WASHINGTON, DC – La política económica del presidente estadounidense Donald Trump ha sido un desastre. En otros tiempos a ningún presidente (incluido Trump durante su primer mandato) se le hubiera ocurrido causar tanto daño a la economía en forma deliberada. Pero aunque estoy alarmado, no caigo en pánico. Una recesión sigue siendo improbable, y es posible que las fuerzas equilibradoras del sistema político frenen pronto esta locura.
La agenda política con la que Trump hizo campaña tenía sus pros y sus contras. Más allá de sus defectos obvios, muchas de sus propuestas habrían promovido la prosperidad. A fines de enero escribí que Trump había tenido un aparente buen comienzo. Sus ideas sobre inteligencia artificial y defensa de la competencia se veían prometedoras, lo mismo que sus promesas de ampliar la producción nacional de energía, eliminar regulaciones dañinas y bajar los impuestos corporativos. Los inversores en general se mostraron de acuerdo: el S&P 500 y el Nasdaq alcanzaron máximos históricos tras la victoria electoral de Trump en noviembre, y se mantuvieron en niveles altos hasta bien entrado febrero.
Pero en las últimas semanas, Trump ha revertido ese buen comienzo. Estoy totalmente de acuerdo con los objetivos del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) de Elon Musk en el sentido de reducir el alcance de la actividad estatal y eliminar gastos superfluos. Pero las acciones caóticas del DOGE asustaron a consumidores e inversores. Peor aún, las idas y venidas de Trump con los aranceles y su hostilidad declarada a socios comerciales fundamentales (Canadá, México y la Unión Europea) dañaron la confianza de las empresas y de los consumidores, aumentaron las expectativas de inflación, paralizaron la inversión y hundieron las bolsas. El 13 de marzo, una corrección llevó al S&P 500 a caer un 10% desde el máximo histórico registrado tres semanas antes.
¿Por qué hace Trump lo que hace? Puedo proponer tres explicaciones. La primera es que lo que estamos viendo es incompetencia pura. Como es bien sabido, el DOGE cargó contra organismos federales y despidió trabajadores a los que tuvo que tratar de volver a contratar días después cuando se dio cuenta de lo importantes que eran. Publica todo el tiempo datos con errores significativos sobre sus «recortes de gastos». La falta de un plan es evidente. El DOGE no tiene la menor idea de lo que está haciendo, y con su actividad frenética sólo causó confusión. Los recortes de gasto no son reales: en febrero el gobierno federal gastó más que en cualquier mes anterior. Como sea, la ineptitud del DOGE puede ser perjudicial para la causa de reducir el tamaño y el alcance del Estado.
Igual de incompetente ha sido la ejecución de la política comercial de Trump. Muchos trumpólogos están tratando de discernir alguna estrategia, como si el presidente estuviera «jugando ajedrez pentadimensional», que no es el caso. Por ejemplo, no hubo ningún plan maestro detrás de su decisión de promulgar un gran aumento de aranceles a Canadá el 4 de marzo, suspenderlos el 5 de marzo para bienes relacionados con la industria automotriz y finalmente otorgar nuevas exenciones conforme al Acuerdo Estados Unidos‑México‑Canadá (AEUMC) el 6 de marzo.
La segunda explicación es que Trump es un mercantilista auténtico, y está realmente convencido (y se equivoca) de que cualquier déficit comercial bilateral implica una pérdida de valor económico a manos del otro país. Por ejemplo, criticó a las empresas estadounidenses que importan madera de Canadá, con el argumento de que Estados Unidos tiene de sobra; en su opinión, importar madera es una forma de «subsidio».
Que Trump sea un mercantilista ayudaría a explicar cómo es que su administración puede perseguir a un mismo tiempo tantos objetivos de política comercial que a menudo son contradictorios. En diversos momentos, la Casa Blanca sostuvo que los aranceles reducirán las importaciones de fentanilo y la inmigración ilegal, generarán ingresos federales para financiar rebajas de impuestos y obligarán a otros países a reducir sus barreras contra las exportaciones estadounidenses. Para que las acciones de Trump parezcan más racionales hay que recordar que en su opinión, reducir el déficit comercial bilateral es un fin en sí mismo; si además puede lograr algunos de los otros objetivos, tanto mejor.
Pero hay una tercera explicación, más preocupante. Es posible que en los últimos tiempos, Trump se haya tragado la idea de su movimiento MAGA de que la economía estadounidense necesita una transformación radical y dolorosa. Así se expresó el 9 de marzo, en una entrevista para Fox Business.
Cuando se le preguntó por el daño causado por sus aranceles, respondió que «los grandes globalistas llevan años estafando a Estados Unidos … Mi tarea es construir un país fuerte. No se puede estar pendiente de la bolsa. Mira China, ellos tienen una perspectiva a cien años … Nosotros vamos por trimestres. No se puede ir así … Lo que estamos haciendo es construir unos cimientos tremendos para el futuro». Después echó la misma calumnia («globalista» es un insulto en el movimiento MAGA) contra el Wall Street Journal (un medio decididamente proempresa), y se negó varias veces a descartar una recesión.
La retórica antielitista y la reivindicación del sufrimiento económico son comunes entre gente del movimiento MAGA como Steve Bannon y el vicepresidente J. D. Vance, pero es inusual que vengan de Trump. Todavía no está claro si realmente se convirtió a una ideología para la cual el daño económico es aceptable, pero si lo hizo, el panorama para 2025 (y después) es preocupante.
Aun así, la ley de la gravedad de la política sigue siendo válida. Lo que sostiene en última instancia el éxito en política es el éxito de las políticas; y las de Trump no lo están teniendo. Más del 60% de los estadounidenses desaprueba su gestión arancelaria, y más de la mitad desaprueba su gestión presupuestaria y en relación con el gobierno federal. Mientras Trump no cambie de rumbo, esas cifras seguirán creciendo. Y cuanto más lo hagan, más fácil será para los congresistas republicanos y para los ejecutivos de empresas criticar a Trump.
Si el presidente quiere que a su partido le vaya bien en la elección intermedia de 2026, estará sometido a enormes presiones políticas para que ponga freno al caos, resuelva la incertidumbre en relación con sus medidas y gobierne en forma más responsable. De hecho, ya ha respondido a esa clase de presiones, cuando limitó públicamente a Musk y al DOGE y les quitó poder para dárselo a los miembros del gabinete. Lo mismo ocurrirá con sus planes arancelarios.
Felizmente, Trump heredó una economía sólida. Los datos del trimestre en curso todavía muestran fortaleza económica. En febrero se crearon 151 000 puestos de trabajo netos; el desempleo sigue siendo bajo; los ingresos de los hogares se mantienen firmes; y ni en febrero ni en marzo se registró una tendencia alcista en las solicitudes de prestaciones por desempleo. Además, muchos elementos de la agenda del presidente estimularán el crecimiento a corto plazo, de modo que sería muy difícil que la economía caiga en recesión (desenlace que será tanto menos probable cuanto antes recupere Trump la confianza de inversores y consumidores).
H. L. Mencken observó que «la democracia es la teoría de que la gente común sabe lo que quiere, y merece que se lo den sin contemplaciones». La gente quiso a Trump. Pero la gente no quiere esto. Y en el sistema estadounidense de capitalismo democrático, ese simple hecho tendrá mucha fuerza.
Traducción: Esteban Flamini
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