Mario Vargas Llosa fue, sin duda alguna, un gran intelectual y talentoso escritor, tratable, amable y cortés, cuyas obras, fruto de su gran imaginación creadora, habrían de perdurar en la cultura universal, justamente, por toda la eternidad.
Hace algunos años y sin anuncio previo, visitó, sorpresivamente, Centro Cuesta del Libro.
Allí, estreché su mano y pude, sin el menor rubor de la premura, dialogar con él.
Se trató, simple y llanamente, de un intercambio de palabras signados, en gran medida, por la conciencia lúcida de un genio de la literatura.
En medio de la conversación, por cierto muy amena, fijó la mirada en dos obras suyas: “La ciudad y los perros” y “La Fiesta del Chivo”, respectivamente. Sin pensarlo siquiera una vez, los compré con entusiasmo y sin algarabía, quizás estimulado por la curiosidad de leerlos prontamente.
–¿Usted me lee? —preguntó en tono suave y pausado–.
–Sí, desde luego– respondí de inmediato–.
Le expresé, con admiración y respecto mi gran pasión por el oficio de escritor y sus obras.
–Para escribir bien, deberías leer y escribir mucho, con disciplina, paciencia y tenacidad–, me dijo.
También le manifesté que, desde hace varios años, soy profesor, de la Escuela de Filosofía de la UASD.
Después de felicitarme (no sin cortesía) me confesó que leía, y aún lo seguía haciendo con fruición, los diálogos de Platón, cuyas enseñanzas aplicaría en novelas, cuentos y obras de teatros de su autoría.
Además, tendría plena conciencia de que, en cierto modo, las obras del sabio filósofos son, ciertamente, verdaderos modelos para conversar bien y estructurar diálogos certeros y seductores.
Con signos de alegría en el rostro, me habría dicho, al menos, que fue a la librería con el propósito de adquirir la obra: “El chivo de Vargas Llosa: una lectura política”, escrita por Pedro Conde Sturla, intelectual de sólida formación cultural y quien fuera, hace algún tiempo, mi profesor de “Historia Universal”, en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
Con visible interés y penetrante mirada, Vargas Llosa aseguró que, afín de cuentas, leería dicha obra, desde el principio al final, con fervorosa pasión y, de ser posible, de una sentada.
Luego de tan breve y sustancioso diálogo, me marché con ligera paciencia y el grato recuerdo de aquel encuentro casual.
Motivado con las palabras e imponente personalidad de tan afamado escritor, no sólo contemporáneo, sino latinoamericano y gran trascendencia universal, me impuse la ineludible tarea de releer, sin presión alguna, todas sus obras. Lo hice con calma, sin prisa, ni prejuicio alguno.
En verdad, pude conocer, en la medida de lo posible, las estructuras, métodos, técnica, estrategias y, digamos, secretos más recónditos de su vasto universo literario, impregnado de fresco aliento poético y elevado nivel estético.
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