A la Dirección General de Presupuesto llegué sin amarres, sin conexiones y sin padrinos, en mayo del 2017. Poniendo en jaque la vieja teoría de que al gobierno solo llega el que está pegado. Conseguí un empleo digno como periodista y productora, a través de Roberto Rodríguez Marchena, director general en ese momento, y vocero de gobierno. Y de verdad que se trabajó en grande.
Don Roberto estaba entre mis seguidores y seguidores de Twitter, como el vocero de gobierno al que todos seguíamos; la imagen del portavoz fino, bien manejado y bien informado. Más adelante, por puro destino, fue mi jefe, maestro y con suerte, nos convertimos en amigos.
Hace poco menos de una semana despedimos a don Roberto, la muerte llegó por él, cuando lo más lejos, aunque no incierto, era que me iba a tocar despedirlo por ahora. Lúcido, en plena faena, laborioso, fuerte, con la misma agilidad mental de siempre y entregado a lo que le apasionaba desde su cotidianidad, la comunicación y la política, cualquiera no pensaría en despedir a Roberto de este plano y me ha costado procesarlo. Su bonhomía, sencillez, trato afable, fino, cercano y noble me parecían eternos. De esas almas tan encantadoras que uno entiende que merecen vivir por siempre.
Estos días, con su muerte repentina, la nostalgia me ha tocado recordando aquellos tiempos de DICOM, sus enseñanzas, la formación que nos dio a cada uno de quienes pasamos por su equipo, no solo a nivel profesional, también humano. La seguridad con la que uno asumía el respaldo de don Roberto, era impresionante. Una idea, un problema, una victoria, lo que sea, encontró apoyo en don Roberto.
Y con la nostalgia, también sale la gratitud eterna que habita en mi corazón por haber sido gente conmigo, por su trato justo y digno y sobre todo, porque en términos de trabajo me concedió la dicha de confiarme grandes responsabilidades, aún cuando hasta yo misma dudaba de mi capacidad. Tenía ese don divino de reconocer en una fuerza y capacidades que uno mismo desconocía. A nivel humano, Roberto tenía la sabiduría de un maestro, el cariño de un papá y la ternura de un abuelo.
Hoy le dedico estas líneas para despedirlo. No con la tristeza de quien queda pendiente, porque de cariño y afecto siempre estuvimos al día, pero sí con la tristeza de pensar que un alma como la suya merecía más años en esta tierra. Lo despido con sus colores, un ritmo del son que le gustaba, con la imagen de su sonrisa de abuelo y con el mismo “¡genial!” con el que por tantos años se permitió cada idea que desde La Factoría pusimos en marcha.
Hasta siempre, don Roberto. Gracias por tanto.
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