Cuando dicen que los padres educan, y los abuelos malcrían, se expone una realidad compleja en un lenguaje simplista. La idea básica es que los padres – afanados por hacer el mejor trabajo en la profesión más importante de la vida – pretenden cubrir todos los escenarios posibles en los que un hijo podría requerir algún tipo de dirección.
Los abuelos, por un tema generacional, ya más avanzados en experiencias, sentimientos y vivencias, reconociendo quizás el peso del tiempo, identifican cuales son esos puntos especiales que el ser humano, en todas sus etapas, realmente disfruta, necesita y aprecia. Se enfocan en lo puro.
Personalmente siempre me he considerado un tipo complejo, no complicado. Alguien difícil de manejar, reactivo y con un comportamiento peculiar, quizás ambivalente y relativamente esquizofrénico.
Sin embargo, conocí, hace 34 años, a una persona que desde el primer día supo leer lo que mi corazón tenía escrito. No importaba el lenguaje, ni tampoco el tipo de letra, su visión era perfecta para, de un solo vistazo, comprender el contexto de lo que no podía expresar en palabras.
Pero, por si fuera poco, además de epigrafista, se conjugaban en esa misma persona, rasgos de alquimista y prestidigitadora, ya que lograba hilvanar las palabras perfectas, creadas de la nada, que justamente yo necesitaba para poder mantener en control cualquier emoción compleja, provocada por factores externos o internos, que, sin una palabra, ella ya había deslindado.
Esa persona era mi abuela. Doña Hena, “Ita” para los que teníamos el lujo de llamarle abuelita, y era imposible no amarla al conocerla.
Aunque cualquier oftalmólogo detectaría una visión perfecta, fingía no poder leer para introducirme a la literatura. Pero no solo me hacía traducir en palabras lo que mis ojos captaban, sino que me hacía preguntas – jugando a la ignorante – sobre lo que yo le leía. También, sabiendo las respuestas, me hacía preguntas sobre situaciones o eventos, provocando que pudiese, sin darme cuenta, transmitirle mis pensamientos más profundos. Siempre me comentaba las noticias, todos los días, porque yo “soy abogado y debo estar informado”.
Sus llamadas, una en la mañana, y otra en la noche, marcaban de cierta forma el inicio y el fin de cada día. Primero le transmitía mis planes y mis inquietudes, y luego le confirmaba cómo nos había ido al final de la jornada. Si no fue un buen día, sus palabras de amor absoluto e irrestricto suplían cualquier mal rato, tristeza o inseguridad remanente del día. Mis logros eran sus logros, su orgullo parecía fingido porque nadie podía realmente estar tan contenta por lo más mínimo que yo hubiese podido lograr, sin embargo, era genuino y orgánico.
Sus cartas, de las cuales tengo varias, los detalles con los que acompañaba la comida que me enviaba a la oficina, el conocimiento que jamás perdía de mis gustos y preferencias, así como los mejores besos y abrazos, son parte de lo que me hace sentirla siempre a mi lado. Por lo menos, intentar hacerlo.
El vacío de su repentina ausencia, pues hace justamente una semana y unos días que se me fue por ese maldito virus al cual le hemos perdido el respeto, y que todavía no termino de comprender, quizás nunca lo haré, me ha obligado a percatarme qué hay seres especiales. Individuos que son colocados en la tierra para demostrar que es posible vivir una vida digna, sin excesos, irradiando amor, comprensión y calor humano, y regalando paz a todo el que, conscientemente o no, acude a su consejo.
Y aunque jamás volveré a recibir esas llamadas que con precisión atómica entraban, he decidido recordarla por una de las vías que más disfrutábamos, escribiéndonos.
Como asumo que en el cielo hay internet, y que probablemente ella sigue viéndome, como mi fanática número uno, sé que el mensaje que en esta breve carta escribo, le llegará.
Ita, el dolor que siento cada día que trato de llamarte, que veo tus cartas, nuestras fotografías y videos, o que no podré escuchar las historias que a veces repetías, y yo te hacía creer que no me habías contado, no va a desaparecer. Escucho las notas de voz que guardo de hace años, porque son la mejor manera de, al cerrar los ojos, imaginarme que todo esto no ha sucedido. Total, para qué sirve la imaginación si no es para llevarnos a lugares más felices.
Pero, lo que sí te prometo es que seguiré haciendo todo lo posible por ser un buen nieto, hacerte sentir orgullosa, y vivir de acuerdo con tus enseñanzas.
Te recordaré como todo el mundo, una mujer buena, una cristiana entregada, un ser humano excepcional. Pero, en secreto y entre tú y yo, como me decías que no se lo diga a nadie, siempre te guardaré el secreto de que eras la persona que más me ha amado en la tierra, y ahora, en el cielo.
Lamento mucho que la luz de mi alma, Francisco Andrés, no podrá disfrutarte como yo lo hice. Era un sueño que ambos teníamos, me decías que querías que se mejorara tu rodilla para “corretearle” en el patio, y yo me conformaba con que él pudiera acostarse contigo a ver noticias, a escucharte hablar de historia y contarle sobre alguna novela épica de esas que tanto te encantaban.
Pero ya debemos despedirnos. Aunque normalmente se me hace fácil el escribir, y por alguna razón que desconozco este texto no me hace sentido, ni me siento elocuente al redactarlo, concluyo resumiéndolo de la siguiente manera:
Te amo Ita. Todos los que tuvimos el honor de conocerte, te recordaremos por siempre.