La historia reciente de la Iglesia en la República Dominicana exige una lectura atenta, crítica y equilibrada, capaz de reconocer que cada época reclama un estilo pastoral propio, con acentos y prioridades particulares. En esta perspectiva histórico-eclesial, las figuras del cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez y de monseñor Agripino Núñez Collado emergen como referentes significativos, en cuanto pastores que supieron responder con aplomo, firmeza y claridad a los desafíos concretos del tiempo que les correspondió vivir y servir.
Una época distinta, un estilo particular
Tanto el cardenal López Rodríguez como Agripino Núñez Collado ejercieron su ministerio en una etapa nacional marcada por tensiones políticas, fragilidad institucional y una democracia aún en proceso de maduración. Los líderes políticos, con frecuencia divididos, requerían una voz externa que les ayudara a acercar posiciones y preservar la estabilidad del país. En ese contexto, la Iglesia se convertía en un referente natural para la mediación, el arbitraje y el diálogo.
Eran tiempos en los que, no solo aquí sino en muchos países, los obispos y en mayor número, los cardenales se concebían como figuras de gran peso social, considerados casi “príncipes de la Iglesia”, cuya autoridad moral trascendía los ámbitos estrictamente eclesiales. Sus palabras podían influir en gobiernos completos, ordenar a poblaciones enteras y marcar la vida pública de una nación. En esa lógica, tanto el cardenal López Rodríguez como figuras de relevancia en el ámbito social y académico —como Mons. Agripino Núñez Collado— respondieron a una sociedad que necesitaba referentes fuertes capaces de sostener la vida nacional. Algunos sectores influyentes de la sociedad dominicana llegaron hasta pensar erraticamente que los obispos eran los mejores agentes para derrocar gobiernos.
Los tiempos cambiaron: de príncipes a servidores
El mundo se transformó. Las democracias se están robusteciendo, la ciudadanía está adquiriendo mayor conciencia de sus derechos y se diversificaron los espacios de participación social. Al mismo tiempo, la Iglesia universal, inspirada especialmente por el pontificado del Papa Francisco, comenzó a purificar sus estilos, orientándose hacia modelos de cercanía, sencillez, escucha y moderación en el uso de los bienes.
Hoy los obispos, en su gran mayoría, no nos identificamos con aquellas figuras principescas, sino como servidores del Pueblo de Dios. Nuestra misión se fundamenta en la humildad evangélica, la misericordia pastoral y la autoridad que brota de caminar con el pueblo, no de situarse por encima de él.
Un mundo que reclama nuevos liderazgos
En la esfera internacional también se ha producido un cambio significativo. Los grandes presidentes, jefes de Estado y monarcas de nuestro tiempo son más cercanos, accesibles y sencillos. La ostentación está dejando paso a la proximidad; los grandes protocolos, a los gestos humanos y cotidianos. La Iglesia, en sintonía con esta evolución cultural, ha renovado su estilo de liderazgo para responder mejor a los desafíos actuales.
La renovación del liderazgo episcopal en la República Dominicana
En nuestro país, este cambio se evidencia en la manera en que los actuales obispos comprendemos y ejercemos nuestra misión. Hoy asistimos al desarrollo de un liderazgo pastoral más evangélico, más espiritual y más fiel a la identidad profunda de la Iglesia: evangelizar ante todo y promover una anuncio profético oportuno a cada situación que se presenta.
Se está configurando —y es importante destacarlo— una Conferencia del Episcopado Dominicano más diversa, más variada en carismas, más consciente de la riqueza de enfoques que el Espíritu suscita en su interior. Los obispos estamos en búsqueda de un estilo de liderazgo que brote directamente del Evangelio, que se sostenga en la oración, la cercanía y la escucha, y que tenga como prioridad formar comunidades sólidas en la fe con un fuerte compromiso cristiano y social.
Esta visión implica reconocer que toda acción social, política o cultural de la Iglesia nace del Evangelio y está subordinada a él. No se trata de sustituir a las instituciones del Estado ni de asumir el rol de árbitros permanentes de la sociedad, sino de iluminar el corazón de la vida nacional desde la misión evangelizadora, acompañando, orientando y ofreciendo una palabra que brote de la fe, no del protagonismo.
Algunos aún no han percibido el cambio
Pese a los profundos cambios vividos en la comprensión del ministerio episcopal, todavía hay quienes continúan demandando que los obispos seamos ante todo mediadores políticos antes que pastores; negociadores sociales antes que evangelizadores; figuras de impacto mediático antes que auténticos profetas. Esa expectativa responde a categorías propias de otra época. La Iglesia, sin renunciar a su responsabilidad moral y a su incidencia en la vida social, es cada vez más consciente de que su primera misión es anunciar a Jesucristo y acompañar espiritualmente al Pueblo de Dios; es desde este primado de la evangelización y de la vida espiritual desde donde brota toda transformación verdaderamente humana y duradera.
En este contexto, ciertos movimientos nacionalistas y sectores de la izquierda liberal en nuestro país pretenden arrastrarnos de nuevo hacia la lógica de la alianza entre el “trono y el altar”, instrumentalizando la fe según intereses políticos coyunturales. Sin embargo, hemos aprendido de la gran maestra del error y de la corrección: la historia. Allí donde la Iglesia se dejó atrapar por pactos excesivamente estrechos con proyectos de poder, las consecuencias han sido, con frecuencia, dolorosas. Baste recordar el caso de la España marcada por el apoyo eclesial al régimen de Franco; determinados alineamientos en la Polonia de Lech Wałęsa; la cercanía de sectores eclesiales a la dictadura de Pinochet en Chile; las complejas relaciones entre Iglesia y peronismo en Argentina; o la alianza de algunos teólogos de la liberación con el sandinismo en Nicaragua y con grupos de la izquierda radical, entre otros ejemplos posibles.
Estas experiencias históricas nos advierten que, cuando el pastor pierde el horizonte evangélico y se deja seducir por las lógicas del poder, corre el riesgo de convertirse en presa fácil de los “lobos rapaces” que san Pablo denunciaba, y de traicionar, aunque sea involuntariamente, la naturaleza profundamente pastoral y profética de su misión.
Conclusión: una Iglesia fiel al Evangelio en cada tiempo
La Iglesia vive en constante discernimiento. Comprende los signos de los tiempos, pero permanece fiel al Evangelio. La figura del cardenal López Rodríguez debe leerse desde su época, con sus desafíos y exigencias. La misión de los obispos de hoy debe comprenderse desde la nuestra: una Iglesia que quiere ser más cercana, más espiritual, más evangélica, con una más sana comprensión de la relación entre el trono y el altar.
Los tiempos cambian, pero la misión permanece. Y la Iglesia en República Dominicana, guiada por pastores conscientes de su responsabilidad evangelizadora, camina hacia un liderazgo más humilde, más auténtico y más profundamente arraigado en la Palabra de Dios. Porque solo desde el Evangelio puede brotar la verdadera renovación de la sociedad y la esperanza que nuestro pueblo necesita.
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