
En la República Dominicana —como en muchas otras democracias en construcción— se ha instaurado un patrón lamentable, casi ritual: desde la oposición, todo está mal; desde el poder, todo va viento en popa. Es como si el simple hecho de cambiar de posición política implicara someterse a una metamorfosis ideológica que convierte antiguos problemas estructurales en desafíos invisibles, o incluso en logros. (véase Punta Catalina)
Asumir una posición en el gobierno o en la oposición parece tener el mismo efecto que una droga; adormece el pensamiento crítico, distorsiona la percepción de la realidad y traslada al individuo a uno de dos extremos irreconciliables; el país de las maravillas o el séptimo círculo del infierno.
Así, los préstamos internacionales son una amenaza o una solución brillante, dependiendo de quién los firme. El precio de los combustibles (véase la fórmula de Íto), el costo de la canasta básica (véase las declaraciones de PROCONSUMIDOR), las alzas en la factura eléctrica, se tornan insostenibles o razonables según la cercanía al Palacio Nacional. La realidad no cambia, cambian los lentes con los que se mira.

Los que ayer denunciaban la corrupción con megáfono en mano, hoy aplican fórmulas contables para justificar lo injustificable. Aquellos que se decían defensores del pueblo ahora son accionistas, directores o beneficiarios de las mismas instituciones que antes cuestionaban. La promesa de cambio se disuelve en el aire en cuanto se conquista una cuota de poder.
Desde la oposición, los grandes problemas nacionales —la inseguridad, la migración irregular, el desempleo, la desigualdad, la corrupción— parecían tener solución inmediata. Se juraba que todo podía corregirse en un máximo de dos años. Pero una vez en el poder, esos mismos problemas se redefinen como «complejos», «estructurales» o «herencias difíciles». Lo que antes era urgente y condenable, ahora es parte del proceso y de un «legado del pasado».
Y entonces me pregunto: ¿Hasta cuándo seguiremos aceptando esta narrativa artificial, donde se crean crisis mediáticas para que luego algunos se autoproclamen salvadores de la patria? ¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que la impunidad arrope a los míos mientras se demoniza a los otros? ¿Será que el poder realmente nubla la razón? ¿Será que el problema solo lo es si no me afecta a mí o a los míos?

La iniciativa de crear grupos políticos —basados en lealtades personales, intereses sectarios y la lógica del «dame lo mío»— está desangrando la institucionalidad democrática. Se premia la mediocridad si es del grupo; se castiga la excelencia si no lo es. Se aplaude la corrupción si favorece a los aliados; se condena cuando proviene de la acera de enfrente.
No puede haber un verdadero cambio si cada gobierno se convierte en una versión maquillada del anterior. No puede haber justicia si esta depende del color del partido que militas. Y no puede haber desarrollo si el único proyecto de nación que se impulsa es el que beneficia al círculo íntimo del poder de turno.
Es hora de romper el ciclo, de dejar de aplaudir al líder de moda y empezar a exigir instituciones fuertes, reglas claras y una ciudadanía activa, informada y crítica. Porque mientras la consigna siga siendo «abajo el que suba», el país entero continuará bajando.
Solo espero que, al escribir estas líneas, no me haya contagiado sin saberlo del virus que aqueja a quienes miramos el poder desde la orilla, y que mis palabras no caigan, sin querer queriendo, en la mismas sombras que pretendo denunciar.
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