La relación entre la teoría del Estado y los derechos fundamentales constituye uno de los pilares del constitucionalismo contemporáneo. El Estado, como construcción política y jurídica, no tiene sentido fuera de la finalidad ética que lo justifica: la garantía de los derechos y libertades de las personas. A su vez, los derechos solo adquieren efectividad en el marco de un Estado que los reconozca, los proteja y los haga exigibles. Así, la historia del Estado moderno puede leerse como el tránsito de la fuerza al derecho, de la autoridad absoluta a la legitimidad basada en la juridicidad.

La génesis del pensamiento estatal moderno se encuentra en la crisis del orden medieval y el surgimiento del poder soberano. Jean Bodin definió por primera vez la soberanía como poder absoluto e indivisible del Estado, sentando las bases del absolutismo. Thomas Hobbes, en su célebre “Leviatán”, concibió el Estado como una entidad creada por los hombres para escapar del caos natural y asegurar la paz mediante la obediencia al soberano. Pero su visión, al colocar la seguridad por encima de la libertad, transformó al Estado en una estructura que subordinaba al individuo al poder.

Frente a ese modelo autoritario, el liberalismo clásico —representado por John Locke— estableció una concepción distinta: el Estado debía existir para proteger derechos preexistentes a él, como la vida, la libertad y la propiedad. Jean-Jacques Rousseau, desde una óptica más comunitaria, formuló la idea de la “voluntad general” como fuente de legitimidad democrática, sustituyendo la soberanía absoluta del monarca por la soberanía del pueblo. En ambos pensadores se observa el giro decisivo que dio origen al constitucionalismo: la subordinación del poder a la ley y de la ley a la justicia.

El Estado moderno se legitima cuando garantiza los derechos y libertades bajo un marco jurídico ético

En la filosofía de Immanuel Kant, el Estado de derecho adquiere una dimensión moral. Su imperativo categórico —“obra de tal modo que trates a la humanidad siempre como un fin y nunca como un medio”— se proyecta en la idea de un orden político que garantice la libertad externa de todos bajo leyes universales. Kant introduce el principio del deber jurídico como límite racional del poder. Hegel, por su parte, concibe el Estado como la realización suprema de la eticidad, donde el individuo encuentra su libertad en la vida común. Ambos coinciden en que el Estado no es mero instrumento de dominación, sino espacio de racionalidad ética y jurídica.

La modernidad política desembocó en el constitucionalismo como respuesta al abuso del poder. Norberto Bobbio explicó que el constitucionalismo no elimina al Estado, sino que lo redefine: ya no es un poder soberano absoluto, sino un poder limitado por normas superiores. Luigi Ferrajoli profundizó esa idea desde el garantismo jurídico, afirmando que “no hay derechos sin garantías ni garantías sin derechos”. Para Ferrajoli, el Estado constitucional es un sistema de vínculos jurídicos que impide que la política se desborde sobre el derecho, convirtiendo la legalidad en un instrumento de legitimidad.

El Estado social y democrático de derecho surge en el siglo XX como síntesis de tres ideales: libertad, igualdad y justicia. Ya no basta con proteger al individuo frente al Estado; se exige además que el Estado actúe para remover los obstáculos que impiden el ejercicio real de los derechos. En este modelo, la libertad deja de ser puramente formal y adquiere contenido material. Como planteó John Rawls, la equidad consiste en organizar las instituciones de manera que las desigualdades solo sean legítimas si benefician a los más desfavorecidos. De ahí que el Estado social no sea paternalista, sino garante de oportunidades.

La juridicidad se convierte así en el principio estructural del poder político. Hans Kelsen formuló el modelo del control constitucional como garantía última de coherencia normativa: un Tribunal Constitucional encargado de asegurar la supremacía de la Constitución frente a cualquier poder. Jürgen Habermas complementó esta visión al sostener que la legitimidad del Estado no se funda solo en la legalidad, sino en la participación racional de los ciudadanos. La democracia, en su sentido más profundo, no se reduce al voto, sino que exige deliberación pública, transparencia y control.

En el contexto latinoamericano, el constitucionalismo ha adquirido un carácter transformador. La Constitución ya no es únicamente una carta política, sino una norma suprema que orienta el orden social y económico. Los tribunales constitucionales, especialmente en América Latina, han asumido la función de guardianes de la dignidad y la igualdad, redefiniendo la relación entre derecho y poder. Este proceso ha dado lugar a un nuevo paradigma: el Estado constitucional de derechos, donde las garantías judiciales se convierten en el núcleo operativo del sistema.

La Constitución dominicana de 2010 refleja plenamente esta evolución. En su artículo 7 define al Estado como “social y democrático de derecho”, y en el 38 consagra la dignidad humana como fundamento del ordenamiento. Los artículos 68 al 74 establecen las garantías de protección —amparo, hábeas corpus, hábeas data y control de constitucionalidad—, consolidando un modelo que articula la autoridad política con el respeto a los derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional ha reafirmado, en su jurisprudencia, que la legitimidad del poder dominicano se mide por su capacidad de garantizar la dignidad y la justicia.

En conclusión, la teoría del Estado y los derechos fundamentales no constituyen ámbitos separados, sino las dos caras de un mismo proyecto civilizatorio: la construcción de un poder legítimo al servicio del ser humano. En el Estado constitucional moderno, el poder deja de ser un fin y se convierte en un medio para realizar los valores de libertad, igualdad y justicia. Así, el derecho no es solo una técnica de orden, sino una ética de la convivencia que hace del Estado un instrumento de emancipación y no de dominación.

José Manuel Jerez

Abogado

El autor es abogado, con dos Maestrías Summa Cum Laude, respectivamente, en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional; Derecho Administrativo y Procesal Administrativo. Docente a nivel de posgrado en ambas especialidades. Maestrando en Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Diplomado en Ciencia Política y Derecho Internacional, por la Universidad Complutense de Madrid, UCM.

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