En un mercado donde cada decisión cuenta, la fortaleza de un equipo puede determinar si una organización se queda atrás o alcanza la excelencia. El artículo de McKinsey “Worst to First: What it takes to build or remake a world-class team” subraya un punto importante: el talento individual y la experiencia acumulada no son suficientes. Lo que convierte a un grupo en un verdadero equipo ganador es la capacidad de construir una cultura cohesionada que transforme habilidades dispersas en resultados extraordinarios.
El análisis parte de casos donde equipos formados por estrellas, en lugar de alcanzar la excelencia esperada, colapsaron por la falta de cohesión y normas compartidas. En un ejemplo, los integrantes no lograron acordar un marco común de trabajo, lo que provocó disputas constantes y ausencia de dirección. En otro, los ejecutivos criticaban a los mandos medios por no decidir con rapidez, mientras estos temían equivocarse y dañar su reputación. El resultado fue el mismo, equipos prometedores que en la práctica se volvieron incapaces de actuar con agilidad y coherencia.
El talento individual, aunque valioso, no garantiza el éxito colectivo. Se necesita un sistema de valores, una disciplina compartida y un enfoque que convierta la suma de individualidades en un engranaje bien coordinado. En este punto, McKinsey propone mirar hacia el deporte de élite. Allí, las victorias sostenidas no se explican solo por contar con grandes jugadores, sino por la capacidad de entrenadores y cuerpos técnicos para articular un propósito común, imponer estándares inquebrantables y generar confianza.
Trasladar esos principios al mundo corporativo abre una hoja de ruta valiosa para cualquier líder que aspire a transformar su equipo en una organización de alto rendimiento. Entre esos pilares destaca la definición de estándares no negociables. En el deporte profesional, la excelencia no se discute, más bien se entrena con rigor, se cumple el plan de juego y se mide el rendimiento con precisión. En muchas empresas, en cambio, se cae en la trampa de la flexibilidad mal entendida, donde las reglas son ambiguas y las excepciones frecuentes. Cuando un líder establece qué comportamientos se esperan, qué significa rendir al más alto nivel y cómo se evaluará ese esfuerzo, se crea un marco común que elimina excusas y fomenta la responsabilidad.
Otro elemento decisivo es la visión compartida. McKinsey lo compara con un “playbook”, un libro de jugadas que no es un documento para adornar, sino una brújula diaria. Una visión no puede quedarse en frases aspiracionales; debe traducirse en decisiones, prioridades claras y una narrativa que cada miembro entienda y asuma. En este punto, la comunicación es vital. No se trata de enviar mensajes en cascada, sino de construir un diálogo constante donde se alineen expectativas, se corrijan desvíos y se refuerce el propósito común.
Pero la comunicación por sí sola no basta. Sin confianza, cualquier estrategia se debilita. La cohesión del grupo, el compromiso mutuo y la calidad de las relaciones interpersonales son determinantes. El artículo advierte que la falta de confianza lleva a los equipos a operar a la defensiva: ejecutivos que temen ser cuestionados, mandos medios que evitan tomar riesgos y discusiones que se convierten en luchas de poder en lugar de aprendizajes. Para revertir esto, se necesita coherencia de los líderes, disposición a reconocer errores y apertura a la diversidad de opiniones.
Pasar de “peor” a “primero” exige también una alineación firme entre la alta dirección y los equipos operativos. La desconexión entre quienes diseñan la estrategia y quienes la ejecutan suele estar detrás de los mayores fracasos. Los líderes deben garantizar que las prioridades estratégicas se traduzcan en procesos concretos, que los mandos medios dispongan de autonomía y que los sistemas de incentivos valoren no solo el resultado final, sino también la forma en que se alcanzó. El propósito, la disciplina y la responsabilidad deben fluir de manera natural en todos los niveles.
McKinsey introduce además una idea alrededor de lo positivo, que paradójicamente trae consigo cierto descontento. Se trata de una inconformidad positiva que caracteriza a los equipos de élite. Celebran logros, pero nunca se conforman. Es la tensión saludable entre orgullo y ambición, entre satisfacción por lo alcanzado y convicción de que siempre hay espacio para mejorar. Cuando esa mentalidad se institucionaliza, se evita la complacencia y se alimenta la energía necesaria para innovar y superarse continuamente.
En definitiva, construir un equipo de clase mundial no depende del azar ni de la inspiración momentánea. Es un proceso intencional, estructurado y constante. Requiere diagnosticar debilidades, definir un propósito claro, alinear liderazgos, fortalecer la confianza e instaurar una disciplina de mejora continua. No existen fórmulas mágicas, pero sí consistencia en la aplicación de principios que funcionan tanto en los estadios deportivos como en las salas de juntas.
En República Dominicana y el Caribe este enfoque adquiere una relevancia especial. Las organizaciones que buscan competir internacionalmente deben adoptar estándares globales sin perder la sensibilidad local. La capacidad de un líder para transformar equipos influye no solo en los resultados financieros, sino también en la reputación, en la atracción de talento y en la influencia que ejerce en su entorno.
La transición de “peor” a “primero” es, en el fondo, un viaje cultural. Implica pasar de la fragmentación a la cohesión, de la desconfianza a la confianza, del talento aislado al esfuerzo coordinado y de la complacencia a la mejora continua. Los líderes que adopten esta visión y la sostengan con disciplina verán cómo equipos destinados al fracaso se convierten en referentes de excelencia.
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