El debate sobre la prisión preventiva como medida de coerción de uso común y regular en nuestro sistema de justicia nuevamente, y con razón, está sobre el tapete, quizás interesadamente; pero lo importante es que se vuelve a discutir sobre este mal que afecta gravemente al sistema de justicia penal en tanto que distorsiona la finalidad de las medidas cautelares según el Código Procesal Penal y con ello se presiona todavía más a nuestro precario sistema penitenciario.
No pretendo aquí repetir lo que ya siempre se ha dicho sobre por qué hay una total desnaturalización de la prisión preventiva en el sistema de justicia penal, pues las razones son multifactoriales como expliqué hace un tiempo en algunos artículos publicados en este diario (Populismo Penal Institucionalizado, Reflexiones sobre las audiencias de medidas de coerción, y más recientemente en Cuando falla la política criminal, la culpa no es del código) ni en otro con connotación algo más jurídica (Presupuestos inconstitucionales e inconvencionales para la determinación del peligro de fuga).
Quiero centrar la atención en que irremediablemente el problema de la prisión preventiva es y tiene que ver con la cultura autoritaria que todavía pesa en el Ministerio Público en vista de que es la medida favorita y más solicitada, así como a una judicatura complaciente; pero también, en otra gran medida, tiene que ver con el hecho cierto de que no tienen incentivos para solicitar otra ni mucho menos el sistema de justicia penal está dotado de recursos que permitan garantizar los fines del proceso sin tener que encerrar a los imputados durante el curso de una investigación y el conocimiento de su caso.
El Ministerio Público en su accionar no solo está para la persecución de los hechos punibles que la ley le encomienda, sino que también tiene la obligación de garantizar los derechos fundamentales de las personas según el artículo 1 de su ley orgánica, ley núm. 133-11. En efecto, este mandato es general tanto para las personas “víctimas” como para las personas “imputadas” en los procesos y por ello, este órgano está llamado a tomar y solicitar las medidas que puedan restringir el ejercicio de los derechos fundamentales proporcionalmente a los riesgos que desea resguardar.
El Código Procesal Penal establece siete medidas de coerción que pueden ser impuestas y entre ellas están dos que pueden combinarse para comenzar a sustituir la prisión preventiva como regla
La libertad es, quizás después de la vida, el derecho fundamental más preciado para las personas y, por tanto, el Ministerio Público debe defenderla, solo pudiendo ésta ser limitada bajo circunstancias legalmente autorizadas o ante la imposición de penas. Decir que el Ministerio Público debe defender la libertad de todas las personas implica el reconocimiento del imputado como persona en el proceso penal y no como enemigo, y a su vez significa garantizar y concretizar el derecho y estado de presunción de inocencia de todo aquél sometido un proceso represivo, pues debe ser tratado como tal y, por ende, su libertad no debe ser restringida sino excepcionalmente.
Para superar la prisión preventiva como regla y finalmente darle el carácter de excepcionalísima, además de cambiar la cultura institucional del Ministerio Público y de los jueces, resulta imprescindible también contar con más presupuesto y programas institucionales que permitan garantizar la ubicación de los imputados y su acercamiento al proceso penal.
El Código Procesal Penal establece siete medidas de coerción que pueden ser impuestas y entre ellas están dos que pueden combinarse para comenzar a sustituir la prisión preventiva como regla, siempre y cuando el Poder Ejecutivo provea de los fondos necesarios al sistema de justicia penal. Me refiero al arresto domiciliario y la colocación de localizadores electrónicos, los llamados grilletes.
El arresto domiciliario puede ser sin custodia e incluso permitiendo el desplazamiento dentro de una determinada demarcación geográfica, siempre y cuando se combine con grillete. El costo de esto no puede jamás ser asumido por el imputado, como sucede en la práctica, lo cual lo convierte en un lujo. De ahí que es vital que, si verdaderamente hay una voluntad de desahogar nuestro sistema penitenciario, dar la excepcionalidad necesaria a la prisión preventiva, es preciso que se inicie un programa que incentive al Ministerio Público a cambiar el paradigma de sus solicitudes de medida, así como a los jueces para que no vean la prisión como la única forma de garantizar los fines del proceso.
Por ello, cuando hablamos de superar la prisión preventiva, además de los fundamentos teóricos y el necesario cambio de cultura institucional de parte del Ministerio Público y de la judicatura, también se necesitan alternativas viables, fiables y concretas en la práctica que permitan lograr los fines del proceso, para lo cual es necesario más presupuesto.