El discurso habitual afirma que el socialismo “genera pobreza”. Se repite como axioma, no como resultado de un contraste empírico. Sin embargo, los datos duros de la economía mundial desmienten esa premisa. Estados Unidos —presentado globalmente como modelo de prosperidad capitalista y supuesta demostración del fracaso socialista— acumula una deuda pública superior a los 34 billones de dólares, según el U.S. Treasury, y solo a China, un país gobernado por un partido comunista, le adeuda más de 800 000 millones.
Si el comunismo “no produce riqueza” y el capitalismo “sí”, ¿cómo explicar que el mayor Estado capitalista e imperialista dependa del crédito de quien presenta como ejemplo de fracaso sistémico?
Lejos de ser una anomalía coyuntural, la deuda es un mecanismo estructural de la economía estadounidense. El endeudamiento financia consumo interno, déficit comercial crónico, operaciones militares, guerras y rescates financieros —no cuenta con un sistema universal de salud ni educación gratuita, ni vivienda pública a gran escala—.
El Congressional Budget Office ha advertido que la trayectoria de la deuda es “insostenible” bajo los parámetros fiscales actuales. No es un juicio ideológico: es un dictamen técnico. La supuesta “economía más eficiente del mundo” solo se sostiene con déficit y deuda que absorben, entre otros, los excedentes del país comunista al que acusa de original pobreza.
Los indicadores sociales internos tampoco sostienen la idea de que el capitalismo resuelve la pobreza como norma. De acuerdo con datos del Federal Reserve Board, el 61 % de los estadounidenses viven “de cheques en cheques”, incapaz de cubrir emergencias menores de 500 dólares.
La encuesta anual de salud de Gallup sitúa en 78 millones el número de personas sin seguro médico completo. Y como repite el senador Bernie Sanders, el 1 % de los hogares posee más riqueza que el 93 % de la población combinada, lo que no es un residuo marginal, sino una estructura funcional de acumulación. Ese nivel de desigualdad es incompatible con cualquier noción mínimamente sensata de prosperidad compartida.
El núcleo del mito “el socialismo produce pobreza” no es económico, sino ideológico: no describe realidades, las ordena para legitimar un régimen de propiedad y de poder desigual. Se trata de un dispositivo retórico que cumple dos funciones. Primera: Blindar moralmente al capitalismo aun cuando sus datos fallen, atribuyendo sus costos y crisis a un enemigo externo. Segunda: deslegitimar cualquier alternativa que proponga planificar el excedente en función de necesidades y no de rentabilidad. El argumento no aspira a ser verdadero; aspira a ser funcional.
Resulta significativo, en ese sentido, que las economías socialistas utilizadas como prueba de fracaso hayan emergido tras colapsos previos —zarismo, semicolonialismo, guerras, bloqueos— y aun así hayan logrado indicadores que contradicen el cliché. China sacó de la pobreza a más de 800 millones de personas en cuatro décadas, según el Banco Mundial; Vietnam mantiene tasas de reducción de pobreza sostenidas bajo la dirección de un partido comunista; Cuba, pese al bloqueo, exhibe indicadores de salud y educación comparables con países de ingreso alto. Frente a esto, el recurso argumental habitual no es refutar datos, sino cambiar el eje: “no son democráticos”, “violan los derechos humanos”. La economía deja de importar en cuanto a los datos; no se alinean con la conclusión deseada.
La afirmación de que el socialismo “produce pobreza” omite un hecho elemental: el capitalismo necesita pobreza para asegurar su propia dinámica de acumulación violenta de la producción. Requiere desempleo para disciplinar salarios; deuda para subordinar Estados y hogares; precariedad para flexibilizar cuerpos y territorios. El socialismo, en cambio, define su éxito o fracaso respecto de un criterio distinto —no la tasa de ganancia, sino el bienestar material y la igualdad social—: “De cada cual, según su necesidad, a cada cual, según sus necesidades”. Que se discuta su eficacia es legítimo; pero que se niegue el criterio con el cual se debe evaluarlo, no.
El punto de partida —un Estado capitalista sostenido con deuda adquirida a un Estado comunista— no es un accidente contable; es un contraejemplo que invalida el mito en su forma más básica. Si el socialismo fuera intrínsecamente improductivo, el capitalismo no podría financiar su déficit crónico mediante el excedente proveniente de la economía socialista más grande del planeta. Ese simple hecho, accesible y verificable, permite invertir la pregunta pública: el problema no es si el socialismo produce pobreza; el problema es por qué, a pesar de proclamarse superior, el capitalismo más poderoso del mundo solo pervive tomándole prestado al socialismo.
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