Los países normalmente se preocupan por el bienestar de sus ciudadanos, y eso incluye procurar una mejor distribución del ingreso y la riqueza, así como la superación de la pobreza. Tal cosa es fundamental para alcanzar sociedades más cohesionadas y estables, condición para la prosperidad, la autoestima y el engrandecimiento.
Sin embargo, la búsqueda de mayor equidad distributiva no es el único propósito de la política económica, ni todo el gasto público se realiza para tal fin, pues también importan otros objetivos, como la preservación del territorio, el medio ambiente, la seguridad ciudadana, el imperio de la ley y muchos otros.
Hay partidas de gastos públicos que pueden estar justificados aun cuando no benefician particularmente a los pobres. Uno de esos casos es la educación superior. Es el único gasto en la función educativa que resulta regresivo, pues los que menos acceden a ese nivel son los pobres. Generalmente beneficia a los grupos altos y medios.
Pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría plantear que los gobiernos deberían desentenderse de la educación superior, pues esta es esencial para la prestación de servicios, para el desarrollo científico y tecnológico, las artes, la cultura, para la productividad y el progreso.
Además, aunque sus mayores beneficiarios suelen ser las clases media y alta, eso no significa que no haya pobres entre ellos, y cuando estos acceden, se les abre un mundo de oportunidades, particularmente a aquellos dotados de talentos, que se convierten en una escalera para el ascenso social, probablemente uno de los pocos legítimos de movilidad de que disponen las sociedades en América Latina.
Ahora bien, la sociedad puede admitir algún nivel de regresividad para promover la educación superior, pero hay extremos a los que nunca debería llegarse. Uno de esos casos lo constituyen los estímulos gubernamentales al gasto privado en educación por vía de exención de impuestos. Para incentivar los gastos privados en educación, la Ley 179-09 dispone la posibilidad de deducir los gastos educativos del ISR. Ciertamente, la exención impositiva no es solo para la educación superior, pero en este caso, independientemente del nivel tiene un profundo impacto regresivo en la distribución del ingreso.
Y no aporta nada al logro del objetivo, debido a que beneficia a grupos sociales que de todas maneras iban a educar a sus hijos, pues su uso se limita a un segmento de hogares de alto ingreso que declara impuestos, y además completa los trámites para la deducción. Veamos, los pobres no reciben nada porque no pagan impuesto sobre la renta; por tanto, no se benefician de la ley; los de renta media solo pagan el ISR, según la tradición dominicana, por vía de retención y si fueran a hacer declaración, el proceso es tan engorroso que no justificaría los pesos que van a economizar.
De modo que el instrumento es aprovechado básicamente por comerciantes, ejecutivos y empleados de alto nivel de un determinado número de empresas grandes (bancos, grandes industrias y empresas de comunicaciones), así como los de entidades públicas que disfrutan de remuneraciones privilegiadas, que estimulan a sus funcionarios a acogerse a la misma.
Por tanto, desde el punto de vista distributivo la ley es un despropósito y no consigue el fin buscado, pues sólo beneficia a quienes de todas maneras iban a gastar más en educación. A lo largo de la historia, las élites económicas nunca han necesitado que el Estado las ayude para educar a sus hijos, pues ellos saben que su reproducción descansa en que sus descendientes también sean ricos, lo cual estaría en riesgo si no los educan. Entonces, como este incentivo solo terminan aprovechándolo aquellos que de todas maneras iban a educar a sus hijos, entonces la exoneración se convierte en un regalo para ellos.
En el 2023 estos grupos lograron deducir de su renta neta imponible gastos educativos por valor de casi 5,000 millones de pesos. El 92 % correspondió a perceptores de ingresos por encima de los 867 mil pesos. Lo de que se trata de grupos de relativamente altos ingresos, se puede ver claramente al examinar los centros educativos a que asisten prioritariamente, que son los colegios de élite (Carol Morgan, New Horizons, Saint Michels, etc.), y las universidades privadas de mayor prestigio.
Visto aquello, parecería correcto que el contribuyente pague todo su impuesto, y la parte recaudada sea destinada a un fondo para financiar la educación superior, como el programa de becas sufragadas por el Gobierno vía el MESCYT. Con ello se puede conseguir más eficiencia y atenuar la injusticia del acceso a una buena educación basado en el mérito personal y en la posibilidad económica de la familia, promoviendo la inclusión social.