Dedicado a mi hija Mariel, que tanto piensa y se mortifica por el caos de esta ciudad.

Santo Domingo no amanece: despierta abrumada. Y yo también. 

Escribo esto atrapado en un tapón que no avanza ni retrocede. Estoy inmóvil, como todos a mi alrededor, dentro de un embotellamiento que parece más bien una metáfora del país: nadie sabe por dónde salir, y mientras tanto, todos tocan bocina. 

Frente a mí, el edificio de la Dirección General de Aduanas. Estoy justo antes de llegar a Ágora Mall. Observo cómo salen autobuses repletos de empleados públicos, como una fábrica de trámites que, por costumbre absurda, sigue operando en uno de los puntos más congestionados de la capital. 

Esa institución, como tantas otras oficinas estatales —y como muchas empresas privadas aún ancladas al centro—, ya no puede seguir funcionando en el corazón colapsado de Santo Domingo. 

El Estado debe predicar con el ejemplo y empezar ya a reubicar sus dependencias administrativas fuera del polígono central. A su vez, al sector privado se le debe ofrecer un plazo razonable y facilidades para migrar hacia zonas más sostenibles y estratégicas. 

Lo que está en juego no es solo el tránsito: es el alma misma de la ciudad. 

Santo Domingo se ha convertido en un espacio donde la vida cotidiana ha sido secuestrada por el caos. El ruido, el desorden y la sobrepoblación de funciones estatales e industriales están asfixiando su habitabilidad. 

Y lo más grave: lo hemos normalizado. 

Nos acostumbramos a una ciudad donde el Estado ocupa el centro y el ciudadano es empujado hacia los márgenes. 

Pero no tiene por qué ser así. 

¿Ninguno de los que ha gobernado —o de los que aspira a hacerlo— se ha planteado pensar en grande, con sentido humano? 

¿Nadie ha entendido que esta ciudad no necesita más remiendos, sino visión, planificación, decisión política? 

El último que pensó en grande fue Joaquín Balaguer. Y aunque lo cuestionamos por muchas razones, fue el único que construyó infraestructuras pensando en el futuro. Hoy, aquellas avenidas troncales que parecían sobredimensionadas apenas resisten el peso del presente. 

Todo lo demás ha sido improvisación, cálculo electoral, soluciones cosméticas. 

Desde esa mirada, propongo algo simple, pero urgente: descentralizar. 

Pensar la ciudad como un todo funcional, como un cuerpo vivo. 

Y para eso, necesitamos movimientos profundos, valientes y estratégicos. 

Reordenar Santo Domingo significa: 

Reubicar las oficinas públicas fuera del casco urbano, hacia una zona cívico-administrativa moderna, conectada, con transporte colectivo eficiente, donde el ciudadano no pierda medio día para hacer un trámite. 

Trasladar las industrias que aún operan en el centro hacia parques industriales regulados en la periferia, con acceso logístico y control ambiental. El Estado debe establecer plazos concretos de salida y ofrecer incentivos que eviten traumas. 

Recuperar el centro urbano para los ciudadanos, no para el aparato estatal ni para industrias obsoletas. Zonas como Gazcue, la Zona Colonial y la Plaza de la Cultura deben integrarse en un eje cívico, peatonal y cultural: seguro, habitable, abierto a la vida cotidiana. 

Crear una zona educativa y tecnológica, donde universidades, centros de formación y entidades públicas trabajen en red, disminuyendo la movilidad innecesaria y anticipando el futuro. 

Construir zonas residenciales dignas, bien diseñadas, con aceras amplias, árboles, escuelas, espacios públicos, parques y servicios. Una ciudad donde la vida —y no los documentos, ni el vehículo— sean el centro. 

A veces sueño con una ciudad en la que pueda caminar con mis  hijos y nietos sin tener que explicarle por qué no hay árboles, por qué las aceras están rotas, por qué nadie parece escuchar. 

 Y, me pregunto hasta cuándo?   

No se puede crecer así, sin árboles, sin silencio, sin un banco donde mirar el cielo o esperar el autobús. 

La Ciudad Colonial —sí— es parte esencial de esta transformación, pero no debe pensarse como un proyecto aislado. 

Es el corazón simbólico de una capital que necesita ser sanada desde todas sus arterias. 

No bastan intervenciones puntuales. 

No se trata solo de obras, sino de visión. 

De sentido. 

De pertenencia. 

Lo que necesitamos no es solo planificación urbana. 

Es una reconciliación con la ciudad. 

Una nueva forma de habitarla. 

Dejar de sobrevivir en ella para, por fin, vivirla. 

Santo Domingo no puede seguir siendo una ciudad para carros, oficinas grises, y edificios que le dan la espalda al peatón. 

Debe volver a ser una ciudad para sus hijos. 

Para quienes la caminan, la sufren, la viven, la cantan. 

Para quienes nacen y mueren en ella sin haber conocido jamás el derecho a una acera limpia, una sombra amiga o un banco donde sentarse con su madre sin miedo. 

La ciudad que aprendió a respirar 

Quiero que mis nietos no se acostumbren a esta ciudad dolida. 

Quiero que un día me digan, al salir de la escuela: 

—Abuelo, ¿vamos al parque de las mariposas? El que está donde antes había un edificio gris… 

Y que podamos caminar juntos hasta ese lugar donde alguna vez estuvo la Dirección General de Aduanas, 

y ahora florece un gran centro cultural con jardines, salas de teatro, espacios para experiencias inmersivas, arte digital, juegos de agua, restaurantes bajo la sombra y una biblioteca para niños con hamacas para leer al aire libre. 

Y que podamos sentarnos bajo un almendro, sin prisa, sin ruido, a ver caer la tarde como si la ciudad también estuviera aprendiendo a respirar. 

Como si hubiera recordado que nació para abrazar, no para expulsar. 

Como si, por fin, fuera posible vivir aquí… sin miedo, sin apuro, sin bocinas. 

Solo con la esperanza de haberlo hecho bien. 

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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