pocas semanas vino una primera reunión en Santo Domingo. No recuerdo si hubo otras. Pero en una ocasión, para sorpresa de todo el mundo, Haití anunció que cerraría la frontera porque tenía un proceso de construcción de los puntos de tránsito en la frontera. Yo reuní la comisión consultiva y se llegó a la conclusión de no buscar confrontación, solo diálogo a través de nuestras respectivas embajadas; nuestro embajador era el periodista Guarionex Rosa. En esa época, y ese fue uno de los puntos que más se tomaron en consideración, de Haití venía, frecuentemente, un grupo numeroso, en vehículos, a comprar bienes, diferentes artículos, o sea, que el comercio no estaba limitado a la frontera. Venían al área de la avenida Mella de la capital, donde había un mercado y ahí compraban muchísimas cosas y se iban. Como consecuencia de ese cierre de fronteras, se paró por un tiempo ese intercambio. Pero ese comercio, que nos beneficiaba tanto a ellos como a nosotros, poco tiempo después se reanudó. Por otro lado, nuestro muy eficiente embajador en Haití siempre reportaba que los funcionarios haitianos se quejaban de las actividades de los exiliados haitianos residentes en el país. Y nuestra respuesta fue siempre que todo eso estaba bajo control y que no se estaba permitiendo nada irregular.

Al cumplirse los dos años del gobierno de Jorge Blanco, hubo un cambio de embajador y se mandó a un general que había sido jefe del DNI durante todo el gobierno de Antonio Guzmán, el general Oscar Padilla Medrano, quien también fue un excelente embajador. A Padilla Medrano le tocó vivir la salida de Jean-Claude Duvalier (Baby Doc). En algún momento surgió la alerta de la posible caída conflictiva o un intento de tumbar el gobierno haitiano; tanto un organismo de ONU que trabajaba con refugiados, que entiendo ahora se llama ACNUR, y los militares dominicanos y el gobierno, previeron que esto podría producir una guerra civil en Haití y podría venir una oleada de refugiados. Entonces, yo asistí en varias ocasiones a reuniones en la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas, que hoy se llama Ministerio de Defensa, acompañando al presidente. Y se produjeron, que yo recuerde, por lo menos tres grandes reuniones. Y ya se tenía, con el apoyo de ese organismo de la ONU, un plan para afrontar la contingencia de los refugiados.

De repente, no pasó nada en Haití, sino que Baby Doc cogió un avión y se fue. Y un grupo militar tomó el gobierno. Recuerdo que la presidencia o jefatura militar gubernamental fue de un general que se llamaba Henri Namphy. Entonces, ahí vino un conflicto, que no fue estrepitoso, pero sí relevante. Y fue que, en esa época, los braceros haitianos los contrataba el Consejo Estatal del Azúcar (CEA). Y habían hecho un avance de una suma sustanciosa para la época. Y al producirse la salida de Baby Doc, Haití no cumplió con el envío de los braceros. Entonces a mí se me encargó el problema de reclamar al nuevo gobierno de Haití la devolución del avance. Porque se llegó a la conclusión de que había tantos haitianos aquí que la zafra se podía hacer sin esos braceros. En ese momento, el nuevo embajador de Estados Unidos, Lowell Kilday, me visitó reclamando enérgicamente detener el cobro, pues Haití era un país muy pobre, y que demandar esa suma que se le había avanzado no era conveniente. Pero ahí el presidente fue firme y yo tuve que traducir esa firmeza y decirle que no, que eso había que cobrarlo y que había que insistir. Entonces, ahí Padilla Medrano jugó un papel importante. Llegó una nota de Haití diciendo que sí aceptaban pagar. Y días después, pagaron.

Concluyendo con este relato, es bueno mencionar que sí hubo que advertirles en varias ocasiones a los exiliados que estaban en la capital, principalmente, que la República Dominicana no iba a permitir ninguna acción que repercutiera en Haití, que era una cuestión de respeto al principio de no intervención. Tan efectiva fue esa gestión, con sus pequeños incidentes, que en un viaje, ya al final del gobierno de Jorge Blanco, el presidente asistió a una conferencia en el extranjero y de regreso nos detuvimos en Haití y se firmó una declaración de amistad y cooperación económica, como ya se ha dicho anteriormente. Eso es una evidencia de que no hubo graves tensiones, sino relaciones formales y respetuosas”.

Visita de Su Santidad Juan Pablo II, a Santo Domingo, en 1984.