Aprobar el nuevo Código Penal dominicano es mucho más que un error legislativo: es un acto de violencia institucional y una traición abierta a las luchas sociales que han marcado la historia contemporánea del país. Es levantar una estructura jurídica al servicio del privilegio, la exclusión y la represión. Es darle la espalda a las mujeres, a la niñez, a las personas LGBTIQ+, a la población negra, migrante y pobre. Es enterrar medio siglo de avances en derechos humanos bajo el peso de un conservadurismo rancio, elitista y cobarde.
Este Código, celebrado por sectores que jamás han tenido que pelear por sus derechos porque los heredaron por apellido, color de piel o cercanía con el púlpito, niega las tres causales del aborto, condenando a morir a mujeres y niñas que no tienen los medios para escapar de la ley. Porque seamos claros: las mujeres con dinero seguirán abortando. Irán a Miami, a Colombia, a clínicas privadas. Las que morirán desangradas, presas o suicidadas serán las pobres. Las negras. Las niñas abusadas. Las que no tienen quien las nombre ni quien las defienda. A ellas las condena el Código, con la complicidad cínica de quienes dicen “defender la vida” mientras dejan morir a las vivas.
Pero la ignominia no se detiene ahí. El nuevo Código también le da la espalda a la niñez y adolescencia, al borrar el principio del interés superior del niño, que debería ser piedra angular de cualquier sistema jurídico. ¿Dónde están las garantías para quienes viven violencia intrafamiliar, abuso sexual, explotación infantil? No están. No existen. Para este Código, las infancias no son sujetos de derecho, sino cuerpos disponibles para el castigo o el olvido.
Y mientras tanto, el racismo campa a sus anchas. En un país donde la pigmentocracia marca los márgenes de lo posible, quién accede a educación, a justicia, a salud, a ciudadanía, este Código elige no nombrar el racismo como delito. No lo nombra porque lo sostiene. Porque penalizarlo implicaría reconocer que hay una estructura racista funcionando en todos los niveles del Estado. Porque implicaría tocar intereses. Porque implicaría proteger a quienes se quiere seguir oprimiendo: personas negras, migrantes haitianos, comunidades empobrecidas y racializadas.
Pero no lo olviden: aunque hoy celebren su “triunfo” jurídico, el pueblo no olvida. La memoria es larga y la rabia organizada.
El colectivo LGBTIQ+ tampoco aparece. No existen penas agravadas por crímenes de odio. No se reconoce la violencia por orientación sexual o identidad de género. No se tipifican las prácticas discriminatorias. En un país donde las personas trans son asesinadas sin que haya ni titulares, donde los discursos de odio se normalizan desde los medios y las iglesias, este silencio legal es complicidad. El Código dice, con cada omisión, que las vidas disidentes no importan.
Y mientras tanto, se blindan los privilegios. A los militares se les saca de la justicia ordinaria, garantizándoles un sistema paralelo de impunidad. A las iglesias se les otorga un poder simbólico y político que amenaza directamente la aconfesionalidad del Estado. ¿Qué clase de República puede construirse cuando quienes deberían dar ejemplo tienen licencia para violentar, mientras se le exige obediencia ciega a los más vulnerables?
Este Código no es un accidente. Es el producto calculado entre élites económicas, cúpulas religiosas, sectores políticos y fuerzas armadas. Es una hoja de ruta para el control social de los cuerpos empobrecidos, racializados y disidentes. Es una trinchera jurídica del ultraconservadurismo, escrita por quienes se creen dueños del país y pretenden imponer su moral como ley.
Lo más doloroso es que este Código no representa al pueblo dominicano. No recoge los aportes de los movimientos sociales, feministas, juveniles, antirracistas, ecologistas, comunitarios. No recoge las voces de quienes han construido democracia con el cuerpo, con la palabra, con la calle. No recoge ni siquiera la dignidad mínima de reconocer a todas las personas como iguales ante la ley.
Este Código no protege. No transforma. No cuida. Castiga, borra, impone. Y al hacerlo, nos condena a un presente sin justicia y a un futuro sin derechos.
Pero no lo olviden: aunque hoy celebren su “triunfo” jurídico, el pueblo no olvida. La memoria es larga y la rabia organizada. Y este Código, tan bárbaro como vergonzoso, será también recordado como el detonante de nuevas luchas. Porque no vamos a aceptar un país donde tener derechos dependa del color de tu piel, de tu cuenta bancaria, de tu orientación sexual o de la falacia moral de un dogma religioso.
La República Dominicana merece un Código Penal que defienda la vida, no que la criminalice. Que repare, no que castigue selectivamente. Que incluya, no que excluya. Y sobre todo, que nos represente a todas, todos y todes.
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