“¿Por qué hay que cambiar la cédula? ¿Por qué gastar recursos en eso, teniendo tantos problemas urgentes por resolver?”
Estas fueron las preguntas que, hace unos meses, una compañera de la maestría en Gestión Pública y Gobernanza planteó durante un debate sobre las prioridades del Estado y la necesidad de situar a la ciudadanía en el centro de las decisiones presupuestarias. Sus inquietudes estaban cargadas de realidad, emoción y una sinceridad incómoda, por lo que resultaba imposible responder con frases simplonas como "porque toca hacerlo" o "porque ya venció".
Me sentí obligado a tomar la palabra y compartirle lo que en ese momento entendía y podía expresar. Sin embargo, más allá de aquella respuesta inicial, sus preguntas me invitaron a seguir reflexionando con mayor profundidad, ya que, en la función pública, tomar en serio las inquietudes ciudadanas, sobre todo cuando provienen de una preocupación genuina por el bien común, no es una opción, sino una obligación.
No se trata de justificar un cambio que requerirá recursos apelando al deber institucional y las competencias constitucionales, como si la institución fuera un fin en sí misma. Se trata de demostrar, con transparencia, porqué una decisión pública que implica inversión, voluntad política y atención prioritaria, como cambiar la cédula de identidad, tiene, en esencia, un propósito más profundo: proteger la identidad, la seguridad y el futuro de las personas.
A continuación, las razones que a mi juicio dan sustento a esta inversión, ordenadas no por comodidad política, sino por relevancia estratégica:
1) La cédula no es solo un documento plástico: es la puerta de entrada a todos los derechos, permitiéndonos ejercer la ciudadanía, acceder a servicios públicos, validar contratos, votar, estudiar, trabajar, recibir atención médica y más. Si la puerta está dañada, desactualizada o es insegura, el ejercicio de los derechos se vuelve impracticable, por lo tanto, invertir en una nueva cédula es fortalecer el derecho a ser reconocido y a existir ante el Estado.
2) Los documentos de identidad no son asuntos menores: son piezas estratégicas del poder público, ya que permiten individualizar e identificar con certeza a cada persona, proteger nuestras fronteras, prevenir fraudes, y garantizar elecciones confiables. Una cédula débil pone en riesgo todo el sistema democrático, de seguridad y justicia. Por eso, modernizarla no es un lujo, es un acto de defensa nacional.
3) La tecnología evoluciona, las amenazas también, y el crimen organizado no descansa. La cédula vigente fue una innovación en su momento, pero hoy puede ser vulnerada físicamente con herramientas básicas y técnicas ampliamente difundidas en el mundillo criminal. Ya no ofrece el nivel de seguridad que alguna vez garantizó, y ha quedado rezagada frente a los avances que hoy permiten integrar beneficios clave derivados del cumplimiento de estándares internacionales. Una cédula frágil no es un simple problema técnico, puesto que representa una brecha crítica que expone a toda la población al robo de identidad, facilita actividades ilícitas y debilita la confianza en el sistema, razón por lo cual, fortalecerla es una medida urgente para proteger a las personas y al Estado.
4) La tendencia global es hacia documentos de identificación que también funcionen como documentos de viaje, pero para lograrlo, deben cumplir con los estándares establecidos por la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI), lo que implica el uso de materiales más seguros como el policarbonato multicapa, la incorporación de chips sin contacto, múltiples medidas de seguridad de diferentes niveles, almacenamiento de datos biométricos, PKI y firma digital, y la posibilidad de emitir versiones digitales de la cédula —en conformidad con Ias Credenciales Digitales de Viaje (DTC) de la OACI y la norma ISO/IEC 18013-5— que permitan la integración de forma segura al ecosistema digital, facilitando la autenticación en servicios electrónicos y garantizando la protección de la identidad en entornos virtuales.
No se trata solo de cambiar el material plástico, sino de alinear nuestro sistema de identificación con las mejores prácticas internacionales, como ya lo han hecho países de nuestra región, como Colombia, Perú, Panamá, entre otros, los cuales han comprendido que modernizar la cédula es también abrirle el paso a una ciudadanía más segura y reconocida globalmente.
5) Sí, la cédula expira. Pero no lo hace únicamente porque lo indique una fecha impresa. Expira porque sus componentes tecnológicos se vuelven obsoletos, porque sus niveles de protección dejan de ser suficientes frente a nuevas amenazas, y porque todo documento seguro tiene un ciclo de vida limitado. Además, los datos variables de los ciudadanos deben ser actualizados periódicamente para mantener su vigencia y exactitud. Por tanto, renovar la cédula no es un capricho, es parte del mantenimiento responsable del sistema de identidad, del mismo modo en que reemplazamos los frenos de nuestro vehículo antes de que fallen, para evitar consecuencias graves.
Invertir en una nueva cédula no es malgastar recursos, es destinarlos a fortalecer la base material y operativa del sistema de identidad, el cual permite que las personas sean reconocidas y validadas por el Estado, habilitando así el acceso seguro y confiable a servicios, justicia, mecanismos de seguridad y ejercicios democráticos.
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