“La paz no puede mantenerse por la fuerza; solo puede lograrse mediante la comprensión.” — Albert Einstein.
Cuando se anunció el alto el fuego en la Franja de Gaza, con el respaldo diplomático de Estados Unidos y con el nombre de Donald Trump mencionado incluso como posible candidato al Nobel de la Paz 2025, millones de personas respiraron aliviadas. Sin embargo, muchos analistas coinciden en que ese acuerdo llegó demasiado tarde y que la frágil paz proclamada no puede borrar los dos años de violencia inverosímil desatada desde octubre de 2023. Lo pactado se asemeja más a una pausa impuesta por la presión y el agotamiento que a una reconciliación genuina, después de un recorrido sembrado de muerte, ruinas y dolor. El costo humano, social y material de esta guerra es incalculable, y las heridas que deja seguirán abiertas durante generaciones.
El Ministerio de Salud de Gaza confirma más de 67.000 muertos, en su mayoría civiles. Diversas agencias independientes estiman que más del 80 % de las víctimas son no combatientes, lo que evidencia que esta no fue una guerra entre ejércitos sino contra un pueblo entero. De ese total, al menos 21,000 eran niños, resultando que 40,000 resultaron heridos, muchos con discapacidades permanentes. Del lado israelí, 1,219 civiles murieron y 251 personas fueron tomadas como rehenes por Hamás, según datos oficiales. La guerra dejó, además, 1.9 millones de desplazados dentro de la Franja, lo que significa que más del 80 % de los habitantes tuvo que abandonar su hogar.
La devastación del territorio es absoluta. Según la ONU, el 84 % del área de Gaza ha sido arrasado y se requerirán al menos 70,000 millones de dólares para su reconstrucción. La Autoridad Palestina estima que el 85 % de la infraestructura civil —viviendas, carreteras, redes eléctricas, sistemas de agua y escuelas— fue destruido. Más de 300,000 hogares quedaron reducidos a escombros y cerca de 200,000 sufrieron daños tan severos que probablemente deban reconstruirse por completo. La ofensiva también borró del mapa 670 escuelas, 165 universidades y 38 hospitales, junto con decenas de centros de salud que, antes de su destrucción, ya estaban saturados de heridos y de refugiados hambrientos.
El sistema sanitario de Gaza se encuentra al borde del colapso y contados hospitales apenas sobreviven sin electricidad, sin medicamentos e insumos básicos.
A la destrucción material se suma la tragedia humanitaria. Más de 400 trabajadores humanitarios murieron desde el inicio del conflicto y 460 personas —154 de ellas niños— fallecieron por desnutrición debido al bloqueo israelí que mantuvo durante casi todo el conflicto las entradas de la ayuda internacional bloqueadas. Más de 640,000 gazatíes enfrentan actualmente niveles catastróficos de inseguridad alimentaria y la FAO advierte que el hambre masiva podría prolongarse durante meses. Agrava la catástrofe sanitaria la falta de agua potable, el colapso del sistema de alcantarillado y la propagación de enfermedades infecciosas. Por otro lado, el impacto psicológico es profundo. Millones de personas viven con trauma, ansiedad y duelo acumulado. Según un informe de UNICEF, el 95 % de los niños en Gaza muestra síntomas de estrés postraumático.

El sostenimiento de esta guerra contra una población civil indefensa, encaminada supuestamente al exterminio de un grupo terrorista que guarda, lo mismo que sus declarados enemigos, una enorme distancia de un modelo de pureza, no fue obra de ninguna fuerza sobrenatural. El respaldo militar de Estados Unidos a Israel superó los 21,700 millones de dólares desde octubre de 2023, con fondos aprobados tanto por la Administración Biden como por la de Trump. Ese dinero, presentado como apoyo defensivo, terminó alimentando una maquinaria bélica implacable que dejó tras de sí un territorio devastado, miles de inocentes masacrados y una población sobreviviente condenada al sufrimiento y la desesperanza.
Las cifras citadas no carecen de significado. Detrás de cada una hay un rostro, un nombre, una familia y una historia truncada. Este conflicto en particular es la expresión más cruda del fracaso moral de nuestra época, en tanto que bajo la excusa de la seguridad destruyó la humanidad misma. La paz verdadera no será posible mientras la ocupación continúe, la desigualdad sea estructural y Hamás sobreviva detrás del telón como autoridad de los palestinos.
Hoy vemos que este grupo, cuyo irracional y condenable ataque del 7 de octubre despertó los más oscuros instintos de venganza y exterminio del lado de los extremistas ortodoxos israelíes, pretende erigirse en guardián de un orden inexistente. En nombre de una causa que desvirtúa, ejecuta sumariamente —a veces ante la mirada atónita de niños y adolescentes— a quienes considera colaboradores del régimen israelí. Sin embargo, el mundo debe aprender a distinguir con claridad entre Hamás y el pueblo palestino, una comunidad milenaria, digna de respeto y admiración, que sigue reclamando su derecho inalienable a la libertad, la soberanía y la autodeterminación.
Lo que hoy se presenta y aplaude como paz no es más que un insulto a la conciencia de quienes saben que aquello no fue una guerra, sino una matanza indiscriminada de una población que, en su huida desesperada de un punto cardinal a otro dentro de un territorio en llamas, jamás comprendió por qué su infierno parecía no tener fin mientras el mundo observaba en silencio.
Para nosotros, esa tan celebrada paz no es más que el frágil silencio de las armas, no el fin de la opresión, ni el reconocimiento de los crímenes, ni el castigo de sus deshumanizados perpetradores. Es, en el fondo, una tregua sin alma, una ilusión cuidadosamente fabricada, un espejismo impuesto por los poderosos para disimular el horror.
Lo que el mundo presencia no es una victoria diplomática, sino una derrota de la humanidad. Porque no hay paz posible sin justicia, sin memoria y sin reparación.
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