Leyendo las crónicas de Indias en especial a Pedro Martín de Anglería y  a Gonzalo Fernández de Oviedo me encontré unas notas especiales sobre las luciérnagas, las cuales pertenecen, a la familia de los Lampyridae y el cocuyo de la familia Elateridae, aunque ellos le dan el mismo nombre, a dos especies diferentes (cocuyo). Así se observa todavía en la zona rural dominicana, a pesar de verse claramente, las diferencias físicas entre ambas especies.

Ahora bien, son dos especies distintas que se caracterizan por su tamaño y orden familiar. Unas tienen luces que se encienden y apagan como soles atrapados en sus cuerpos de manera intermitente y la otra de mayor tamaño permanece con sus luces sin ningún tipo de cambio. Estos dos coleópteros están desapareciendo, porque ya las ciudades se están tragando los montes.

En las áreas rurales dominicanas le llaman “Nimita” y la asocian con figuras fantasmales o espíritus de niños.  La “nimita” se refiere a “ánima” o lo que es llamado alma de personas muertas. Por lo tanto, cuando la ven en las noches de luna llena o nueva, ellos  dicen que los fantasmas aparecen anunciando enfermedades o trayendo mensajes del mundo de los muertos. Se identifican según la luminiscencia, si es muy intensa, es un alma que desencarna recientemente. Las nimitas son consideradas almas en penas que no lograron llegar, ni al purgatorio ni al “Reino de los Cielos”. La animita es el término usado en el Caribe hispánico para referirse a estos coleópteros.

La gente rural, le teme y tratan de evitarlo o recogerse cuando están en abundancia, entre los bosques. No obstante, esto viene de muy lejos. Es parte de la memoria oral que  viene desde nuestros antepasados originarios.  En sus tradiciones no eran fantasmas, pero sí esencias independientes que formaban parte de la naturaleza. No consideraban que eran  ánimas como lo distingue, la visión cristiana y moderna, más bien eran formas interrelacionadas con los humanos y que tenían cualidades independientes.

Según Merleau Ponty en las sociedades premoderna la naturaleza no es un alma o esencia trascendente.   Es un sentido que tiene una condición de posibilidad que existe antes de nuestra existencia y que se expresa como un continuo. Es decir algo que precedió al sujeto y al objeto en sí mismo, a lo visible e invisible. Es algo que antecedió, a la carne o cuerpo físico, porque es una realidad primordial que constituye “una especie de ser en el mundo” que facilita la vida como sustancia para experimentar el mundo. Los humanos y las otras especies, la cual llamamos naturaleza, se están relacionando con nosotros por esa realidad primordial.

Las referencias historiográficas señalan que eran tan abundantes los cocuyos que hasta se podía leer de noche, cuando pululaban en las casas. Los cronistas estaban maravillados por su abundancia y de cómo la apreciaban los originarios, al igual de  lo que yo voy a relatar en este artículo.

En el pasado las ideas sobre el cocuyo eran parecidas a la actual, pero no basados en identidades muertas, sino como un “sentido antiguo” de la naturaleza que atraviesan los espacios del bosque o lo social. Eran entes  para danzar o prestar servicios, a los originarios. Esa identidad es una esencia que se manifiesta en todo lo existente y aún hoy es vivenciada entre los hombres y mujeres rurales.

Según, los castellanos estos insectos bailaban con los originarios, como si le agradaran los sonidos y danzas. Los cocuyos eran bailarines capaces de  seguir el ritmo de la música y alternaban sus faroles como si estos lo hicieran coordinados con los humanos. Para los originarios la naturaleza era un continuo. Sin embargo, los cristianos consideran este tipo de percepción como infantil y blasfema.

Leyendo a Oviedo, me di cuenta la importancia de este escarabajo para los originarios, pues eran usados en la pesca, la llevaban en botes transparentes que fabricaban de vejigas de animales.  Ya sea de  un manatí o el esófago de un ave. Ellos llenaban esos sacos con los cocuyos y libélulas y podían  alumbrar en la noche durante las horas de pesca .

Su uso era diverso, lo aprovechaban para caminar en los senderos o aprovechar la época en que estos insectos pululaban en los bosques. Reporta Anglería que lo usaban para asustar a las personas, veamos:

“Cuéntase que por divertirse o infundir pavor a los que se asustan de cualquier sombra, algunos bromitas se untan de noche el rostro con la carne de un cocuyo muerto y después de espiar a sus vecinos para averiguar su camino, le salen relucientes al encuentro , como hacen, a veces entre nosotros los muchachos traviesos, que poniéndose una careta de grandes bocas y dientes, procuran amedrentar a los niños y a las mujeres que de poco se asustan , en efecto, la cara untada con la masa del cocuyo resplandecen como llama, pero luego se debilita y extingue aquella virtud lumínica, por no ser sino cierto brillante humor existente en exigua materia”.

Esta descripción que expone Anglería puede estar relacionada con las ideas que se transmitieron de manera oral, a la gente y que posiblemente pudo crear la idea de que eran espíritus de personas muertas. Lo que era de carácter jocoso para los originarios, pasó en el futuro a ser una identidad fantasmal y se quedó plasmada en la memoria cultural de nuestros campesinos.

El uso del cocuyo fue diverso, lo ataban al dedo gordo del pies para guiarse con su luz y caminar en la noche, por igual en los dedos de las manos y la muñeca. Eran medios para guiarse para cazar la jutía y el solenodonte que solo se podían cazar en las noches. La memoria es una cualidad que se transfiere conceptualmente y se manifiesta en la propia experiencia corporal de la gente, que de alguna manera reproducen su cultura. La historia oral es un buen recurso para complementar la data escrita, en lo que son los procesos hermenéuticos de interpretación de la cultura y de la historia.

Fátima Portorreal

Antropóloga

Antropóloga. Activista por los derechos civiles. Defensora de las mujeres y los hombres que trabajan la tierra. Instagram: fatimaportlir

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