Para Hans Kelsen el término “Constitución” tiene un significado preciso, a saber, es: […] “una forma de organización estatal con equilibrio de fuerzas políticas en un momento determinado, que tiene categoría de norma suprema y por tanto es en sí misma la norma que regula la elaboración de otras normas y en virtud de la cual se realiza válidamente la actividad de los órganos estatales.” Se entenderá aquí que una Constitución excede su formulación en términos de compendio de normas organizativas estatales, puesto que esas normas tienen como propósito organizar la sociedad, sometiendo la Administración al Derecho.
Si bien existieron y existen constituciones no escritas, la forma escrita fue la que en definitiva se propagó con mayor eficacia, especialmente por todo el mundo Occidental. Dicha propagación del sistema de constituciones escritas, junto a la promoción y suscripción de instrumentos multilaterales que consagran derechos humanos, considerados parte esencial de la justificación política de los Estados democráticos, determinó tanto el fenómeno de la constitucionalización del Derecho como el de la internacionalización del Derecho constitucional. De esta forma, en su desarrollo y expansión las constituciones terminaron incluyendo catálogos de derechos y directivas u objetivos de cumplimiento de variadas disposiciones tendentes a proteger a las personas frente al Estado, aspecto en el que fueron determinantes, la Constitución de Filadelfia (estadounidense), de 1787 y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, entre otros documentos, según nos dice Ordoñez Solis.
La consagración de los derechos “fundamentales”, en aras de poder satisfacer su necesidad de protección determina la creación de garantías –básicamente la acción constitucional de amparo, el recurso contencioso administrativo, el Hábeas Corpus y el Hábeas Data- y, entre los procedimientos propios del control constitucional, la revisión de decisiones jurisdiccionales, el conflicto de competencia y el control preventivo de los tratados. La ventaja de este tipo de constituciones reside, de acuerdo con Jorge Anoletto en el hecho de que “así tienden a asegurar la estabilidad de las estructuras políticas”. Sin embargo, el resultado último de su escrituración –asumiendo lo dicho por Sánchez Agesta en el sentido de que “la ley escrita destaca una voluntad explícita y deliberada del legislador”– pasó de fijar un marco de uso del poder a reglamentar la forma de las instituciones, su operatividad y su relación o contacto con los individuos, en términos de validez o invalidez. Es decir, la constitucionalización implicó rigidez y solemnidad, requiriendo entonces que el texto se considerara norma suprema e instrumento que, a fin de cuentas, pretende “limitar el poder del leviatán.”
Con esta inclinación nacen, durante el siglo XVIII, las constituciones escritas, pero en su desarrollo y expansión esas constituciones incluyeron catálogos de derechos y directivas u objetivos de cumplimiento de disposiciones socioeconómicas que coadyuvaron a la importante expansión del sistema. De hecho, es ese el proceso seguido por una de las constituciones más influyentes del mundo, la estadounidense de 1787, a la que se introdujo la Declaración de Derechos en 1791.
Considerando de manera resumida el proceso histórico de escrituración de las constituciones se tiene como primer referente histórico de constituciones escritas, de acuerdo con Loewenstein, el de las “Ordenanzas Fundamentales de Connecticut”, actuales Estados Unidos de América, de 1639, si bien el mismo autor cita otros dos posibles antecedentes: la Constitución de 17 artículos del Príncipe Botoku del Japón, de 604, y la “Regerings-form” de Suecia, de 1634. Procede hacer la salvedad de que ninguno de los antecedentes es completamente válido en la teoría actual, citándose que incluso el de las Ordenanzas de Connectituc, como en los ejemplos anteriores, no trataban sobre la organización de Estado alguno, de los que puede hablarse sólo tras la Paz de Westfalia (1648).
Otros antecedentes importantes de las constituciones son: el “Pacto Popular” de 1647, en Gran Bretaña; el proyecto de Constitución de 1653 conocido como “Instrumento de Gobierno” (Instrument of Government), sancionado por el Parlamento de Cromwell, también en Gran Bretaña (tuvo vigencia de siete años y fue, propiamente hablando, la primera Constitución escrita de un Estado europeo y la única Constitución escrita inglesa). Asimismo, se citan como constituciones escritas la de Boston (“Primera Declaración de Derechos”, de 1772), y las de Virginia (de 1776) y de Massachusetts (de 1780), antecedentes fundamentales de la Constitución Federal estadounidense de 1787. En Francia, en fin, se tiene la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, y la Constitución de 1791.
El solo fenómeno expansivo e intensivo de la multiplicación de constituciones, ha traído como resultado que hoy en día solo dos o tres naciones carezcan de constituciones escritas –entre las que cabe citar Inglaterra e Israel–, lo que da lugar a fenómenos jurídicos de extraordinaria importancia para el desarrollo de las sociedades democráticas, al consignar en textos constitucionales los llamados “derechos fundamentales”. Sin embargo, la ausencia de constituciones escritas no implica que los derechos fundamentales carezcan de protección constitucional en esas naciones, pues tales países disponen de diferentes mecanismos legales, como leyes consuetudinarias, legislación parlamentaria, declaraciones de derechos y precedentes judiciales, para propiciar las garantías necesarias que se requieran para la protección eficaz de los derechos fundamentales.
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