Con Gaza en el corazón. Por el fin del genocidio del pueblo palestino
Llevo más de veinte años ejerciendo la Medicina en Madrid, en un sector difícil, complejo, porque se mezclan múltiples situaciones que llevan a la negación o, mejor dicho, a la no aceptación de la institucionalización, la decisión más dura para cualquier persona: decidir institucionalizar, internar, a un familiar anciano.
Me refiero al sector asistencial, al de los centros o residencias de ancianos, donde prevalecen los síndromes neuropsiquiátricos, donde el doctor Alois Alzheimer te mira con una mirada vacía todos los días…
Envejecer es un drama y la complejidad del manejo de pacientes muy frágiles, muy crónicos, con mucha comorbilidad es enorme. Esto ¿qué quiere decir? Que su situación está acompañada de afectación de los sistemas principales: el corazón, los riñones, el hígado…
Estas circunstancias se acompañan de la temida polifarmacia: múltiples fármacos que hacen del fin de la vida una medicalización absoluta. Cuidar a un perfil tan frágil, tan vulnerable, es un reto constante: el aseo, el suministro de alimentos, la movilidad en pacientes con inmovilismo crónico y patologías que comprometen las actividades básicas de la vida diaria, sobre todo, la capacidad de decidir, es muy duro. Es el trabajo invisible del que soy testigo diariamente.
La mayoría de las personas son desconocedoras del gran estrés que representa cuidar a un gran dependiente con un deterioro cognitivo. Vivimos rodeados de protocolos que nos ayudan a tener una hoja de ruta que nos permite dar dignidad a personas que hacen sufrir profundamente a su entorno más próximo, como son sus familiares.
El problema es la dinámica generada en la relación de los profesionales que dedicamos horas de nuestra vida a un trabajo digno, duro e invisible. Estamos permanentemente bajo sospecha. Es triste, porque la base de la relación médico-paciente es la confianza. Si tu paciente padece una condición por la que no puede decidir, está incapacitado; entonces, tu interlocutor pasa a ser su familiar, que en muchas ocasiones presenta una hostilidad y frontalidad sobre todo tipo de decisiones clínicas y de cuidados. Quiero pensar que esta situación se genera por el gran dolor que supone la institucionalización, la negación ante una situación que supera cualquier forma de afecto.
La relación médico-paciente en España es totalmente distinta a la de República Dominicana, donde el rol médico en muy raras ocasiones es cuestionado o enfrentado, también porque es un ejercicio de la profesión más liberal. Pero aquí en España la situación cambia, en muchas ocasiones se transforma en una verdadera guerra de reproches y descalificaciones. Imagínense lo duro que es, de por sí, ejercer la medicina y tener que justificar y solicitar la autorización para cualquier acto médico. Es impensable y agotador, a la vez que inútil, porque realices lo que realices siempre dudarán de tu toma de decisiones.
Mi esperanza era pensar que el trabajo realizado durante la pandemia (el gran trabajo que realizamos todos los profesionales, arriesgando nuestras propias vidas) serviría para atenuar la cadena de acusaciones y reclamaciones constantes. Qué ilusa. La situación, en lugar de mejorar, se ha convertido ya en una dinámica que es muy difícil de cambiar.
Ese es el gran drama del sector asistencial: la falta de compasión hacia los profesionales que trabajamos, aunque muchos lo duden, por y para el bien del paciente con una situación de dependencia asociada al deterioro cognitivo.
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