«En el Tenampa se recuerdan muchas cosas», cantaba Cornelio Reyna, en “Me sacaron del Tenampa”. ¿Se sentía abrumado por el alcohol, los amores pasados, la fama? ¿Acaso no tenía para la cuenta? ¿Batallaba para mantenerse en pie? ¿No dejaba de pelear con los parroquianos? Alegar una expulsión era quizás un recurso para cantarle a esta cantina, que acaba de cumplir cien años.
Por su parte, José Alfredo Jiménez nos recrimina con un tono enfadado, casi agresivo: «¿Cuándo abriste tú conmigo las persianas del Tenampa?». Claro, para el idolazo de Dolores Hidalgo, el asunto no era abrir, sino oponerse al cierre, pues le encantaba quedarse allí hasta quién sabe qué horas. Le daba por quedarse uno, dos, tres, cuatro días. El tiempo transcurrido no le importaba, sólo el susurro del mariachi y la compañía de Chavela Vargas: «Que me sirvan de una vez pa' todo el año», cantaban alegres, agotados, encendidos. Luego, el dueño, Juan Inaldecio Hernández Ibarra, soltaba un lamento: «Llevan aquí desde el lunes y ya no hay tequila, ¿un año entero? ¡Virgen Santísima!». No sé si pagaban antes de irse o nada más se iban con la música a otra parte, en busca de serenatas, o tal vez preferían serenarse cada uno por su lado y dejar descansar al hígado, a los empleados, al mariachi, que, por cierto, antes de 1925, nunca se había escuchado en la Ciudad de México.
Según la leyenda, cuando el fundador, don Juan Hernández, que era jalisciense de cepa, abrió esta cantina, no dejaba de repetir, como si estuviera en la iglesia: «Aquí es Jalisco», pero para que en verdad lo fuera, el mariachi, que es de por aquellos rumbos, tenía que sonar, así que convenció a unos amigos de Cocula para que atacaran el silencio y la tristeza en su nuevo local.
Desde entonces, el Salón Tenampa se ha convertido en el sitio más emblemático de la Plaza Garibaldi, que hoy presume un paseo lleno de estatuas de compositores y cantantes inolvidables; un quiosco rebosante de música; el Museo del Tequila y el Mezcal e incluso el propio salón ya tiene dos pisos, una terraza y muchos visitantes que piden el tradicional ponche de granada. El nombre significa amurallado en náhuatl y sus muros saben que por allí ha pasado todo el mundo: desde Pedro Infante con Sara Montiel (filmaban una película juntos) hasta Cantinflas y Agustín Lara, que sin duda le habrá hecho el feo al mezcal y habrá solicitado un coñac, del bueno, por favor…
Ahora bien, si alguien pregunta por José Alfredo, el mesero hace un esfuerzo para sobreponerse a los guitarrazos y menciona que se sentaba por allá, a la izquierda. De hecho, por eso pusieron en aquella esquina su mural, que incluye la letra de “Mi Tenampa”. Los meseros no necesitan leer la canción; flota en el ambiente: «Yo me paro en la cantina, y a salud de las ingratas, hago que se sirva vino, pa' que nazcan serenatas».
Para mi desgracia, nunca me he parado ahí, pero he estado cerca. Una vez dudé, pero me decidí por el Museo del Tequila; eran las diez de la mañana y no había riesgo de ver a Jiménez; había muerto hacía mucho. En otra ocasión, un amigo insistió en alejarse de tanto turista, y sin saber ni cómo, terminamos en un bar discreto, pero al cruzar el umbral vimos, ¿con desagrado, con temor, con sorpresa?, que estaba repleto de policías. Ignoro si los guardianes del orden estaban alertas, listos para acudir al llamado del 911, preparados para combatir el mal o aprovechaban sus veinte minutos de pausa para tomar algo o ya habían terminado su turno. Nunca lo supe; huimos de los uniformados y nos recibieron en un tugurio que ofrecía música en vivo. Dijeron que había 2×1. Total que a la cerveza que costaba 20 pesos, se le agregó la propina, el servicio, el cover, la variedad y 20 se volvieron 80, multiplicado por… El antro era una vulgar trampa para novatos. «Los mariachis te recuerdan tus amores», insiste Cornelio; a mí, unas veces me sugieren una cuenta repleta de ceros y otras, el latido de México, el más ruidoso, sin duda alguna, ¡salud!
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