La piratería en el Caribe ha sido caricaturizada y romantizada hasta el punto de perder de vista su verdadera dimensión. Detrás de la imagen popularizada por Jack Sparrow hubo siglos de violencia, saqueos y devastación económica cuyas cicatrices aún son visibles en algunas sociedades caribeñas. El costo humano fue altísimo: comunidades devastadas, rutas comerciales desestabilizadas, asentamientos completamente destruidos.
Del mismo modo, el narcotráfico de hoy ha sido revestido de una estética que lo presenta como fenómeno atractivo o incluso heroico. La cultura popular lo ha transformado en narrativa de éxito y resistencia, borrando de la escena el precio real que paga la sociedad. Millones de vidas jóvenes han sido truncadas por el consumo, comunidades se ven sometidas al terror de la violencia criminal y Estados se ven debilitados por la corrupción. Esa romantización funciona como una cortina de humo para ocultar un flagelo universal, cuyas consecuencias humanas, sociales y económicas son incalculables.
Es sobre esa fantasía donde se erige gran parte de la condena a las operaciones militares estadounidenses contra las embarcaciones cargadas de droga en el Caribe. Se denuncia la “violencia” de la interdicción, como si dejar intactas esas rutas fuera una alternativa inocua. Pero aceptar la libre circulación de barcazas llenas de cocaína equivaldría a tolerar la libre operación de los piratas; significa socavar los cimientos de la sociedad misma. Quienes hoy critican la acción militar estadounidense contra el narcotráfico olvidan que lo que está en juego no es solo la política exterior de una potencia, sino la salud pública, la seguridad ciudadana y la continuidad del comercio legítimo que sostiene a nuestras economías.
Durante buena parte del siglo XVII, las potencias rivales de España alentaron la piratería como forma de desgastar a la potencia prominente de la época. Corsarios ingleses y franceses actuaban con patentes de corso, atacando barcos españoles y debilitando no solo el monopolio comercial de la Corona, sino también la percepción de orden y estabilidad.
La neutralidad frente al crimen organizado no es prudencia, es complicidad por omisión
Así como Inglaterra y Francia usaron la piratería como arma indirecta contra España, hoy no es impensable que potencias extra hemisféricas vean en el narcotráfico una vía para desgastar a Estados Unidos y sus aliados. Fomentar redes ilícitas, proveer tecnología a regímenes aliados o simplemente mirar hacia otro lado son formas de estimular la desestabilización regional. En un escenario multipolar, el narcotráfico es también un vector de guerra híbrida que erosiona la hegemonía estadounidense y fragmenta el orden hemisférico. De la misma manera, el narcotráfico ha evolucionado hasta convertirse en un desafío que ya no puede abordarse únicamente con agencias especializadas. Desde los años ochenta, Estados Unidos ha brindado cooperación policial, inversiones en inteligencia y programas de apoyo a países aliados que luchan contra el narcotráfico. Lo que ha cambiado hoy es la escala del problema y la respuesta. El narcotráfico ya no se percibe solo como delito transnacional, sino como amenaza estratégica que exige presencia militar, interdicción marítima y vigilancia constante en el Caribe.
Frente a esto, Estados Unidos ha desplegado activos militares, radares, aviones de patrullaje y operaciones conjuntas en el Caribe. El objetivo es claro: proteger a la población, asegurar las rutas de comercio y salvaguardar un sistema económico que depende de la seguridad marítima. No se trata de moralismo, sino de supervivencia geopolítica: preservar la hegemonía requiere controlar el espacio estratégico inmediato.
Las críticas que califican estas operaciones de “imperialistas” ignoran un hecho esencial: la neutralidad frente al crimen organizado no es prudencia, es complicidad por omisión. Permitir que embarcaciones cargadas de droga crucen impunemente el Caribe es abrir la puerta a un colapso social que ya hemos visto en países donde el narcotráfico capturó al Estado. Pretender que actores criminales, que operan fuera del contrato social por decisión propia, reciban las mismas consideraciones que quienes sostienen día a día la vida comunitaria es una afrenta directa contra los cimientos de la sociedad.
Para la República Dominicana, esta realidad tiene implicaciones directas. Por su ubicación estratégica en el corazón del Caribe, el país se convierte en un bastión de la lucha contra el narcotráfico. Por esto, para nosotros el riesgo es doble: por un lado, el impacto humano de la droga en la juventud y la violencia asociada a su tránsito; por otro, el riesgo económico de ver comprometida la credibilidad de nuestros puertos, aeropuertos y zonas francas. La inserción de la República Dominicana en las cadenas globales de valor depende de que su comercio sea percibido como seguro.
En este sentido, el liderazgo de Estados Unidos no es una imposición, sino una garantía. Asegura que las aguas del Caribe sigan siendo autopistas del comercio legal y no corredores de mafias transnacionales. Al apoyar las operaciones de interdicción, Santo Domingo no se alinea ciegamente con Washington; se alinea con la supervivencia de su propia democracia, su economía y su futuro.
El Caribe nunca ha sido un espacio neutral, y negarlo hoy es darle la espalda al futuro expansivo de nuestra nación. Durante siglos fue campo de batalla entre imperios europeos y hoy lo es entre potencias globales y redes criminales. La piratería y el narcotráfico son expresiones de un mismo dilema: quién controla las rutas y con qué propósito. Si ayer la respuesta fue el cañón contra los piratas, hoy lo son los misiles contra las narco-barcazas. Y, como entonces, lo que está en juego no es solo la hegemonía de una potencia, sino la estabilidad de toda la región y la posibilidad de que países como la República Dominicana continúen desarrollándose en un orden donde la ley prevalezca sobre el caos que siembra el crimen organizado.
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